lunes, 22 de abril de 2013

OLIGOS CINCO


Heriberto García Piñeira era un hombre que a pesar de heredar un olivar en Jaén, tuvo que ganarse la vida como buenamente pudo, pues sus padres fueron muy longevos y apenas le ayudaron estando en vida. Sin duda esa fue la razón por la que después de hacer el Servicio Militar en la Marina, solicitó el reenganche y continuó en activo hasta que la herencia se materializó, momento en que pidió la baja y se dedicó a labores no del todo claras, entre las que el contrabando y el trapicheo en los muelles no son descartables. Fue entonces cuando conoció a Rosa una cantante de la Sala de Fiestas Pay- Pay, de la que se enamoriscó ciegamente, hasta el punto de que después de una temporada tormentosa en la que abundó el alcohol y las pendencias con los marineros que abarrotaban el local, acabó naciendo Iván, fruto de los devaneos de su padre en una temporada que este recuerda con una mezcla de nostalgia y miedo, pues en varias ocasiones estuvo a punto de que le rebanaran el pescuezo. Rosa era una mujer de buen ver a la que se disputaban todas las tripulaciones, algo que sin duda está en el origen de la tragedia de Iván, pues poco después de venir al mundo desapareció y nunca más se supo de ella. Posiblemente cruzó el charco en alguno de los barcos que por entonces hacían escala allí, o acabó asentándose en una ciudad del norte de Europa. Heriberto la buscó durante unos meses en Ámsterdam, Hamburgo y otros puertos de menor entidad, pero finalmente desistió pensando que una mujer así, por mucho que le gustara, no merecía la pena, y además, por aquellas latitudes hacía demasiado frío. Encontrarse con un niño de pecho a su cargo le desbordó, y desde los primeros tiempos que se vio en tal situación, buscó con ahínco una mujer que quisiera hacerse cargo del crío, pero todo resultó inútil, pues incluso las que parecían más maternales acababan echándose atrás. Es posiblemente por esa dedicación que su padre tuvo que poner en él desde muy niño, por lo que Iván conserva una imagen muy tierna de él en la edad adulta, aunque como ya quedó dicho, su presencia continuada le acabara pasando factura. Una forma de restituirle su entrega cuando le veía alicaído, era llevársele a cenar a la Venta de Vargas en su ciudad natal, donde trataba de levantarle la moral a base de palmas, soleás, fandangos y seguiriyas, para acabar con un fado, pues sabía que en el fondo su padre seguía enamorado de la mujer que puso tierra (o mar, por en medio), su propia madre, al parecer vasca de nacimiento, pero conocida por todas las tripulaciones que hacían el sur de Europa como “la portuguesa”.

