Al poco de salir de casa
sentí el impulso irrefrenable de seguir a cualquier persona con la que me
cruzase, o a la que, al caminar más deprisa, diera alcance. Fue un rato
divertido, de eso no debe tenerse la menor duda, y que el antojo me causara
infinidad de insultos y las huellas evidentes de varios puñetazos en la cara,
no es motivo para menospreciar mi iniciativa. A partir de ese momento la
espontaneidad se ha convertido en el paradigma de mi comportamiento, y tantos
mis allegados como mis vecinos me felicitan por mi simpatía y capacidad de
improvisación, que aporta a sus vidas la alegría que la rutina les tenía hasta
entonces oculta.
Los soldados marchaban por
la calle en perfecta formación de orden cerrado. Al verlo, José Andrés, a pesar
de su carácter abierto y propenso a la dispersión y la anarquía, no pudo
reprimir que, debido a la emoción, un torrente de adrenalina se volcara en su
torrente sanguíneo al paso marcial de la tropa, para a continuación aplaudir
con entusiasmo y para, cuando ya doblaba una esquina alejándose, exclamar
enfebrecido ¡ejército al poder, ejército al poder!
No lo puedo soportar. Es
así de sencillo aunque no encuentre razones para ello, pero sucede. Me echo en
la cama, y no importa la hora que sea (aunque lógicamente con preferencia por
la noche cuando voy a dormir) y casi de inmediato siento la desagradable
sensación de que no puedo aguantar algo tan simple como cubrirme con las
sábanas, la manta, el edredón o la colcha. Necesito una libertad que la ropa de
cama me niega, y hace que me sienta constreñido por un peso terrible, como si
se tratara de una capa de hormigón. Necesito la libertad de mi cuerpo desnudo
sobre el colchón, con independencia de las temperaturas bajo cero y de que una
cellisca heladora se cuele por la ventana.
Algunas tardes, cuando el
tedio aprieta y siento un impulso poderoso de cortarme las venas o colgarme de
una viga ante la perspectiva de otro lunes sin sentido, me echo a la calle como
un loco (como el loco que sin duda soy), y me dedico a vagar por los
alrededores buscando una justificación para seguir con vida. Lo que sucede es
que a esas horas el ambiente es más bien tenebroso, y las lúgubres luminarias
de las farolas tampoco auguran nada bueno. En muchas ocasiones puedo
desembarazarme de tan terrible sensación metiéndome en una taberna de mala
muerte para ahogar mi angustia en alcohol. En otras, sin embargo, me ha salvado
in extremis degollar a algún chucho vagabundo, que no podía sospechar la que se
le venía encima. Cuando después ladrar y jadear durante unos instantes, logro
reducirle y que pase finalmente a mejor vida, me despido de él con el
reconocimiento y la ternura que todo bien nacido debe de tener con sus
benefactores. Y en último extremo, de quien, muy a pesar suyo, con toda seguridad
me ha salvado la vida.
Amo a esa mujer, pero el
destino ha querido que lo nuestro, o mejor dicho lo mío, no tenga ninguna
perspectiva de realizarse. Para mi desgracia está casada y parece feliz.
Incluso muy feliz, pues las tardes que coincido con ella y su marido en el bar
de copas de en frente, no hace más que reír y reír, lo que me hace pensar que
el tipo es muy gracioso, algo que sé que las mujeres aprecian sobremanera.
Busco en él detalles que me den alguna esperanza, pero me he enterado que además
de ser un hombre simpático, tienen mucho dinero, con lo que mis expectativas se
vienen abajo definitivamente. Sin embargo para mis adentros me digo que siempre
puede ocurrirle alguna desgracia de un día para otro, pues ya se sabe que en
esta vida nadie está a salvo de un accidente que haga que todo cambie de forma
radical. Sin ir más lejos, desde hace algunos días comienzo a alentar ciertas
esperanzas al darme cuenta de lo desmesurado de su barriga, un bombo
desagradable en el que no sería nada complicado hundir un cuchillo de buenas
dimensiones en cualquier momento de despiste. Por ejemplo, cuando salga solo a
fumar o baje a los Servicios. Ocasiones habrá, que duda cabe, para alguien que
está dispuesto a todo por conseguir el amor de esa mujer, a quien adoro. El
hecho de que ella parezca sentir un indudable apego por tal desmesura, que
acaricia con frecuencia desinhibidamente, será un aliciente añadido. Debo
permanecer atento y aprovechar la menor oportunidad. Las mujeres son volubles y
acabará apreciando mi gesto, y mi cuerpo enjuto no supondrá ningún
inconveniente para que le ofrezca la ternura que, ahora ya puedo anticiparlo,
ofreció en su día a su extinto marido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario