Por fin soy
Presidente de la república de Italia. Ayer juré el cargo y hoy me he dedicado
durante todo el día a descansar. Poco
después del almuerzo me he sentado a la mesa de mi despacho tratando de
calibrar la situación en la que me he metido de forma voluntaria. Miro un tanto
incrédulo todo lo que me rodea, las paredes enteladas con motivos
renacentistas, los muebles clásicos de madera de ébano y palo de rosa con
incrustaciones de marfil, y las lámparas, unas arañas enormes de cristal de
roca que no parecen lo más adecuado para un lugar como este, donde se supone
que se viene a trabajar, y no a recrearse la vista con antiguallas, por muy
valiosas que sean. Lo primero que me viene a la mente en estas circunstancias
son algunas escenas de mi infancia en Calabria rodeado de cabras y ovejas poco
antes de que a mi padre se le ocurriera mandarnos a Vittorio y a mí a estudiar
a Milán. Trato de conciliar aquella atmósfera de campo abierto con olor a albahaca
y defecaciones de ovino con el lujo que ahora me rodea, y siento cierta
nostalgia, como si por arte de magia ahora formara parte de un mundo que nada tiene que ver con aquel en el
que sin duda fui feliz. Para compensar mi desasosiego, y a modo de metáfora,
enciendo un puro cubano, un veguero de buenas proporciones y mejor sabor y me
abstraigo viendo ascender las volutas de humo hacia el techo, un precioso
artesonado policromo supongo que del XIX, y dejo volar mi imaginación tratando
de huir hacia otro lugar menos opresivo y engañoso. La ceremonia de investidura
como Presidente de la República ha sido bastante divertida, sobre todo porque
he intentado verla como algo que no tenía demasiado que ver conmigo. De hecho hace
tiempo que llevo dándole vueltas a la idea de como determinadas situaciones de
nuestras vidas no son algo que verdaderamente nos pertenezca, sino solo fruto
del azar o una serie de circunstancias que lo mismo te pueden conducir a un
lugar que a otro muy diferente. He asistido a la ceremonia, a la que
lógicamente lo ha hecho el Gobierno en pleno y todas las altas magistraturas
del Estado, vestido de paisano, después de que pocos días antes se suscitara un
intenso debate sobre cual debía ser mi indumentaria. Los partidos de derechas,
el clero y las Fuerzas Armadas han insistido hasta el último momento que debía
vestir de uniforme de gala de Almirante de la Flota o de Capitán General, a lo
que me he negando alegando que ni siquiera había hecho el Servicio Militar. En
su opinión, ese mínimo detalle no tenía la menor importancia, y me han
ascendido de inmediato de soldado raso a las categorías mencionadas mediante un
decreto ley de un día para otro. Finalmente me he negado, amenazando dimitir
antes de asumir el cargo, lo que les ha achantado y he podido hacerlo con un
traje oscuro, corbata, camisa blanca y zapatos a juego. Vittorio, con quien he
hablado la noche anterior al acto, estaba decidido a suplantarme y presentarse
de chándal o en pijama, cosa de la que he afortunadamente he podido disuadirle,
aunque me ha costado lo mío, pues en aquellos momentos mi hermano tenía la vena
anarquista totalmente disparada. También han asistido, como es natural, una
gran cantidad de representantes de los países extranjeros, muchos presidentes y
numerosos monarcas acompañados de sus esposas, también llamadas reinas, que
parecían competir en un baile de disfraces lleno de gorras de generales y
almirantes ellos, y ellas con sombreros y pamelas con y sin plumas, que hasta
llegaron a causar determinados problemas de protocolo al dificultar la visión
de la ceremonia a algunos de los asistentes. Pero quizás la presencia más
significativa fue la de Su Santidad el Papa, que en sus propias palabras, aun
procediendo del palacio del Vaticano, dijo asistir en representación de los
pobres y desheredados del mundo. Con tal objetivo, independientemente de llegar
en una limusina de seis metros blindada con una chapa de acero de seis
centímetros de grosor, su indumentaria era un remedo de la de los monjes
cistercienses de la Edad media, y en lugar de la casulla de ceremonial, tiara,
báculo y zapatos rojos, llevaba una túnica blanca de sarga, capelo, un cayado y
sandalias, queriendo de esta manera transmitir a los presentes, la imagen de un
peregrino de paso por este mundo, en sus propias palabras. El protocolo en la
cena de gala con los representantes de los demás Estados, se ha visto alterado
en la medida en que Su Santidad ha insistido en un menú frugal, compuesto por
una crema de zanahoria, un sándwich vegetal y un arroz con leche a los postres,
algo ante lo que los demás se han visto un
tanto coaccionados, dejándose en el plato buena parte de las pulardas y
angulas, que formaban una ínfima parte del suculento y refinado menú de esa
noche. A los postres ha llegado el momento solemne en el que he tenido que
saludar a los asistentes y pronunciar un discurso, que en realidad he querido
dirigir a la gran nación de la que soy ahora su representante oficial. Para
comenzar he dicho que era consciente de mi función esencialmente protocolaria,
y que lo aceptaba con el íntimo convencimiento de quien tiene la certeza que
nada hay superior a la metáfora en la medida que encarna al verdadero ser de
una nación, y eso era yo en aquellos momentos, instante en el que he percibido
las amplias sonrisas que me dirigían los reyes de las monarquías
parlamentarias, y el fru-fru aquiescente de las sedas de sus señoras. Por el
contrario, he creído ver en la cara del Primer Ministro un gesto de incomodidad
y hasta de desdén, como si lo dicho fuera en su menoscabo. Luego me he
extendido un buen rato aludiendo a nuestro lejano pasado del imperio y la
república romanas, aun hoy presentes en las cuatro esquinas del globo bien sea
en sus restos arqueológicos o el Derecho Romano, inspirador de todos los demás.
