martes, 19 de mayo de 2015

AZALEAS



 Ayer después de comer, cuando estaba a punto de echarme la siesta, llamaron a la puerta. Traté de ignorarlo durante un buen rato, pensando que fuese quien fuese acabaría cansándose y me dejaría en paz. Sin embargo, al cabo de diez minutos me di cuenta de que era inútil, y que el empeño del visitante en verme era superior al mío de no hacerle caso.  Me acabé levantando de mala manera dispuesto a cantarle las cuarenta, pero al abrir la puerta (en pijama, por cierto), vi que se trataba de Federico, un antiguo amigo  a quien me era imposible despedir con cajas destempladas. Una vez repuesto de la sorpresa y después de invitarle a entrar e indicarle que se sentara en el sofá del salón, me sentí incapaz de reprocharle nada a pesar de tener motivos sobrados para ello, pues no era de recibo insistir de aquella manera, y más un domingo por la tarde. Federico, por su parte, después de las primeras efusiones, no parecía en absoluto sorprendido y mucho menos culpable de encontrarse frente alguien desaliñado, y con todos los síntomas de de haberse visto forzado a presentarse por su insistencia. Y no solo eso, pues casi de inmediato me pidió algo para “refrescar la boca”, lo que en su argot personal, quería decir cualquier porquería alcohólica a las que era tan proclive años atrás cuando nos veíamos con frecuencia.
Como de eso ya hacía mucho tiempo, los primeros minutos consistieron en una puesta a punto mutua, en la que yo le di noticias de mi situación que no había variado en absoluto desde entonces (como por otro lado él suponía), y en la que él por su parte me comunicó una serie de novedades, de las que destacaba que poco tiempo atrás su mujer le había dejado para irse con una amiga, de la que, para mayor vejación, el día que se despidió dijo sentirse profundamente enamorada. Aunque quise saber algo más, nuestra conversación se quedó ahí, porque enseguida me pidió con una insistencia propia de un adolescente, que pusiera la televisión porque tenía una “necesidad obsesiva” (sic) de ver el final de etapa del Tour de Francia, que aquel día terminaba en la cima del mítico puerto de Tourmalet en los Pirineos. Lo hice, aunque debo confesar que el ciclismo siempre me había parecido un deporte para aventados, capaces de reventarse durante miles de kilómetros por una cantidad que los futbolistas o tenistas distinguidos ganaban en un par de tardes exitosas. A partir de ese momento Federico no volvió a abrir la boca durante un buen rato en el que, instalado en el sofá, se dedicó a seguir al detalle la carrera, hasta el punto que llegado cierto momento empezó a cabecear y respirar agitadamente, como si él mismo estuviera escalando las rampas del famoso puerto. Sin embargo, antes de llegar a la meta, para mi sorpresa, pareció desimplicarse totalmente de la retransmisión y me pidió que le abriese la puerta de la terraza, pues tenía que enseñarme algo que después de verme tenía la convicción de que se encontraba allí (hay que tener en cuenta que tiempo atrás había vivido en aquellas viviendas, y las conocía a la perfección). Lo hice un tanto sorprendido, esperando que pronto me aclarara de qué se trataba. Salió rápidamente y se puso enfebrecidamente a escarbar con un palo en la tierra de una jardinera de buen tamaño, en la que aún aguantaban algunos tulipanes y gladiolos, que a él parecían tenerle totalmente sin cuidado, pues pronto no quedó ni rastro de ellos.
Apenas un minuto después, se paró durante unos instantes, me miró fijamente y me dijo con una mezcla de satisfacción y temor “lo sabía: está ahí”. La verdad es que yo no tenía ni idea de a qué se refería hasta que vi asomar perezosamente de la tierra a un bicho extraño, una especie de gusano de colores vivos y una cabeza grande y negra con dos antenas rojas que agitaba compulsivamente, como si el contacto con el aire libre le estuviera produciendo algún tipo de trastorno difícil de soportar. “Lo sabía, lo sabía…” repetía Federico con insistencia, tratando con el palo de que aquel ser repugnante no se saliera de la jardinera. “Al poco de verte” continuó, “supe que no podía ser de otra manera”. Yo estaba absolutamente perplejo y asqueado, pero él continuó hablando hasta que mirándome fijamente una vez más me dijo “ahora ya puedo descansar, mi búsqueda ha terminado” y añadió “…pero esta vez has de ser tu mismo quien acabe con tu alter ego”. En aquellos momentos me sentí al borde del colapso, casi trastornado, pues jamás hubiera imaginado que un ser tan monstruoso pudiera estar viviendo en mi propia casa. Sin embargo, contemplé al bicho con una mezcla de estupor, repugnancia y piedad, pues a pesar de su aspecto repulsivo, algo en mi interior me decía que aquel ser sufría, consciente sin duda de encarnar la verdadera esencia del mal en el mundo. Finalmente, casi cerrando los ojos y haciendo de tripas corazón, con un atizador de la chimenea que tenía a mano me dediqué a golpearlo hasta que se convirtió en una pulpa verdosa sobre la tierra de la jardinera.
Federico parecía feliz, casi exultante, como si acabara de realizar una hazaña portentosa, similar a la de los grandes escaladores que él tanto parecía admirar, pero que en aquellos momentos parecían tenerle sin cuidado cuando precisamente estaban llegando a la cima del Tourmalet. Permaneció todavía en pie durante unos momentos en el salón, durante los cuales me estuvo haciendo algunas consideraciones sobre lo que acababa de suceder y sobre como debía proceder a partir de aquellos momentos. “Has de saber que lo bello y lo siniestro, mi querido amigo, suelen ir de la mano, como señalaron los poetas románticos, y Eugenio Trías se encargo de recordarnos en este país en un magnifico ensayo que te recomiendo. Es muy posible que a partir de mañana los tulipanes y los gladiolos vuelvan a florecer, a pesar de no ser ya la temporada. E incluso puede ser que también lo hagan los jacintos y las azaleas. El mal cuando desaparece hace que la belleza se multiplique, pero en tu caso debes impedir que se trate de un espejismo. Cuida por lo tanto de que el bicho no se reproduzca, pues esos seres tienen la facultad de hacerlo a partir de una ínfima parte de sí mismos. Yo entonces ya no estaré disponible para mostrártelo, y serás tú mismo quien deberá estar atento si no quieres sufrir las consecuencias. No debes olvidarlo”. Y desapareció.

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