viernes, 19 de abril de 2013

OLIGOS CUATRO


Hay tardes, sin embargo, en las que Iván cree sentir en sí un amago de pternofilia (alergia a las plumas), y después de dar de merendar con cierta precipitación a los pájaros, se refugia en una de las librerías de la zona, en la que es conocido de muchos años atrás por sus hábitos, que sigue a pies juntillas, como si se tratara de una secuencia inamovible. De entrada, da las buenas tardes y permanece unos instantes en el umbral de la puerta hasta que tiene la certeza de haber sido visto y su saludo contestado con cualquiera de las fórmulas de rigor, aunque agradece que los empleados sean algo menos escuetos que él mismo, y se adornen con algún giro lisonjero que le disponga a efectuar alguna compra. A continuación pasa revista rápidamente a las novedades, que por otro lado no son tan frecuentes, teniendo en cuenta que las reciben dos veces al mes por problemas con la distribuidora. Una vez que ha comprobado que nada le interesa (otra cosa sería sorprendente), pide la escalera de mano para acceder a las estanterías superiores, donde desde hace años se amontonan los libros que supuestamente le interesan. Se trata de libros de filosofía, sobre todo francesa, de quienes siempre destaca a Sartre y a Descartes. Sobre este último no cesa de repetir, una vez en las alturas, que no solo era un matemático eminente, sino el  primer filósofo en definir al ser humano integrado por dos entidades, la física-o res extensa- y la espiritual o mental –o res cogitans-. El propietario de la librería suele estar al quite, y desde abajo hace un gesto de asentimiento que no por conocido, Iván deja de agradecer. En otras ocasiones, trata de sorprender a los profesionales del lugar y les interroga sobre aspectos menos conocidos del mundo intelectual francés, como el movimiento situacionista, Merleau-Ponty y el estructuralismo del antropólogo Levi-Straus, que no tiene nada que ver con los anteriores, pero que supone les impresiona. A punto ya de irse, normalmente con las manos vacías, suele hacer un pequeño excurso sobre “El principito”, “un librito insignificante y bastante ñoño del que se han vendido millones de ejemplares”, suele decir con aire escéptico, cuando lo cierto era que lo verdaderamente valioso de su autor –Saint Exupery- era su peripecia vital como piloto en una línea de correo aéreo en Argentina, narrada en “Vuelo de noche”. Normalmente este solía ser el último argumento esgrimido en el interior de la librería, tras lo cual, se procedía a su cierre. En ciertas ocasiones, concretamente los días en que después de las palomas se metía en un bar contiguo y se tonificaba con no menos de dos pacharanes, no quería salir del local, y solía extenderse con consideraciones sobre la reconstrucción de Derrida y una apología cerrada de “En busca del tiempo perdido”, lo mejor que se ha escrito nunca “si no consideramos La Regenta de Clarín”, decía. Cuando finalmente los empleados lograban que saliera (levantando por cierto la reja que ya habían echado), a Iván solo le quedaba el consuelo de volver a casa y contemplar con asombro los iconos que había ido coleccionando a lo largo de su existencia, que en tales circunstancias solían recordarle a la Virgen de Montserrat, La Moreneta.

OLIGOS TRES


Iván el Oligo se apellida García de Munárriz, es decir, realmente se llama Iván García de Munárriz, algo que además de su padre poca gente sabe, puesto que desde que era muy niño se le conoce por el apodo (más bien, mote). En cuanto a la procedencia del mismo hay disparidad de opiniones, aunque es mayoritaria la que lo relaciona con su forma de hablar (un tanto sorprendente) cuando era un crío, aunque él prefiera achacárselo a la posesión por su padre de varios miles de olivos en la serranía de Jaén, que como se sabe, producen aceitunas con las que se fabrica el aceite, rico en oligoelementos. De todas maneras, justo es aquí reconocer que cada cual se consuela como puede. En todo caso, Iván prefiere relacionarlo con el producto de la almazara, trufado en algún sentido de cierto aliento poético, y además fundamental en la dieta mediterránea, de tan buena fama en los tiempos que corren. Hijo de madre desconocida, pero, en todo caso, según el apellido, originaria del País Vasco, Iván siempre echó en su vida en falta una presencia femenina, pues aunque su padre era una bellísima persona, es de la opinión de que su carácter se ha visto en exceso influenciado por la presencia continuada del género masculino, siendo esta una de las razones probables por las que de manera posiblemente inconsciente contrajo matrimonio muy joven. La personalidad de su progenitor ha gravitado en exceso en su vida, siendo los testimonios principales de la misma su afición a la pesca (“en busca del róbalo perdido”, se podría decir) y la presencia en su domicilio de decenas de iconos rusos (sin duda, imitaciones), colgados por las paredes de forma indiscriminada y atosigante, que Carmen acepta por el cariño que le tiene, ya que esta resignación no se comprendería sin una veta de amor materno. Las tardes de Iván en cualquier época del año, consisten en una siesta con todas las de la ley, es decir con pijama y en la cama, que dura alrededor de las dos horas, al cabo de las cuales sale a la calle y frecuenta con prioridad los parques arbolados del casco viejo de la ciudad, donde su principal ocupación es dar de comer a las palomas, algo no siempre bien visto por los presentes en el lugar en esos momentos, dado que la conciencia ecologista de los ciudadanos las equipara en la actualidad a ratas con alas. No ceja Iván, sin embargo, en su empeño, con la convicción de estar contribuyendo a la supervivencia de la especie, siendo un defensor a ultranza del darwinismo sintético, y considerando la competencia en la zona de las gaviotas, aves, como se sabe, más aguerridas y con peor carácter, aunque prefieran una dieta a base de sardinas y gambas. Continuará.

jueves, 18 de abril de 2013

OLIGOS DOS


Contra todo pronóstico, Iván se casó muy joven, aunque a estas alturas ni él mismo tiene claro porqué lo hizo, si llevado por un estro irrefrenable de las post adolescencia, o simple y llanamente para disimular su condición de inveterado solitario. Su esposa es una mujer guapa, morena, con un pelo largo, negro azabache, envidia de no pocas cantaoras y flamencas del lugar, y admiradora ciega de su propio marido, con el que sin embargo apenas se ve, a no ser a las horas de recogida en el domicilio común, pues ambos llevan una vida independiente que según propia confesión, es lo que les mantiene unidos. No obstante, en algunas ocasiones, sobre todo con buen tiempo, se les ve juntos por las balconadas del paseo sobre la bahía, donde, de la mano, contemplan ensimismados las puestas de sol sobre el mar y sueñan con América, hacia la que alguna ocasión pensaron partir, aunque finalmente se mantuvieron fieles a su propia tierra. En esos momentos hay quienes se sorprenden de verlos tan arrobados a su edad, y les piden dejar fotografiarles, pues piensan tenerlos cerca para darles ánimos en los momentos de duda de sus propios matrimonios. En tales ocasiones, Iván, se toca con un gorrito marinero con visera, y a petición de su mujer recita algunos poemas del extinto y famosos poeta local, sobre todo “Marinero en tierra”, instantes en los que Carmen no puede evitar suspirar profundamente. Algunos, sin embargo, piensan que esta actitud de la pareja no es sino una “mise en scène” para los turistas, que en temporada alta se hartan de hacerles fotografías. Iván en esos momentos suele evocar tiempos pasados, en los que frecuentaba el lugar con su padre para pescar róbalos en las inmediaciones de la Caleta, peces de difícil captura allí, pero en los que su progenitor tenía una fe ciega, ya que pensaba que acabarían acudiendo al reclamo de su deseo. Peculiaridades de su idiosincrasia que nunca confesó a su hijo, pensando que con su admiración por las dinastías rusas ya tenía suficiente, y no era cuestión de desnortarle definitivamente. Iván el Oligo tenía, por cierto, otra afición, que él en su fuero interno por razones que nos son ajenas, consideraba más bien un vicio, y era el cine de autor, o como antiguamente se decía de “arte y ensayo”. Para ello asistía devotamente con frecuencia un local ínfimo en las cercanías de Puerta de Tierra, donde se juntaba con algunos intelectuales de ciudad y con otra fauna de difícil definición, aunque corrientemente se les señala como maricas. Son personas con una sensibilidad especial, capaces de captar lo que los estrictamente reproductores no pueden por falta de interés y tiempo, que dedican a labores de otra índole, siendo vistos con frecuencia en las barras de los bares próximos al puerto, o en las zonas donde las casas de citas no son una excepción. Lo que en ocasiones preocupa a este hombre es tener la impresión de que efectivamente “era”, pero de la misma manera “podría no haber sido”, idea que cuando inopinadamente le sorprendía, le hacía dar largos paseos por el Paseo Marítimo mirando al horizonte y pensando en la disolución de la materia. En esos momentos, para salir de tan desazonante situación, se imaginaba a si mismo como el personaje de una obra teatral todavía sin estrenar, lo que le permitía volver a la realidad fácilmente, y terminar pidiendo unas gambas y un vino fino en un garito de mala muerte en las inmediaciones de Cortadura. Continuará 

