Heriberto García
Piñeira era un hombre que a pesar de heredar un olivar en Jaén, tuvo que
ganarse la vida como buenamente pudo, pues sus padres fueron muy longevos y
apenas le ayudaron estando en vida. Sin duda esa fue la razón por la que después
de hacer el Servicio Militar en la Marina, solicitó el reenganche y continuó en
activo hasta que la herencia se materializó, momento en que pidió la baja y se
dedicó a labores no del todo claras, entre las que el contrabando y el
trapicheo en los muelles no son descartables. Fue entonces cuando conoció a
Rosa una cantante de la Sala de Fiestas Pay- Pay, de la que se enamoriscó
ciegamente, hasta el punto de que después de una temporada tormentosa en la que
abundó el alcohol y las pendencias con los marineros que abarrotaban el local,
acabó naciendo Iván, fruto de los devaneos de su padre en una temporada que
este recuerda con una mezcla de nostalgia y miedo, pues en varias ocasiones
estuvo a punto de que le rebanaran el pescuezo. Rosa era una mujer de buen ver
a la que se disputaban todas las tripulaciones, algo que sin duda está en el
origen de la tragedia de Iván, pues poco después de venir al mundo desapareció
y nunca más se supo de ella. Posiblemente cruzó el charco en alguno de los
barcos que por entonces hacían escala allí, o acabó asentándose en una ciudad
del norte de Europa. Heriberto la buscó durante unos meses en Ámsterdam,
Hamburgo y otros puertos de menor entidad, pero finalmente desistió pensando
que una mujer así, por mucho que le gustara, no merecía la pena, y además, por
aquellas latitudes hacía demasiado frío. Encontrarse con un niño de pecho a su
cargo le desbordó, y desde los primeros tiempos que se vio en tal situación,
buscó con ahínco una mujer que quisiera hacerse cargo del crío, pero todo
resultó inútil, pues incluso las que parecían más maternales acababan echándose
atrás. Es posiblemente por esa dedicación que su padre tuvo que poner en él
desde muy niño, por lo que Iván conserva una imagen muy tierna de él en la edad
adulta, aunque como ya quedó dicho, su presencia continuada le acabara pasando
factura. Una forma de restituirle su entrega cuando le veía alicaído, era
llevársele a cenar a la Venta de Vargas en su ciudad natal, donde trataba de
levantarle la moral a base de palmas, soleás, fandangos y seguiriyas, para
acabar con un fado, pues sabía que en el fondo su padre seguía enamorado de la
mujer que puso tierra (o mar, por en medio), su propia madre, al parecer vasca
de nacimiento, pero conocida por todas las tripulaciones que hacían el sur de
Europa como “la portuguesa”.
lunes, 22 de abril de 2013
viernes, 19 de abril de 2013
OLIGOS CUATRO
Hay tardes, sin embargo, en las que Iván cree sentir en sí un amago de
pternofilia (alergia a las plumas), y después de dar de merendar con cierta
precipitación a los pájaros, se refugia en una de las librerías de la zona, en
la que es conocido de muchos años atrás por sus hábitos, que sigue a pies
juntillas, como si se tratara de una secuencia inamovible. De entrada, da las
buenas tardes y permanece unos instantes en el umbral de la puerta hasta que
tiene la certeza de haber sido visto y su saludo contestado con cualquiera de
las fórmulas de rigor, aunque agradece que los empleados sean algo menos
escuetos que él mismo, y se adornen con algún giro lisonjero que le disponga a
efectuar alguna compra. A continuación pasa revista rápidamente a las
novedades, que por otro lado no son tan frecuentes, teniendo en cuenta que las
reciben dos veces al mes por problemas con la distribuidora. Una vez que ha
comprobado que nada le interesa (otra cosa sería sorprendente), pide la
escalera de mano para acceder a las estanterías superiores, donde desde hace
años se amontonan los libros que supuestamente le interesan. Se trata de libros
de filosofía, sobre todo francesa, de quienes siempre destaca a Sartre y a
Descartes. Sobre este último no cesa de repetir, una vez en las alturas, que no
solo era un matemático eminente, sino el
primer filósofo en definir al ser humano integrado por dos entidades, la
física-o res extensa- y la espiritual o mental –o res cogitans-. El propietario
de la librería suele estar al quite, y desde abajo hace un gesto de
asentimiento que no por conocido, Iván deja de agradecer. En otras ocasiones,
trata de sorprender a los profesionales del lugar y les interroga sobre
aspectos menos conocidos del mundo intelectual francés, como el movimiento
situacionista, Merleau-Ponty y el estructuralismo del antropólogo Levi-Straus,
que no tiene nada que ver con los anteriores, pero que supone les impresiona. A
punto ya de irse, normalmente con las manos vacías, suele hacer un pequeño
excurso sobre “El principito”, “un librito insignificante y bastante ñoño del
que se han vendido millones de ejemplares”, suele decir con aire escéptico,
cuando lo cierto era que lo verdaderamente valioso de su autor –Saint Exupery-
era su peripecia vital como piloto en una línea de correo aéreo en Argentina,
narrada en “Vuelo de noche”. Normalmente este solía ser el último argumento
esgrimido en el interior de la librería, tras lo cual, se procedía a su cierre.