Pero he hecho especial hincapié (y esto lo había hablado largamente con Vittorio)
en mi misión cultural y didáctica, que en grandes trazos iba a consistir en estimular a la juventud
para que se preparase para un futuro incierto y lleno de desafíos que, sin embargo,
tendría que superar. Para ello, he puntualizado, nada mejor que la actitud
ejemplarizante de la magistratura que represento, aludiendo en esos momentos a
dos de nuestros más insignes antepasados, Marco Tulio Cicerón y Lucio Anneo
Séneca. De ellos he destacado los valores universales que ambos representan aún
en nuestros días, deteniéndome especialmente en este último y su visión estoica
y menesterosa del mundo. En este sentido he dicho lo siguiente: “ Consideren
ustedes, Majestades, Excelencias, Excelentísimos señores y señoras (no he
mencionado al Santo Padre a propósito), que estamos aquí, ustedes y yo mismo,
como representantes supremos de nuestros países, ofreciéndonos una cena
gratuita cuyo importe haría vivir sin problemas a buena parte de la población
indigente de Calcuta, por poner un ejemplo, durante no menos de una semana…” ,
momento en el que ha hecho evidente el enojo de buena parte de los comensales,
en algunos de los cuales he creído percibir un movimiento de protesta al
entrechocar con insistencia los cubiertos y organizarse una pequeña algarada.
Sin embargo el Santo Padre, se ha levantado, me ha aplaudido y me ha bendecido
antes de sentarse y seguir despachando amorosamente su sándwich. En cuanto a la
infancia y la juventud, he hecho hincapié en la necesidad de inculcarles unos
valores verdaderamente humanistas, lejos de la tendencia actual, que solo les
considera como a empresarios en ciernes e hinchas de la Roma, el Inter o la
Sampdoria. Y a continuación he puntualizado: “Nuestra labor -y aquí he asumido
el yo mayestático- irá enfocada a la supresión de los cuentos de hadas, que con
sus historias macabras y truculentas son los responsables en buena medida de la
perversión y el desvarío de nuestra juventud, y en su lugar se hará hincapié en
otros autores hoy un tanto olvidados como Mark Twain y Julio Verne, cuyas
historias aportan los verdaderos valores del amor a la aventura, el optimismo y
el humor, que tanto echamos en falta en los jóvenes de hoy”. En esos momentos
he creído percibir a lo lejos alguna alusión fervorosa a Perrault, los hermanos
Grimm y a Christian Andersen, lo que he procurado acallar llevándome
impensadamente a la boca un muslo de pularda con la mano. Mi actitud ha surtido
su efecto y los rumores se han acallado enseguida, sobre todo porque sabedor de
la eficacia de los reflejos condicionados y los automatismos, he levantado de
inmediato mi copa de champán, y he deseado larga vida a las naciones de las que
eran tan distinguidos representantes, momento en el que todo el mundo ha
cambiado de actitud y ha reflejado en su rostro y sus miradas la satisfacción
de una cena tan agradable en la que, por otro lado, el cubierto no bajaba de 400
euros. Antes de sentarme y ya con una voz más pausada, les he aconsejada que no
dejaran de verme la semana próxima en un programa especial de la RAI, en el que
ampliaría los temas tratados esa noche.
Al finalizar el acto, y después de las despedidas protocolarias, me ha parecido percibir que el
primer ministro trataba de hablar conmigo por todos los medios, algo que no me
apetecía en absoluto, y cuando por fin se hallaba a mi lado, he tenido que
decirle tres cosas antes de que abriera la boca. Primera: “mal empezamos”. Segunda:
“quedan suspendidos todos los actos protocolarios previstos para mi persona
durante todo el día de mañana” (aunque, por cierto, quizás a Vittorio le
hubiera apetecido). Y tercera: “tengo sueño, haga usted el favor de no
molestarme. Pasado mañana hablaremos”. Luego, sin darle la posibilidad de
contestarme, me he alejado a pie a toda velocidad seguido por una nube de
periodistas y guardaespalas hasta que he llegado a mi residencia oficial, lugar
en el que les he despedido con un gesto vago de una mano sobre mi cabeza, no
sin antes haberme vuelto y dicho: “pasado mañana, más”. He pues aquí en líneas
generales mi toma de posesión como Presidente de la República de Italia, cuna
de la civilización junto con Grecia, a la que nos hemos hartado de imitar, y
cuna asimismo de la pizza, los macarrones, los spaghettis y el queso parmesano,
de los que hablaré largamente en mis próximas charlas en la televisión. Y del
vino de Chianti, naturalmente, del que de inmediato me voy a servir una copa
generosa en compañía de mi hermano Vittorio, naturalmente. FIN
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