lunes, 15 de febrero de 2016

EXTINCIONES



Al poco de salir de casa sentí el impulso irrefrenable de seguir a cualquier persona con la que me cruzase, o a la que, al caminar más deprisa, diera alcance. Fue un rato divertido, de eso no debe tenerse la menor duda, y que el antojo me causara infinidad de insultos y las huellas evidentes de varios puñetazos en la cara, no es motivo para menospreciar mi iniciativa. A partir de ese momento la espontaneidad se ha convertido en el paradigma de mi comportamiento, y tantos mis allegados como mis vecinos me felicitan por mi simpatía y capacidad de improvisación, que aporta a sus vidas la alegría que la rutina les tenía hasta entonces oculta.

Los soldados marchaban por la calle en perfecta formación de orden cerrado. Al verlo, José Andrés, a pesar de su carácter abierto y propenso a la dispersión y la anarquía, no pudo reprimir que, debido a la emoción, un torrente de adrenalina se volcara en su torrente sanguíneo al paso marcial de la tropa, para a continuación aplaudir con entusiasmo y para, cuando ya doblaba una esquina alejándose, exclamar enfebrecido ¡ejército al poder, ejército al poder!

No lo puedo soportar. Es así de sencillo aunque no encuentre razones para ello, pero sucede. Me echo en la cama, y no importa la hora que sea (aunque lógicamente con preferencia por la noche cuando voy a dormir) y casi de inmediato siento la desagradable sensación de que no puedo aguantar algo tan simple como cubrirme con las sábanas, la manta, el edredón o la colcha. Necesito una libertad que la ropa de cama me niega, y hace que me sienta constreñido por un peso terrible, como si se tratara de una capa de hormigón. Necesito la libertad de mi cuerpo desnudo sobre el colchón, con independencia de las temperaturas bajo cero y de que una cellisca heladora se cuele por la ventana.

Algunas tardes, cuando el tedio aprieta y siento un impulso poderoso de cortarme las venas o colgarme de una viga ante la perspectiva de otro lunes sin sentido, me echo a la calle como un loco (como el loco que sin duda soy), y me dedico a vagar por los alrededores buscando una justificación para seguir con vida. Lo que sucede es que a esas horas el ambiente es más bien tenebroso, y las lúgubres luminarias de las farolas tampoco auguran nada bueno. En muchas ocasiones puedo desembarazarme de tan terrible sensación metiéndome en una taberna de mala muerte para ahogar mi angustia en alcohol. En otras, sin embargo, me ha salvado in extremis degollar a algún chucho vagabundo, que no podía sospechar la que se le venía encima. Cuando después ladrar y jadear durante unos instantes, logro reducirle y que pase finalmente a mejor vida, me despido de él con el reconocimiento y la ternura que todo bien nacido debe de tener con sus benefactores. Y en último extremo, de quien, muy a pesar suyo, con toda seguridad me ha salvado la vida.

Amo a esa mujer, pero el destino ha querido que lo nuestro, o mejor dicho lo mío, no tenga ninguna perspectiva de realizarse. Para mi desgracia está casada y parece feliz. Incluso muy feliz, pues las tardes que coincido con ella y su marido en el bar de copas de en frente, no hace más que reír y reír, lo que me hace pensar que el tipo es muy gracioso, algo que sé que las mujeres aprecian sobremanera. Busco en él detalles que me den alguna esperanza, pero me he enterado que además de ser un hombre simpático, tienen mucho dinero, con lo que mis expectativas se vienen abajo definitivamente. Sin embargo para mis adentros me digo que siempre puede ocurrirle alguna desgracia de un día para otro, pues ya se sabe que en esta vida nadie está a salvo de un accidente que haga que todo cambie de forma radical. Sin ir más lejos, desde hace algunos días comienzo a alentar ciertas esperanzas al darme cuenta de lo desmesurado de su barriga, un bombo desagradable en el que no sería nada complicado hundir un cuchillo de buenas dimensiones en cualquier momento de despiste. Por ejemplo, cuando salga solo a fumar o baje a los Servicios. Ocasiones habrá, que duda cabe, para alguien que está dispuesto a todo por conseguir el amor de esa mujer, a quien adoro. El hecho de que ella parezca sentir un indudable apego por tal desmesura, que acaricia con frecuencia desinhibidamente, será un aliciente añadido. Debo permanecer atento y aprovechar la menor oportunidad. Las mujeres son volubles y acabará apreciando mi gesto, y mi cuerpo enjuto no supondrá ningún inconveniente para que le ofrezca la ternura que, ahora ya puedo anticiparlo, ofreció en su día a su extinto marido.

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