En ciertas ocasiones, concretamente los días en que después de las palomas se
metía en un bar contiguo y se tonificaba con no menos de dos pacharanes, no
quería salir del local, y solía extenderse con consideraciones sobre la
reconstrucción de Derrida y una apología cerrada de “En busca del tiempo
perdido”, lo mejor que se ha escrito nunca “si no consideramos La Regenta de
Clarín”, decía. Cuando finalmente los empleados lograban que saliera
(levantando por cierto la reja que ya habían echado), a Iván solo le quedaba el
consuelo de volver a casa y contemplar con asombro los iconos que había ido
coleccionando a lo largo de su existencia, que en tales circunstancias solían
recordarle a la Virgen de Montserrat, La Moreneta.
OLIGOS TRES
Iván el Oligo se
apellida García de Munárriz, es decir, realmente se llama Iván García de Munárriz,
algo que además de su padre poca gente sabe, puesto que desde que era muy niño
se le conoce por el apodo (más bien, mote). En cuanto a la procedencia del
mismo hay disparidad de opiniones, aunque es mayoritaria la que lo relaciona
con su forma de hablar (un tanto sorprendente) cuando era un crío, aunque él
prefiera achacárselo a la posesión por su padre de varios miles de olivos en la
serranía de Jaén, que como se sabe, producen aceitunas con las que se fabrica
el aceite, rico en oligoelementos. De todas maneras, justo es aquí reconocer
que cada cual se consuela como puede. En todo caso, Iván prefiere relacionarlo
con el producto de la almazara, trufado en algún sentido de cierto aliento
poético, y además fundamental en la dieta mediterránea, de tan buena fama en
los tiempos que corren. Hijo de madre desconocida, pero, en todo caso, según el
apellido, originaria del País Vasco, Iván siempre echó en su vida en falta una
presencia femenina, pues aunque su padre era una bellísima persona, es de la
opinión de que su carácter se ha visto en exceso influenciado por la presencia
continuada del género masculino, siendo esta una de las razones probables por las
que de manera posiblemente inconsciente contrajo matrimonio muy joven. La
personalidad de su progenitor ha gravitado en exceso en su vida, siendo los
testimonios principales de la misma su afición a la pesca (“en busca del róbalo
perdido”, se podría decir) y la presencia en su domicilio de decenas de iconos
rusos (sin duda, imitaciones), colgados por las paredes de forma indiscriminada
y atosigante, que Carmen acepta por el cariño que le tiene, ya que esta
resignación no se comprendería sin una veta de amor materno. Las tardes de Iván
en cualquier época del año, consisten en una siesta con todas las de la ley, es
decir con pijama y en la cama, que dura alrededor de las dos horas, al cabo de
las cuales sale a la calle y frecuenta con prioridad los parques arbolados del
casco viejo de la ciudad, donde su principal ocupación es dar de comer a las
palomas, algo no siempre bien visto por los presentes en el lugar en esos
momentos, dado que la conciencia ecologista de los ciudadanos las equipara en
la actualidad a ratas con alas. No ceja Iván, sin embargo, en su empeño, con la
convicción de estar contribuyendo a la supervivencia de la especie, siendo un
defensor a ultranza del darwinismo sintético, y considerando la competencia en
la zona de las gaviotas, aves, como se sabe, más aguerridas y con peor carácter,
aunque prefieran una dieta a base de sardinas y gambas. Continuará.
