Desde hace mucho
tiempo me hago acompañar por un individuo con un aspecto impecable al que, dado
que lo tengo en plantilla, he encomendado algunas funciones por el mero hecho
de proporcionarme cierta satisfacción, pero sin ningún sentido práctico, siendo
yo un hombre perfectamente capacitado en todos los sentidos. Cada vez que salgo
a la calle, donde él me espera, debe acompañarme caminando a mi lado, o más
exactamente un paso atrás a la derecha o la izquierda en función de la
ubicación de la acera, y siempre dejándome a mí el interior de la misma.
Durante el paseo debe permanecer en silencio pero atento a mis necesidades más
ínfimas, que debe captar por mis gestos a los que previamente le he introducido,
dispuesto a ejecutar mi voluntad sin que apenas se note. Sin embargo, cada
cierto tiempo o número de pasos, tiene que hablar consigo mismo en voz alta, de
tal forma que yo le oiga claramente, y que quien pasara a nuestro lado o se
cruzase con nosotros, tenga la sensación de que mantenemos una conversación
informal y distendida (nada más lejos de la realidad, por cierto).
Al entrar y
salir de de cualquier tipo de local debe adelantarse para abrir o cerrar la
puerta, siempre que esta no sea automática, pues haría la situación un tanto
ridícula y embarazosa. En los establecimientos de bebidas, a los que soy
bastante aficionado por razones que no son del caso, debe sentarse en mi mesa
en unos de los laterales, y jamás frente a mí, de tal manera que dando la
impresión de que podía tratarse de una amistad, alguien avispado o con un
sentido de la percepción bien desarrollado, pudiese darse cuenta de que
mantiene respecto a mí una función discretamente subalterna. Por ejemplo, si se
me ocurre tomar café, no debe olvidar echarme el azúcar y darle vueltas con la
cucharilla hasta que esta se disuelva. Asimismo debe acercarme el servilletero cuando
lo necesite e ir a buscar la prensa del día, normalmente sobre la barra, si tal
es mi voluntad. Al salir del lugar, como ya dije, debe adelantarse y abrir la
puerta de tal manera que un observador imparcial pueda suponer que su relación
conmigo tiene tanto de verdaderamente amistosa como de servicial.
Siendo en el
fondo como soy, un humanista a carta cabal, de vez en cuando, venga o no a
cuento, hablo elevando la voz para que quede claro a los demás que no está
conmigo cumpliendo exclusivamente labores subalternas, sino que es objeto de la
atención debida con la que se trata a aquellos a los que uno tiene cierta consideración.
Bien es cierto que lo que le digo no tiene nada que ver con él, y ni siquiera
conmigo mismo, sino que suelen ser retahílas de palabras escogidas a la buena
de Dios, o pequeños parlamentos que llevo preparados desde casa, aprendidos el
día anterior antes de acostarme (*).
Cuando vuelvo a
mi domicilio, él se queda en la puerta de la calle, la cual como ya he repetido
con anterioridad, tiene la obligación de abrirme dando, sin embargo, la
impresión que lo hace como la cosa más natural del mundo, y sin que nadie pueda
interpretarlo como un mero acto de cortesía, impropio de dos amigos de toda la
vida.
(*) No obstante,
debo aquí puntualizar que en ciertas ocasiones, para las que él ha sido
perfectamente adiestrado, le pregunto si por casualidad no tendría algún
parentesco con un antiguo Ministro de Marina al que me recuerda, a lo que tras
ciertos titubeos, me tiene que responder con toda claridad “en absoluto, aunque
nunca se sabe”.
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