viernes, 15 de mayo de 2015

DEBERES



Desde hace mucho tiempo me hago acompañar por un individuo con un aspecto impecable al que, dado que lo tengo en plantilla, he encomendado algunas funciones por el mero hecho de proporcionarme cierta satisfacción, pero sin ningún sentido práctico, siendo yo un hombre perfectamente capacitado en todos los sentidos. Cada vez que salgo a la calle, donde él me espera, debe acompañarme caminando a mi lado, o más exactamente un paso atrás a la derecha o la izquierda en función de la ubicación de la acera, y siempre dejándome a mí el interior de la misma. Durante el paseo debe permanecer en silencio pero atento a mis necesidades más ínfimas, que debe captar por mis gestos a los que previamente le he introducido, dispuesto a ejecutar mi voluntad sin que apenas se note. Sin embargo, cada cierto tiempo o número de pasos, tiene que hablar consigo mismo en voz alta, de tal forma que yo le oiga claramente, y que quien pasara a nuestro lado o se cruzase con nosotros, tenga la sensación de que mantenemos una conversación informal y distendida (nada más lejos de la realidad, por cierto).
Al entrar y salir de de cualquier tipo de local debe adelantarse para abrir o cerrar la puerta, siempre que esta no sea automática, pues haría la situación un tanto ridícula y embarazosa. En los establecimientos de bebidas, a los que soy bastante aficionado por razones que no son del caso, debe sentarse en mi mesa en unos de los laterales, y jamás frente a mí, de tal manera que dando la impresión de que podía tratarse de una amistad, alguien avispado o con un sentido de la percepción bien desarrollado, pudiese darse cuenta de que mantiene respecto a mí una función discretamente subalterna. Por ejemplo, si se me ocurre tomar café, no debe olvidar echarme el azúcar y darle vueltas con la cucharilla hasta que esta se disuelva. Asimismo debe acercarme el servilletero cuando lo necesite e ir a buscar la prensa del día, normalmente sobre la barra, si tal es mi voluntad. Al salir del lugar, como ya dije, debe adelantarse y abrir la puerta de tal manera que un observador imparcial pueda suponer que su relación conmigo tiene tanto de verdaderamente amistosa como de servicial.
Siendo en el fondo como soy, un humanista a carta cabal, de vez en cuando, venga o no a cuento, hablo elevando la voz para que quede claro a los demás que no está conmigo cumpliendo exclusivamente labores subalternas, sino que es objeto de la atención debida con la que se trata a aquellos a los que uno tiene cierta consideración. Bien es cierto que lo que le digo no tiene nada que ver con él, y ni siquiera conmigo mismo, sino que suelen ser retahílas de palabras escogidas a la buena de Dios, o pequeños parlamentos que llevo preparados desde casa, aprendidos el día anterior antes de acostarme (*).
Cuando vuelvo a mi domicilio, él se queda en la puerta de la calle, la cual como ya he repetido con anterioridad, tiene la obligación de abrirme dando, sin embargo, la impresión que lo hace como la cosa más natural del mundo, y sin que nadie pueda interpretarlo como un mero acto de cortesía, impropio de dos amigos de toda la vida.

(*) No obstante, debo aquí puntualizar que en ciertas ocasiones, para las que él ha sido perfectamente adiestrado, le pregunto si por casualidad no tendría algún parentesco con un antiguo Ministro de Marina al que me recuerda, a lo que tras ciertos titubeos, me tiene que responder con toda claridad “en absoluto, aunque nunca se sabe”.

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