jueves, 18 de abril de 2013
OLIGOS DOS
Contra todo
pronóstico, Iván se casó muy joven, aunque a estas alturas ni él mismo tiene
claro porqué lo hizo, si llevado por un estro irrefrenable de las post
adolescencia, o simple y llanamente para disimular su condición de inveterado
solitario. Su esposa es una mujer guapa, morena, con un pelo largo, negro
azabache, envidia de no pocas cantaoras y flamencas del lugar, y admiradora
ciega de su propio marido, con el que sin embargo apenas se ve, a no ser a las
horas de recogida en el domicilio común, pues ambos llevan una vida
independiente que según propia confesión, es lo que les mantiene unidos. No
obstante, en algunas ocasiones, sobre todo con buen tiempo, se les ve juntos
por las balconadas del paseo sobre la bahía, donde, de la mano, contemplan
ensimismados las puestas de sol sobre el mar y sueñan con América, hacia la que
alguna ocasión pensaron partir, aunque finalmente se mantuvieron fieles a su
propia tierra. En esos momentos hay quienes se sorprenden de verlos tan
arrobados a su edad, y les piden dejar fotografiarles, pues piensan tenerlos
cerca para darles ánimos en los momentos de duda de sus propios matrimonios. En
tales ocasiones, Iván, se toca con un gorrito marinero con visera, y a petición
de su mujer recita algunos poemas del extinto y famosos poeta local, sobre todo
“Marinero en tierra”, instantes en los que Carmen no puede evitar suspirar
profundamente. Algunos, sin embargo, piensan que esta actitud de la pareja no
es sino una “mise en scène” para los turistas, que en temporada alta se hartan
de hacerles fotografías. Iván en esos momentos suele evocar tiempos pasados, en
los que frecuentaba el lugar con su padre para pescar róbalos en las
inmediaciones de la Caleta, peces de difícil captura allí, pero en los que su
progenitor tenía una fe ciega, ya que pensaba que acabarían acudiendo al
reclamo de su deseo. Peculiaridades de su idiosincrasia que nunca confesó a su
hijo, pensando que con su admiración por las dinastías rusas ya tenía
suficiente, y no era cuestión de desnortarle definitivamente. Iván el Oligo
tenía, por cierto, otra afición, que él en su fuero interno por razones que nos
son ajenas, consideraba más bien un vicio, y era el cine de autor, o como
antiguamente se decía de “arte y ensayo”. Para ello asistía devotamente con
frecuencia un local ínfimo en las cercanías de Puerta de Tierra, donde se
juntaba con algunos intelectuales de ciudad y con otra fauna de difícil
definición, aunque corrientemente se les señala como maricas. Son personas con
una sensibilidad especial, capaces de captar lo que los estrictamente
reproductores no pueden por falta de interés y tiempo, que dedican a labores de
otra índole, siendo vistos con frecuencia en las barras de los bares próximos
al puerto, o en las zonas donde las casas de citas no son una excepción. Lo que
en ocasiones preocupa a este hombre es tener la impresión de que efectivamente
“era”, pero de la misma manera “podría no haber sido”, idea que cuando
inopinadamente le sorprendía, le hacía dar largos paseos por el Paseo Marítimo
mirando al horizonte y pensando en la disolución de la materia. En esos
momentos, para salir de tan desazonante situación, se imaginaba a si mismo como
el personaje de una obra teatral todavía sin estrenar, lo que le permitía
volver a la realidad fácilmente, y terminar pidiendo unas gambas y un vino fino
en un garito de mala muerte en las inmediaciones de Cortadura. Continuará
OLIGOS
Iván el Oligo es
natural del sur de España, de una localidad que no es preciso mencionar. Baste
decir que se encuentra a menos de doce kilómetros de Cádiz y que para llegar a
ella no hace falta pasar el puente de Carranza. A buenos entendedores, etc. Se
llama de esa manera porque su padre era admirador de la Rusia Imperial, y
concretamente de las múltiples dinastías de los zares, de las que, en su
opinión, Iván el Terrible era el paradigma. Su nombre es pues un homenaje a la
Rusia blanca. Independientemente de este detalle, Iván es una persona con
estudios superiores cursados en una universidad de la provincia, que no será