OLIGOS


Iván el Oligo es natural del sur de España, de una localidad que no es preciso mencionar. Baste decir que se encuentra a menos de doce kilómetros de Cádiz y que para llegar a ella no hace falta pasar el puente de Carranza. A buenos entendedores, etc. Se llama de esa manera porque su padre era admirador de la Rusia Imperial, y concretamente de las múltiples dinastías de los zares, de las que, en su opinión, Iván el Terrible era el paradigma. Su nombre es pues un homenaje a la Rusia blanca. Independientemente de este detalle, Iván es una persona con estudios superiores cursados en una universidad de la provincia, que no será difícil de adivinar teniendo en cuenta que solo la capital de la misma cuenta con ella. No obstante, una vez licenciado, decidió que a él lo que le gustaba en exclusiva era el fútbol y el coleccionismo indeterminado de objetos no superiores a un puño cerrado, por lo que su casa no es un lugar   recomendable para visitar, pues sin llegar al síndrome de Diógenes, Iván apunta maneras. Respecto al fútbol, es socio de todos los equipos de primera división, y se ve sometido por lo tanto a ajetreos continuos para asistir a sus múltiples encuentros, que siempre le tendrán como un espectador entusiasta. Sufre frecuentes ataques de ansiedad llevado por las antinomias que se ve precisado a soportar, al ser en general un entusiasta de ambos equipos, por lo que en más de una ocasión, de hecho en muchas, es retirado de las gradas en camilla. No trabaja pero es rico, como podrá colegirse de lo dicho anteriormente, por lo que su tiempo lo dedica a pasear por las playas de la zona, tanto en invierno como en verano, donde recoge moluscos de las dimensiones mencionadas con anterioridad. Cuando no lo hace, se suele recoger en rincones apartados, y procede a la masturbación compulsiva, que de tan frecuente le ha llevado a padecer epicondilitis (codo de tenis) con frecuencia. A pesar de su recato,  no será la primera vez que se le ve en la vía pública con una mano en el bolsillo, sin duda procediendo a su afición favorita, mientras con la otra hace grandes aspavientos tratando de disimular. Su padre “el zar” le reprende con frecuencia, y le dice que es la vergüenza de la familia, pero Iván hace oídos sordos y sigue procediendo. Es muy conocido, como es natural, entre el vecindario que le aprecia a pesar de sus sorprendentes aficiones y cualidades, entre las que también destaca como hombre orquesta, interpretando ciertas tardes en las cafeterías de cierto nivel piezas clásicas, entre las que destaca la “Caballería Ligera” y “En un mercado persa”. Como suele ser habitual en este tipo de intérpretes, emplea la voz a la que dota de diversos tonos para los instrumentos de cuerda o viento, y los nudillos de sus dedos, con los que sustituye con ventaja a la percusión de tambores y timbales. Continuará

