miércoles, 27 de mayo de 2015

VARIACIONES SOBRE EL CONCEPTO DE CONCEPTO



-El problema de un concepto profundo es que siendo esa su principal característica, solo parezca divertido. O más brevemente: que siendo profundo parezca divertido.



-Los conceptos pueden tener vida propia y evitar ser definidos, siendo esa en este caso su condición intrínseca: su indefinición.



-Los conceptos, sin embargo, no solo son ideas que uno se hace de las cosas, pues estas  pueden resultar ser ellas mismas con independencia de nuestra opinión al respecto.



-Los conceptos pueden resultar pues intentos fallidos de aprehender la realidad para que nuestra existencia en este mundo  resulte menos inquietante. Un mundo sin conceptos resultaría pavoroso.



-El concepto que uno tiene de sí mismo es sin duda muy parcial y por lo tanto limitado. Hasta tal punto esto puede ser así, que tal concepto resulte no serlo en absoluto.



-Los conceptos, con más frecuencia de lo que se supone tienen, como ya se dijo, una vida propia. Son volubles y cambian de un día para otro. E incluso muchos de ellos cambian en el mismo momento de ser concebidos. Son notables por su plasticidad.



-Los conceptos pueden ser abortados en el mismo momento de nacer y ver la luz. Los conceptos fallidos son como fetos, cuya principal es la de nunca llegar a ser un ser capaz de tenerlos en ese momento ni en ningún otro de su inexistente futuro.



Los conceptos ahítos de sí mismos suelen ser designados como tautologías, y perder de esa manera todo su valor definitorio. Los seres humanos en tales condiciones tienen sin embargo pleno sentido, a pesar de ser llamados gordos o con mayor propiedad, obesos.



-Existen pues conceptos que se acaban en sí mismos, y que por lo tanto nunca podrán ser articulados y presentados ante el común de la gente con una estructura válida. Planteamiento, desarrollo, desenlace. Nacimiento, vida, muerte. Por poner solo dos ejemplos.

jueves, 21 de mayo de 2015

OBVIEDADES



-Nacer de una madre. Vivir una vida. Despedirse sin hacer aspavientos ni dar un portazo.

-Solo decía obviedades que todos conocíamos. El sol brilla en lo alto. Va a saltar el viento. Las palabras imprescindibles siempre en su boca.

-La noche crece afuera por mucho que queramos ignorarla levantando muros de desdén a nuestro alrededor. Pero la noche siempre estará ahí como un lobo que acecha.

-Tu boca. Siempre tu boca. Tu boca que dice. Tu boca que ríe. Tu boca que besa. Tu boca siempre más que tu boca.

-¿Cuál es por fin la palabra no dicha que siempre tenemos en la punta de la lengua? ¿Será solo el silencio la palabra auténtica?

-Esos juegos que juegas con tu voz. Esos malabarismos de tus palabras que, sin embargo, descienden sobre mí como un techo que se desploma y permanece.

-¿Quién eres cuando te veo al pasar y nos saludamos brevemente? ¿Dónde está tu corazón que me pertenecería si el mío no fuera ya un campo de trigo agostado?

-Te escucho con la atención que pone un maestro relojero en su obra. Conozco tus palabras, tu acento y los matices sutilísimos de tus gestos con la precisión de un cirujano que opera a corazón abierto.  Pero a ti no te conozco. Si me falta tu piel, eres como una extraña.

-El día se presenta frente a mí como una empalizada que me impide ver los adentros. He de saltarla, dar un rodeo o abrir una brecha, esa forma ignominiosa de conocer el corazón de la madera que, sin embargo, en ocasiones es la única de resolver los problemas.

-Surge la sangre como un acontecimiento inesperado. Nunca lo evidente fue más temido e ignorado, conscientes de que solo se trata de un río escaso y caduco. Un manantial que puede extinguirse. No hablamos del mar.

Llegados aquí, no debemos perdernos en disquisiciones de lo que está por venir. Nuestra misión, si es que teníamos alguna, era ser conscientes y mirar. Dejar la literatura y la metafísica para los desdichados que quieren otra cosa.