difícil de adivinar teniendo en cuenta que solo la capital de la misma cuenta
con ella. No obstante, una vez licenciado, decidió que a él lo que le gustaba
en exclusiva era el fútbol y el coleccionismo indeterminado de objetos no
superiores a un puño cerrado, por lo que su casa no es un lugar recomendable para visitar, pues sin llegar al
síndrome de Diógenes, Iván apunta maneras. Respecto al fútbol, es socio de
todos los equipos de primera división, y se ve sometido por lo tanto a ajetreos
continuos para asistir a sus múltiples encuentros, que siempre le tendrán como
un espectador entusiasta. Sufre frecuentes ataques de ansiedad llevado por las
antinomias que se ve precisado a soportar, al ser en general un entusiasta de
ambos equipos, por lo que en más de una ocasión, de hecho en muchas, es
retirado de las gradas en camilla. No trabaja pero es rico, como podrá colegirse
de lo dicho anteriormente, por lo que su tiempo lo dedica a pasear por las
playas de la zona, tanto en invierno como en verano, donde recoge moluscos de
las dimensiones mencionadas con anterioridad. Cuando no lo hace, se suele
recoger en rincones apartados, y procede a la masturbación compulsiva, que de
tan frecuente le ha llevado a padecer epicondilitis (codo de tenis) con
frecuencia. A pesar de su recato, no
será la primera vez que se le ve en la vía pública con una mano en el bolsillo,
sin duda procediendo a su afición favorita, mientras con la otra hace grandes
aspavientos tratando de disimular. Su padre “el zar” le reprende con frecuencia,
y le dice que es la vergüenza de la familia, pero Iván hace oídos sordos y
sigue procediendo. Es muy conocido, como es natural, entre el vecindario que le
aprecia a pesar de sus sorprendentes aficiones y cualidades, entre las que
también destaca como hombre orquesta, interpretando ciertas tardes en las
cafeterías de cierto nivel piezas clásicas, entre las que destaca la
“Caballería Ligera” y “En un mercado persa”. Como suele ser habitual en este
tipo de intérpretes, emplea la voz a la que dota de diversos tonos para los
instrumentos de cuerda o viento, y los nudillos de sus dedos, con los que
sustituye con ventaja a la percusión de tambores y timbales. Continuará
lunes, 15 de abril de 2013
SUGERENCIAS
Debían verse
todos los fines de semana, aunque no cabía descartar la posibilidad de que se vieran todos los días, e incluso que
viviesen juntos. Si me inclino por lo primero, es porque cada vez que podía
observarlos, tenía la impresión de que acababan de encontrarse. Se miraban
intensamente a los ojos, y el mundo que les rodeaba no parecía interesarles en
absoluto, absorbidos como estaban por ellos mismos. Lo que más me sorprendía
era el entusiasmo que parecía derivarse de su mutua atención, como si aún
estuvieran en esa fase en la que cada cual trata de no perder detalle de lo que
el otro le sugiere. Se solían tomar una cerveza en la barra, pero incluso su
lenguaje corporal corroboraba lo que acabo de decir, pues los dos se sentaban
de costado sobre los taburetes, dando la impresión que la bebida era solo una
coartada, porque la mayoría de las veces se iban sin haberla probado. Algo
debían ver el uno en el otro para mantener asiduamente esa atención mutua, de
la que se desprendía que todo lo demás era superfluo. Se miraban y podría
decirse que casi ni parpadeaban, como si esa mínima fracción de segundo pudiera
robarles un tiempo precioso, que por nada del mundo estaban dispuestos a
malgastar. Había observado también que no solo se trataba de una relación en la
que la mirada y las palabras eran primordiales, pues no se me había escapado
que durante todo el rato jugaban con sus pies y se daban pequeños toques con
los zapatos bajo los asientos, como si de esa manera quisieran corroborar que
lo que estaba sucediendo era auténtico, y que ellos mismos eran de verdad dos
seres reales. Me sorprendía, sin embargo, que estando tan cerca nunca se tocaran,
no habría nada más natural en esas circunstancias que llegaran a entrelazar sus
manos, o que no pudieran reprimir una caricia por muy discreta que fuera.