lunes, 15 de abril de 2013

SUGERENCIAS


Debían verse todos los fines de semana, aunque no cabía descartar la posibilidad de que  se vieran todos los días, e incluso que viviesen juntos. Si me inclino por lo primero, es porque cada vez que podía observarlos, tenía la impresión de que acababan de encontrarse. Se miraban intensamente a los ojos, y el mundo que les rodeaba no parecía interesarles en absoluto, absorbidos como estaban por ellos mismos. Lo que más me sorprendía era el entusiasmo que parecía derivarse de su mutua atención, como si aún estuvieran en esa fase en la que cada cual trata de no perder detalle de lo que el otro le sugiere. Se solían tomar una cerveza en la barra, pero incluso su lenguaje corporal corroboraba lo que acabo de decir, pues los dos se sentaban de costado sobre los taburetes, dando la impresión que la bebida era solo una coartada, porque la mayoría de las veces se iban sin haberla probado. Algo debían ver el uno en el otro para mantener asiduamente esa atención mutua, de la que se desprendía que todo lo demás era superfluo. Se miraban y podría decirse que casi ni parpadeaban, como si esa mínima fracción de segundo pudiera robarles un tiempo precioso, que por nada del mundo estaban dispuestos a malgastar. Había observado también que no solo se trataba de una relación en la que la mirada y las palabras eran primordiales, pues no se me había escapado que durante todo el rato jugaban con sus pies y se daban pequeños toques con los zapatos bajo los asientos, como si de esa manera quisieran corroborar que lo que estaba sucediendo era auténtico, y que ellos mismos eran de verdad dos seres reales. Me sorprendía, sin embargo, que estando tan cerca nunca se tocaran, no habría nada más natural en esas circunstancias que llegaran a entrelazar sus manos, o que no pudieran reprimir una caricia por muy discreta que fuera. Quizás se me escapaba algo, y una relación que me parecía la de dos personas profundamente enamoradas, escondía otras características que la hacían menos diáfana de lo que aparentaba, algo oculto que les hacía guardar cierta distancia. Claro que todo esto no dejaban de ser imaginaciones mías llevado por una vida bastante banal y sin sentido, que me hacía llenar el tiempo de las maneras menos habituales. No obstante, tampoco es cuestión que por esta minucia, me ponga a enjuiciarme a mí mismo, pues sin duda hay otras personas que amueblan su vida aún con mayores trivialidades. Me sumergí pues en aquella observación un tanto obsesiva con plena conciencia. Después de todo, era una manera, más o menos elaborada, de habitar el mundo, y quien sabe si en su día mi dedicación podía llegar a favorecerles cuando su amor flaquease. No es fácil mantener esa atención constante sobre el ser al que queremos, pues en mi opinión, ese exceso puede acabar fatigándonos, no solo porque uno puede llegar a percibir en el otro detalles insignificantes pero inconvenientes, desde un aspecto físico que hasta entonces nos había pasado desapercibido, hasta alguna cualidad intelectual que el trato demasiado intenso hace que lleguemos a poner en duda. Una vez que estas intuiciones arraigaron en mí, esperé su llegada los fines de semana con auténtica emoción, pues tenía la sensación de estar realizando un verdadero trabajo de campo, que quien sabe si en su día podía ser de mucha ayuda para los psicólogos e incluso antropólogos dedicados al estudio de las relaciones amorosas (aunque suene pedante, no podía evitar en aquellos instantes recordar a Margaret Mead y sus aborígenes de las islas Tobriand). Fui desde esos momentos mucho más exigente e incluso puntilloso, aún a riesgo de ser sorprendido entremetiéndome en un asunto que después de todo no era de mi incumbencia, pero me sentía incapaz de zafarme de aquel impulso, que yo aceptaba de buena gana desde el momento que formaba parte de mis emociones, que bajo ningún concepto quería reprimir. Convencido pues de que mi actitud podría de alguna forma contribuir al esclarecimiento de la relación en profundidad de aquella pareja, me tomé su observación como un verdadero estudio, tomando notas en un bloc al efecto de cuantos detalles podían llegar a parecerme significativos. Lo cierto, sin embargo, es que durante bastante tiempo apenas pude añadir unas líneas deslavazadas a lo dicho más arriba, porque