Estoy muy interesado por
el problema de la empatía, esa cualidad, casi virtud, consistente en la
capacidad de ponerse en el lugar del otro. Creo que si verdaderamente
fuéramos capaces de ello, la inmensa mayoría de los problemas que nos asaltan
desaparecerían con relativa facilidad. E incluso con una facilidad absoluta,
casi mágicamente. Porque si lo aceptamos de verdad, si aceptamos que solo somos
nosotros mismos accidentalmente, de tal forma que muy pudiéramos ser ese otro
que nos preocupa cuando nos cuenta sus dificultades (o sus alegrías, ojo),
habríamos avanzado mucho. Un suponer, imaginemos que en plena noche me
despierto aquejado de un fuerte dolor de cabeza y aunque enseguida me tomo una aspirina,
al cabo de un rato me doy cuenta de que nada, de que el dolor sigue ahí. Y
claro, la cosa se complica cuando poco después al echarme agua por la cara e
incluso en la cabeza, no hay cambios. El dolor sigue ahí como si tuviera la
cabeza aprisionada por una prensa (por decir la primera cosa que se me ocurre).
Sin embargo, qué alivio si al poco rato soy capaz de vencer el exceso de
prudencia que me contiene, y me atrevo a llamar por teléfono a unas horas tan
intempestivas a una amiga, que independientemente del susto que se lleva al
principio, me calma poco a poco haciéndome ver que tal hecho suele ser banal, y
que casi seguro es debido a una variación de la presión atmosférica (el tiempo
está cambiando), o al vasito de vino que indebidamente me tomé con la cena
pocas horas antes. Y además se dirige a mí con una voz muy agradable y una
tranquilidad que para nada transmite nerviosismo o prisa, que a esas horas
serían bastante naturales. Se ha tomado tan en serio mi dolor de cabeza que a
los pocos minutos ya me siento mucho mejor y completamente despejado, algo que
le agradezco profundamente. Me dice que se alegra de mi mejoría, y que los que
nos pasa en general con cualquier problema que tenemos, es que nos ponemos
nerviosos y tratamos de solucionarlo de inmediato sin ir a las raíces del mismo
o tomárnoslo más al aligera. Luego durante un buen rato casi me da una
conferencia sobre la etiología de las cefaleas y las migrañas, que según ella
en su origen suelen tener dos desencadenantes: vascular o nervioso. Y que la
solución consiste sobre todo en identificarlo. Sigue con los detalles de ambos
casos durante un buen rato, y yo, si digo la verdad, me doy cuenta de que
empiezo a dormirme. La oigo como si se
tratara de una radio lejana a la que por mucho que me esfuerce no puedo prestar
demasiada atención, hasta que finalmente me acuerdo del asunto de la empatía
y reacciono vigorosamente. Me digo que no puede ser dejar a tu buena amiga con
la palabra en la boca, y reacciono. Así que a las cinco de la mañana, casi una
hora después del acontecimiento, me pongo en su lugar y experimento su posible
decepción por no sentirse escuchada después de la impagable ayuda que me ha
prestado. Me vuelvo a levantar y de nuevo me echo agua por la cara y cabeza
para reaccionar y prestarle la atención
que se merece. Hasta que de repente ella sin ninguna transición me dice:
“Bueno, cariño, me alegro de que estés mejor. Me duermo. Buenas noches” Y
cuelga sin más preámbulos. Yo me siento totalmente despejada, como si estuviera
en la cima de una montaña, qué se yo, en el Tirol, o los Pirineos o las
cordillera Penibética. Vaya usted a saber, pero el hecho es el hecho Lo cierto
es que al cabo de unos minutos me doy cuenta de que padezco un insomnio de
campeonato, y tengo otra vez la tentación de llamar a mi amiga y contarle mi
nueva situación. Si verdaderamente fuera tan empática conmigo como
pareció serlo cuando lo del dolor de cabeza, no tendría que molestarse, aunque
al mismo tiempo soy consciente de que eso sería también un abuso de confianza
bastante evidente. Son ya las seis de la mañana y me siento incapaz de volverme
a dormir. Me he tomado un valium y medio y sigo despierto como un búho. Me voy
a repensar esto de la empatía, sobre todo lo de sus efectos secundarios,
como en los folletos de los medicamentos, esos que si verdaderamente queremos
tomárnoslos, lo mejor es no leerlos en absoluto. Por la ventana empieza a
entrar la luz del día. Está amaneciendo. Esto de la empatía va a
resultar más complicado de lo que yo suponía. Se lo tengo que decir a mi amiga,
a ver que opina. Bueno, visto lo visto, mejor me callo.
Claro que ahora que lo pienso, lo que
acabo de contar eran puras suposiciones y no tienen nada que ver con algo que
me haya sucedido realmente. O quizás sí. De noche todos los gatos son negros
y nunca se sabe.
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