Quizás se me escapaba algo, y una relación que me parecía la de dos personas profundamente
enamoradas, escondía otras características que la hacían menos diáfana de lo
que aparentaba, algo oculto que les hacía guardar cierta distancia. Claro que
todo esto no dejaban de ser imaginaciones mías llevado por una vida bastante banal
y sin sentido, que me hacía llenar el tiempo de las maneras menos habituales.
No obstante, tampoco es cuestión que por esta minucia, me ponga a enjuiciarme a
mí mismo, pues sin duda hay otras personas que amueblan su vida aún con mayores
trivialidades. Me sumergí pues en aquella observación un tanto obsesiva con
plena conciencia. Después de todo, era una manera, más o menos elaborada, de
habitar el mundo, y quien sabe si en su día mi dedicación podía llegar a
favorecerles cuando su amor flaquease. No es fácil mantener esa atención
constante sobre el ser al que queremos, pues en mi opinión, ese exceso puede
acabar fatigándonos, no solo porque uno puede llegar a percibir en el otro
detalles insignificantes pero inconvenientes, desde un aspecto físico que hasta
entonces nos había pasado desapercibido, hasta alguna cualidad intelectual que
el trato demasiado intenso hace que lleguemos a poner en duda. Una vez que
estas intuiciones arraigaron en mí, esperé su llegada los fines de semana con
auténtica emoción, pues tenía la sensación de estar realizando un verdadero
trabajo de campo, que quien sabe si en su día podía ser de mucha ayuda para los
psicólogos e incluso antropólogos dedicados al estudio de las relaciones
amorosas (aunque suene pedante, no podía evitar en aquellos instantes recordar
a Margaret Mead y sus aborígenes de las islas Tobriand). Fui desde esos
momentos mucho más exigente e incluso puntilloso, aún a riesgo de ser
sorprendido entremetiéndome en un asunto que después de todo no era de mi
incumbencia, pero me sentía incapaz de zafarme de aquel impulso, que yo
aceptaba de buena gana desde el momento que formaba parte de mis emociones, que
bajo ningún concepto quería reprimir. Convencido pues de que mi actitud podría
de alguna forma contribuir al esclarecimiento de la relación en profundidad de
aquella pareja, me tomé su observación como un verdadero estudio, tomando notas
en un bloc al efecto de cuantos detalles podían llegar a parecerme
significativos. Lo cierto, sin embargo, es que durante bastante tiempo apenas
pude añadir unas líneas deslavazadas a lo dicho más arriba, porque todo parecía
transcurrir según un guión perfectamente establecido, haciéndome en un momento
dado sospechar si no solo su actitud de un día a otro era semejante, sino si
incluso sus palabras eran las mismas, como las de dos marionetas programadas e
incapaces de aportar algo nuevo por su parte. Al poco tiempo, para ser más
precisos a poco de llegar la primavera, tuve la sensación de que ella sufría,
pues aunque como era normal, sonreía, unas profundas ojeras bajo sus párpados
parecían sugerir un dolor no confesado. Él por su parte, manteniendo una
actitud prácticamente igual a la de otros días, fruncía los labios, algo que
enseguida atribuí a cierto malestar, aunque no pude precisar a qué se debía,
era un cambio sutil, apenas perceptible, pero significativo en quien hasta
entonces había mantenido un gesto inmutable, que ahora se trocaba en algo muy
distinto. Según el tiempo transcurría tuve claro que allí pasaba algo que los
propios implicados trataban de ocultar, algo que ya no pudo mantenerse en
secreto durante más tiempo, el día en que ella apareció con un esparadrapo en
una mejilla y el gesto contraído de una lucha interior pugnando por