todo parecía transcurrir según un guión perfectamente establecido, haciéndome en un momento dado sospechar si no solo su actitud de un día a otro era semejante, sino si incluso sus palabras eran las mismas, como las de dos marionetas programadas e incapaces de aportar algo nuevo por su parte. Al poco tiempo, para ser más precisos a poco de llegar la primavera, tuve la sensación de que ella sufría, pues aunque como era normal, sonreía, unas profundas ojeras bajo sus párpados parecían sugerir un dolor no confesado. Él por su parte, manteniendo una actitud prácticamente igual a la de otros días, fruncía los labios, algo que enseguida atribuí a cierto malestar, aunque no pude precisar a qué se debía, era un cambio sutil, apenas perceptible, pero significativo en quien hasta entonces había mantenido un gesto inmutable, que ahora se trocaba en algo muy distinto. Según el tiempo transcurría tuve claro que allí pasaba algo que los propios implicados trataban de ocultar, algo que ya no pudo mantenerse en secreto durante más tiempo, el día en que ella apareció con un esparadrapo en una mejilla y el gesto contraído de una lucha interior pugnando por manifestarse. En cuanto a él, seguía conservando la entereza, pero no podía ocultar una desazón evidente, pues por esas fechas ya ni siquiera se sentaba, sino que permanecía de pie junto a ella, manteniendo una actitud un tanto displicente, que trataba de contrarrestar esporádicamente con una sonrisa, que alguien bien informado, percibiría más bien como mueca. Verdaderamente empecé a sentirme afectado, y a suponer que la situación era más grave de los que sus intérpretes dejaban traslucir, por lo que en varias ocasiones estuve a punto de intervenir y recomendarles una terapia de pareja, diciéndoles que estaba al corriente de todo desde el principio, y que era posible que con su colaboración, volvieran a un estado similar al de los primeros tiempos, en los que, si debía confesarles la verdad, había llegado a sentir envidia de ellos. No lo hice, porque siendo una persona prudente, pensé que el remedio podía ser peor que la enfermedad, y en todo caso más valía dejar las cosas como estaban, pues ya el tiempo se encargaría de cicatrizar las heridas que empezaban a hacerse evidentes. La sorpresa llegó cuando durante cierto tiempo la pareja dejó de venir, algo que, por otro lado, una vez pasada la primera impresión, debo confesar que no me sorprendió demasiado, pues como ya he dicho, su relación debía estar pasando momentos borrascosos. Al poco tiempo volvió a aparecer ella, esta vez, para mi asombro, acompañada de un tipo achulado y de gestos desabridos, al que ella miraba con un arrobo parecido, aunque sin duda con un matiz diferente, pues en mi opinión, su admiración parecía teñida de temor. Terminaba así una relación venida a menos, posiblemente porque ambos habían puesto en ella un exceso de expectativas. La situación en esos momentos me producía cierta turbación, pues verla a ella implicada con otra persona en términos parecidos a los de su anterior relación, me dejaba un mal sabor de boca, no solo por la supuesta traición que suponía, sino porque significaba la caída de un idealismo que yo no dejaba de valorar. Poco después apareció por allí su pareja anterior con otra persona. Se trataba de una mujer joven y desenvuelta que daba la impresión de estar muy segura de sí misma, y que por su actitud esperaba que quienes la rodeaban se dieran enseguida cuenta de que era alguien que merecía la pena. Nada que ver con la primera, pues si se puede decir algo definitivo de ella, era que parecía estar continuamente reclamando la atención de los presentes. Él, como es natural, mantenía una actitud muy diferente, y la miraba con una admiración un tanto bobalicona, que no auguraba un futuro demasiado dichoso, pues no sería de extrañar que ella acabase encaprichándose de alguien con más carácter. Y así terminó mi trabajo de campo, pues a las pocas semanas ambas parejas dejaron de venir al lugar que de alguna manera había obrado el milagro de transmutar una relación tradicional y fervorosa, en otras cuyo desarrollo no estaba para nada claro, aunque en mi fuero interno, quizás para paliar la decepción, llegué a suponer que en algún momento se encontrarían de nuevo y volverían a sentir el entusiasmo de los primeros tiempos.  