manifestarse. En cuanto a él, seguía conservando la entereza, pero no podía
ocultar una desazón evidente, pues por esas fechas ya ni siquiera se sentaba,
sino que permanecía de pie junto a ella, manteniendo una actitud un tanto
displicente, que trataba de contrarrestar esporádicamente con una sonrisa, que
alguien bien informado, percibiría más bien como mueca. Verdaderamente empecé a
sentirme afectado, y a suponer que la situación era más grave de los que sus
intérpretes dejaban traslucir, por lo que en varias ocasiones estuve a punto de
intervenir y recomendarles una terapia de pareja, diciéndoles que estaba al
corriente de todo desde el principio, y que era posible que con su colaboración,
volvieran a un estado similar al de los primeros tiempos, en los que, si debía
confesarles la verdad, había llegado a sentir envidia de ellos. No lo hice,
porque siendo una persona prudente, pensé que el remedio podía ser peor que la
enfermedad, y en todo caso más valía dejar las cosas como estaban, pues ya el
tiempo se encargaría de cicatrizar las heridas que empezaban a hacerse
evidentes. La sorpresa llegó cuando durante cierto tiempo la pareja dejó de venir,
algo que, por otro lado, una vez pasada la primera impresión, debo confesar que
no me sorprendió demasiado, pues como ya he dicho, su relación debía estar
pasando momentos borrascosos. Al poco tiempo volvió a aparecer ella, esta vez,
para mi asombro, acompañada de un tipo achulado y de gestos desabridos, al que
ella miraba con un arrobo parecido, aunque sin duda con un matiz diferente,
pues en mi opinión, su admiración parecía teñida de temor. Terminaba así una
relación venida a menos, posiblemente porque ambos habían puesto en ella un
exceso de expectativas. La situación en esos momentos me producía cierta
turbación, pues verla a ella implicada con otra persona en términos parecidos a
los de su anterior relación, me dejaba un mal sabor de boca, no solo por la
supuesta traición que suponía, sino porque significaba la caída de un idealismo
que yo no dejaba de valorar. Poco después apareció por allí su pareja anterior
con otra persona. Se trataba de una mujer joven y desenvuelta que daba la
impresión de estar muy segura de sí misma, y que por su actitud esperaba que
quienes la rodeaban se dieran enseguida cuenta de que era alguien que merecía
la pena. Nada que ver con la primera, pues si se puede decir algo definitivo de
ella, era que parecía estar continuamente reclamando la atención de los presentes.
Él, como es natural, mantenía una actitud muy diferente, y la miraba con una
admiración un tanto bobalicona, que no auguraba un futuro demasiado dichoso,
pues no sería de extrañar que ella acabase encaprichándose de alguien con más
carácter. Y así terminó mi trabajo de campo, pues a las pocas semanas ambas
parejas dejaron de venir al lugar que de alguna manera había obrado el milagro
de transmutar una relación tradicional y fervorosa, en otras cuyo desarrollo no
estaba para nada claro, aunque en mi fuero interno, quizás para paliar la
decepción, llegué a suponer que en algún momento se encontrarían de nuevo y
volverían a sentir el entusiasmo de los primeros tiempos.
miércoles, 3 de abril de 2013
GINÉS
El lugar era
agradable, qué duda cabe, y tal cosa hizo que desde el principio se creara
entre nosotros el clima apropiado para el reencuentro. No nos veíamos desde
varios años atrás, ya ni me acuerdo cuantos, pero antes de continuar debo decir
antes que Ginés era un tipo especial, para que voy a andarme con subterfugios,
y cuando me llamó hace poco para vernos aprovechando su estancia aquí, estuve a
punto de buscar una disculpa, pues con él nunca tuve las cosas demasiado claras.
Recibí su llamada desde un teléfono no identificado, y aunque tal cosa me
sorprendió en un principio, supuse sin darle más vueltas que lo hacía desde una
cabina o cualquier local de copas de los que él solía frecuentar entonces,
sobre todo teniendo en cuenta que era poco menos de medianoche. Una vez
repuesto de la impresión que me causó su irrupción en mi vida mucho después de
haber dejado de tener noticias suyas, me alegré de contactar de nuevo con un
compañero de carrera perdido hacía mil años. Quedamos, como suele ser habitual
en estas ocasiones, en un restaurante de medio pelo, que no nos supusiera un
dispendio a ninguno de los dos, teniendo en cuenta que después del tiempo
transcurrido ni siquiera teníamos claro que llegásemos a reconocernos. No fue,
sin embargo, así, y el día acordado, no tuvimos ningún problema para saludarnos
en la Ballena Azul, un local tipo snack apto para todos los bolsillos, pero
sobre todo para aquellos que, tal como parecía ser nuestro caso, no estaban muy
sobrados de recursos. La verdad es que Ginés no había cambiado mucho, y la
policía, valga este excurso, lo habría reconocido sin demasiadas dificultades
caso de achacársele un crimen acaecido en nuestra época de estudiantes de
último curso de Filosofía y Letras en la Complutense, algo no tan improbable
teniendo en cuenta que por entonces despareció Rosarito, una compañera de la
que nunca más se supo, y que por entonces tenía con él unas relaciones algo más
que superficiales. Historias. Ginés se mostró muy simpático en los primeros
momentos, haciéndome creer que verdaderamente le hacía ilusión verme después de
tanto tiempo, considerando que por entonces, según sorprendentemente me contó
casi a modo de bienvenida, ambos manteníamos opiniones divergentes sobre la
influencia de Sartre y Camus en la cultura francesa. Él era decididamente
comunista y prosoviético, mientras que yo era más crítico con esa postura, y
abogaba por la consideración individualista del ser humano, en el que para
estar de acuerdo con el infortunado magrebí, pensaba que el problema consistía
en si uno debía o no volarse la tapa de los sesos, dada la fatalidad que a
todos nos aguarda por buenas notas que hayamos sacado en nuestras vidas, o por
buen comportamiento que hayamos observado durante las mismas. En cualquier caso
habíamos mantenido entonces charlas y discusiones muy animadas al respecto,
hasta el momento en que yo me decanté por el arte pop y Andy Warhol, y me
desentendí de la filosofía y la literatura. No me extenderé, sin embargo, por
otra diferencia que ya entonces se hizo evidente, y era su tendencia a consumir
vodka y vino tinto de todas las categorías, del gran reserva al peleón, y mi
dedicación exclusiva a los cócteles y el wiskhy, algo que dado los antecedentes
iba “de soi”. Pronto, sin embargo, y para entrar en materia, o al menos yo lo
supuse así en aquellos momentos, me empezó a contar su vida aquellos años en
los que habíamos pasado sin tener noticias el uno del otro. Al parecer la suya
hasta el momento era lo más parecido a un drama, pues después de casarse al
poco de terminar los estudios, su mujer tuvo pronto que ser operada, y en
última instancia, para salvarla, hubo que practicarle un ano artificial a la
altura de la cadera, pero que aún así, le hizo padre poco después de dos
mellizas, una que pronto atrapó una poliomielitis aguda y sufría en la
actualidad una cojera que la mantenía en casa sin posibilidad de trabajar, a
pesar de ser doctora en Ciencias Físicas, y la otra que falleció poco después
de unas fiebres tifoideas. Yo intenté contarle la mía, un poco por contrarrestar
tal alud de desgracias, pero apenas pude balbucear algo más que mi modesta
operación de hernia discal, que como podía ver, me tenía un tanto jiboso a
pesar del tiempo transcurrido. Lo que me sorprendió de su actitud, según me iba
contando sus dificultades, es que parecía hacerlo con cierto entusiasmo, como
si más que sufrir unas desgracias terribles, tales hechos le sirvieran de