 

 

 

miércoles, 3 de abril de 2013

GINÉS


El lugar era agradable, qué duda cabe, y tal cosa hizo que desde el principio se creara entre nosotros el clima apropiado para el reencuentro. No nos veíamos desde varios años atrás, ya ni me acuerdo cuantos, pero antes de continuar debo decir antes que Ginés era un tipo especial, para que voy a andarme con subterfugios, y cuando me llamó hace poco para vernos aprovechando su estancia aquí, estuve a punto de buscar una disculpa, pues con él nunca tuve las cosas demasiado claras. Recibí su llamada desde un teléfono no identificado, y aunque tal cosa me sorprendió en un principio, supuse sin darle más vueltas que lo hacía desde una cabina o cualquier local de copas de los que él solía frecuentar entonces, sobre todo teniendo en cuenta que era poco menos de medianoche. Una vez repuesto de la impresión que me causó su irrupción en mi vida mucho después de haber dejado de tener noticias suyas, me alegré de contactar de nuevo con un compañero de carrera perdido hacía mil años. Quedamos, como suele ser habitual en estas ocasiones, en un restaurante de medio pelo, que no nos supusiera un dispendio a ninguno de los dos, teniendo en cuenta que después del tiempo transcurrido ni siquiera teníamos claro que llegásemos a reconocernos. No fue, sin embargo, así, y el día acordado, no tuvimos ningún problema para saludarnos en la Ballena Azul, un local tipo snack apto para todos los bolsillos, pero sobre todo para aquellos que, tal como parecía ser nuestro caso, no estaban muy sobrados de recursos. La verdad es que Ginés no había cambiado mucho, y la policía, valga este excurso, lo habría reconocido sin demasiadas dificultades caso de achacársele un crimen acaecido en nuestra época de estudiantes de último curso de Filosofía y Letras en la Complutense, algo no tan improbable teniendo en cuenta que por entonces despareció Rosarito, una compañera de la que nunca más se supo, y que por entonces tenía con él unas relaciones algo más que superficiales. Historias. Ginés se mostró muy simpático en los primeros momentos, haciéndome creer que verdaderamente le hacía ilusión verme después de tanto tiempo, considerando que por entonces, según sorprendentemente me contó casi a modo de bienvenida, ambos manteníamos opiniones divergentes sobre la influencia de Sartre y Camus en la cultura francesa. Él era decididamente comunista y prosoviético, mientras que yo era más crítico con esa postura, y abogaba por la consideración individualista del ser humano, en el que para estar de acuerdo con el infortunado magrebí, pensaba que el problema consistía en si uno debía o no volarse la tapa de los sesos, dada la fatalidad que a todos nos aguarda por buenas notas que hayamos sacado en nuestras vidas, o por buen comportamiento que hayamos observado durante las mismas. En cualquier caso habíamos mantenido entonces charlas y discusiones muy animadas al respecto, hasta el momento en que yo me decanté por el arte pop y Andy Warhol, y me desentendí de la filosofía y la literatura. No me extenderé, sin embargo, por otra diferencia que ya entonces se hizo evidente, y era su tendencia a consumir vodka y vino tinto de todas las categorías, del gran reserva al peleón, y mi dedicación exclusiva a los cócteles y el wiskhy, algo que dado los antecedentes iba “de soi”. Pronto, sin embargo, y para entrar en materia, o al menos yo lo supuse así en aquellos momentos, me empezó a contar su vida aquellos años en los que habíamos pasado sin tener noticias el uno del otro. Al parecer la suya hasta el momento era lo más parecido a un drama, pues después de casarse al poco de terminar los estudios, su mujer tuvo pronto que ser operada, y en última instancia, para salvarla, hubo que practicarle un ano artificial a la altura de la cadera, pero que aún así, le hizo padre poco después de dos mellizas, una que pronto atrapó una poliomielitis aguda y sufría en la actualidad una cojera que la mantenía en casa sin posibilidad de trabajar, a pesar de ser doctora en Ciencias Físicas, y la otra que falleció poco después de unas fiebres tifoideas. Yo intenté contarle la mía, un poco por contrarrestar tal alud de desgracias, pero apenas pude balbucear algo más que mi modesta operación de hernia discal, que como podía ver, me tenía un tanto jiboso a pesar del tiempo transcurrido. Lo que me sorprendió de su actitud, según me iba contando sus dificultades, es que parecía hacerlo con cierto entusiasmo, como si más que sufrir unas desgracias terribles, tales hechos le sirvieran de estímulo para vivir con más ganas. Fue por entonces cuando empecé a apreciar que la mirada de Ginés se desviaba de la mía, y se dirigía a algún punto sin concretar a uno de los lados de mi cabeza, dando la impresión de tal manera que no tenía totalmente claro donde me encontraba yo realmente. Tal hecho, que en principio atribuí a cierto pudor de su parte al haberme bombardeado con todas sus penalidades, como si fuera una forma de disculparse por ello, al cabo de un cuarto de hora me desconcertó totalmente, pues tenía la impresión de que, a pesar del relato torrencial de todos los acaecimientos de su vida, yo no estaba allí, y verdaderamente se dirigía a otra persona a mi lado o a una audiencia invisible, lo que al cabo del rato, empezó a molestarme sobremanera. Tratando de paliar esta sensación tan desagradable, comencé a mover mi silla para ocupar el espacio donde él parecía mirar, algo que sin embargo no llegué a conseguir a pesar de haberla desplazado casi medio metro a lo largo de la mesa, pues enseguida Ginés dirigió su mirada hacia el otro lado de mi cabeza. La situación comenzó a hacerse tensa, pues en esos momentos me asaltó la duda de si me estaría tomando el pelo, o se trataba de algún tipo de dolencia que no se atrevía a confesar. Me disculpé un momento, y bajé a los Servicios para evaluar la situación, donde estuve cavilando sobre lo que sucedía, tratando de hacerme una idea general, pues lo que había comenzado con visos de normalidad, se estaba convirtiendo en una especie de vodevil. Decidí que lo más aconsejable sería el tomar una medida drástica, que hiciera que Ginés tuviera que reaccionar de una forma evidente que pusiera las cosas en claro. Me reintegré pues a la mesa, pero con la variante añadida de sentarme a su lado en un ángulo inferior a los noventa grados, de tal manera que para hablarme tuviera que girar la cabeza (algo que yo, en lo que me concernía, ya tenía asumido) en la proporción adecuada para no dirigirse al vacío. Su reacción fue desplazar su silla justo enfrente de mí sin ningún comentario, para, de inmediato, seguir actuando de la misma manera, es decir, mirando a unos centímetros al lado de mi cabeza. La situación, pues, se estaba volviendo bastante insoportable, y para tranquilizarme llegué a pensar que quizás Ginés, al igual que el resto de su familia, estaba aquejado por algún tipo de enfermedad, en este caso una rara afección ocular, algo que sin embargo no me tranquilizó, pues incluso habiendo leído las sorprendentes historias que cuenta en sus libros el doctor Oliver Sacks de quien yo era un ferviente lector, la situación no era fácil de soportar. En esos momentos ya solo me quedaba una solución drástica, de la que Ginés no podría zafarse, y era sentarme a su lado, como si fuéramos una pareja de novios, maduros, eso sí, pero dispuesta a iniciar los arrumacos de los primeros tiempos del galanteo. Me costó, pero lo acabé haciendo como la única forma de romper aquel absurdo, ya que aunque a él le ocurriera alguna de las desgracias que le estaba suponiendo, no llegaba a entender porqué no me hacía partícipe de la misma. Me senté pues a su lado, y en principio tampoco pareció sorprenderse, continuando nuestra charla durante unos minutos como si nada. Yo ya estaba dispuesto a aceptar que lo que le pasaba a aquel tipo tenía más que ver con la cabeza que con la vista, pero lo que sucedió a continuación me hizo ver bien a las claras lo equivocado que estaba (o quizás, no). De repente, cuando me disponía a soportar estoicamente lo que me quedaba hasta la despedida, me miró fijamente a los ojos por primera vez, y me dijo “no te agites, cariño”, para a continuación, levantarse de un salto y salir pitando en dirección a la puerta. Me sentí perplejo y vejado, y tuve el impulso inmediato de seguirle y partirle la cara, pero de inmediato recordé que aquel desgraciado, además de un caradura, era campeón universitario de los cien metros lisos. Afortunadamente, el almuerzo, a pesar de sus vodkas, no me salió demasiado caro.