estímulo para vivir con más ganas. Fue por entonces cuando empecé a apreciar
que la mirada de Ginés se desviaba de la mía, y se dirigía a algún punto sin
concretar a uno de los lados de mi cabeza, dando la impresión de tal manera que
no tenía totalmente claro donde me encontraba yo realmente. Tal hecho, que en
principio atribuí a cierto pudor de su parte al haberme bombardeado con todas
sus penalidades, como si fuera una forma de disculparse por ello, al cabo de un
cuarto de hora me desconcertó totalmente, pues tenía la impresión de que, a
pesar del relato torrencial de todos los acaecimientos de su vida, yo no estaba
allí, y verdaderamente se dirigía a otra persona a mi lado o a una audiencia
invisible, lo que al cabo del rato, empezó a molestarme sobremanera. Tratando
de paliar esta sensación tan desagradable, comencé a mover mi silla para ocupar
el espacio donde él parecía mirar, algo que sin embargo no llegué a conseguir a
pesar de haberla desplazado casi medio metro a lo largo de la mesa, pues
enseguida Ginés dirigió su mirada hacia el otro lado de mi cabeza. La situación
comenzó a hacerse tensa, pues en esos momentos me asaltó la duda de si me
estaría tomando el pelo, o se trataba de algún tipo de dolencia que no se atrevía
a confesar. Me disculpé un momento, y bajé a los Servicios para evaluar la
situación, donde estuve cavilando sobre lo que sucedía, tratando de hacerme una
idea general, pues lo que había comenzado con visos de normalidad, se estaba
convirtiendo en una especie de vodevil. Decidí que lo más aconsejable sería el
tomar una medida drástica, que hiciera que Ginés tuviera que reaccionar de una
forma evidente que pusiera las cosas en claro. Me reintegré pues a la mesa,
pero con la variante añadida de sentarme a su lado en un ángulo inferior a los
noventa grados, de tal manera que para hablarme tuviera que girar la cabeza (algo
que yo, en lo que me concernía, ya tenía asumido) en la proporción adecuada
para no dirigirse al vacío. Su reacción fue desplazar su silla justo enfrente
de mí sin ningún comentario, para, de inmediato, seguir actuando de la misma
manera, es decir, mirando a unos centímetros al lado de mi cabeza. La
situación, pues, se estaba volviendo bastante insoportable, y para
tranquilizarme llegué a pensar que quizás Ginés, al igual que el resto de su
familia, estaba aquejado por algún tipo de enfermedad, en este caso una rara
afección ocular, algo que sin embargo no me tranquilizó, pues incluso habiendo
leído las sorprendentes historias que cuenta en sus libros el doctor Oliver
Sacks de quien yo era un ferviente lector, la situación no era fácil de
soportar. En esos momentos ya solo me quedaba una solución drástica, de la que
Ginés no podría zafarse, y era sentarme a su lado, como si fuéramos una pareja
de novios, maduros, eso sí, pero dispuesta a iniciar los arrumacos de los
primeros tiempos del galanteo. Me costó, pero lo acabé haciendo como la única
forma de romper aquel absurdo, ya que aunque a él le ocurriera alguna de las
desgracias que le estaba suponiendo, no llegaba a entender porqué no me hacía
partícipe de la misma. Me senté pues a su lado, y en principio tampoco pareció
sorprenderse, continuando nuestra charla durante unos minutos como si nada. Yo
ya estaba dispuesto a aceptar que lo que le pasaba a aquel tipo tenía más que
ver con la cabeza que con la vista, pero lo que sucedió a continuación me hizo
ver bien a las claras lo equivocado que estaba (o quizás, no). De repente,
cuando me disponía a soportar estoicamente lo que me quedaba hasta la
despedida, me miró fijamente a los ojos por primera vez, y me dijo “no te
agites, cariño”, para a continuación, levantarse de un salto y salir pitando en
dirección a la puerta. Me sentí perplejo y vejado, y tuve el impulso inmediato
de seguirle y partirle la cara, pero de inmediato recordé que aquel desgraciado,
además de un caradura, era campeón universitario de los cien metros lisos.
Afortunadamente, el almuerzo, a pesar de sus vodkas, no me salió demasiado caro.
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