martes, 19 de mayo de 2015

AZALEAS



 Ayer después de comer, cuando estaba a punto de echarme la siesta, llamaron a la puerta. Traté de ignorarlo durante un buen rato, pensando que fuese quien fuese acabaría cansándose y me dejaría en paz. Sin embargo, al cabo de diez minutos me di cuenta de que era inútil, y que el empeño del visitante en verme era superior al mío de no hacerle caso.  Me acabé levantando de mala manera dispuesto a cantarle las cuarenta, pero al abrir la puerta (en pijama, por cierto), vi que se trataba de Federico, un antiguo amigo  a quien me era imposible despedir con cajas destempladas. Una vez repuesto de la sorpresa y después de invitarle a entrar e indicarle que se sentara en el sofá del salón, me sentí incapaz de reprocharle nada a pesar de tener motivos sobrados para ello, pues no era de recibo insistir de aquella manera, y más un domingo por la tarde. Federico, por su parte, después de las primeras efusiones, no parecía en absoluto sorprendido y mucho menos culpable de encontrarse frente alguien desaliñado, y con todos los síntomas de de haberse visto forzado a presentarse por su insistencia. Y no solo eso, pues casi de inmediato me pidió algo para “refrescar la boca”, lo que en su argot personal, quería decir cualquier porquería alcohólica a las que era tan proclive años atrás cuando nos veíamos con frecuencia.
Como de eso ya hacía mucho tiempo, los primeros minutos consistieron en una puesta a punto mutua, en la que yo le di noticias de mi situación que no había variado en absoluto desde entonces (como por otro lado él suponía), y en la que él por su parte me comunicó una serie de novedades, de las que destacaba que poco tiempo atrás su mujer le había dejado para irse con una amiga, de la que, para mayor vejación, el día que se despidió dijo sentirse profundamente enamorada. Aunque quise saber algo más, nuestra conversación se quedó ahí, porque enseguida me pidió con una insistencia propia de un adolescente, que pusiera la televisión porque tenía una “necesidad obsesiva” (sic) de ver el final de etapa del Tour de Francia, que aquel día terminaba en la cima del mítico puerto de Tourmalet en los Pirineos. Lo hice, aunque debo confesar que el ciclismo siempre me había parecido un deporte para aventados, capaces de reventarse durante miles de kilómetros por una cantidad que los futbolistas o tenistas distinguidos ganaban en un par de tardes exitosas. A partir de ese momento Federico no volvió a abrir la boca durante un buen rato en el que, instalado en el sofá, se dedicó a seguir al detalle la carrera, hasta el punto que llegado cierto momento empezó a cabecear y respirar agitadamente, como si él mismo estuviera escalando las rampas del famoso puerto. Sin embargo, antes de llegar a la meta, para mi sorpresa, pareció desimplicarse totalmente de la retransmisión y me pidió que le abriese la puerta de la terraza, pues tenía que enseñarme algo que después de verme tenía la convicción de que se encontraba allí (hay que tener en cuenta que tiempo atrás había vivido en aquellas viviendas, y las conocía a la perfección). Lo hice un tanto sorprendido, esperando que pronto me aclarara de qué se trataba. Salió rápidamente y se puso enfebrecidamente a escarbar con un palo en la tierra de una jardinera de buen tamaño, en la que aún aguantaban algunos tulipanes y gladiolos, que a él parecían tenerle totalmente sin cuidado, pues pronto no quedó ni rastro de ellos.
Apenas un minuto después, se paró durante unos instantes, me miró fijamente y me dijo con una mezcla de satisfacción y temor “lo sabía: está ahí”. La verdad es que yo no tenía ni idea de a qué se refería hasta que vi asomar perezosamente de la tierra a un bicho extraño, una especie de gusano de colores vivos y una cabeza grande y negra con dos antenas rojas que agitaba compulsivamente, como si el contacto con el aire libre le estuviera produciendo algún tipo de trastorno difícil de soportar. “Lo sabía, lo sabía…” repetía Federico con insistencia, tratando con el palo de que aquel ser repugnante no se saliera de la jardinera. “Al poco de verte” continuó, “supe que no podía ser de otra manera”. Yo estaba absolutamente perplejo y asqueado, pero él continuó hablando hasta que mirándome fijamente una vez más me dijo “ahora ya puedo descansar, mi búsqueda ha terminado” y añadió “…pero esta vez has de ser tu mismo quien acabe con tu alter ego”. En aquellos momentos me sentí al borde del colapso, casi trastornado, pues jamás hubiera imaginado que un ser tan monstruoso pudiera estar viviendo en mi propia casa. Sin embargo, contemplé al bicho con una mezcla de estupor, repugnancia y piedad, pues a pesar de su aspecto repulsivo, algo en mi interior me decía que aquel ser sufría, consciente sin duda de encarnar la verdadera esencia del mal en el mundo. Finalmente, casi cerrando los ojos y haciendo de tripas corazón, con un atizador de la chimenea que tenía a mano me dediqué a golpearlo hasta que se convirtió en una pulpa verdosa sobre la tierra de la jardinera.
Federico parecía feliz, casi exultante, como si acabara de realizar una hazaña portentosa, similar a la de los grandes escaladores que él tanto parecía admirar, pero que en aquellos momentos parecían tenerle sin cuidado cuando precisamente estaban llegando a la cima del Tourmalet. Permaneció todavía en pie durante unos momentos en el salón, durante los cuales me estuvo haciendo algunas consideraciones sobre lo que acababa de suceder y sobre como debía proceder a partir de aquellos momentos. “Has de saber que lo bello y lo siniestro, mi querido amigo, suelen ir de la mano, como señalaron los poetas románticos, y Eugenio Trías se encargo de recordarnos en este país en un magnifico ensayo que te recomiendo. Es muy posible que a partir de mañana los tulipanes y los gladiolos vuelvan a florecer, a pesar de no ser ya la temporada. E incluso puede ser que también lo hagan los jacintos y las azaleas. El mal cuando desaparece hace que la belleza se multiplique, pero en tu caso debes impedir que se trate de un espejismo. Cuida por lo tanto de que el bicho no se reproduzca, pues esos seres tienen la facultad de hacerlo a partir de una ínfima parte de sí mismos. Yo entonces ya no estaré disponible para mostrártelo, y serás tú mismo quien deberá estar atento si no quieres sufrir las consecuencias. No debes olvidarlo”. Y desapareció.

viernes, 15 de mayo de 2015

DEBERES



Desde hace mucho tiempo me hago acompañar por un individuo con un aspecto impecable al que, dado que lo tengo en plantilla, he encomendado algunas funciones por el mero hecho de proporcionarme cierta satisfacción, pero sin ningún sentido práctico, siendo yo un hombre perfectamente capacitado en todos los sentidos. Cada vez que salgo a la calle, donde él me espera, debe acompañarme caminando a mi lado, o más exactamente un paso atrás a la derecha o la izquierda en función de la ubicación de la acera, y siempre dejándome a mí el interior de la misma. Durante el paseo debe permanecer en silencio pero atento a mis necesidades más ínfimas, que debe captar por mis gestos a los que previamente le he introducido, dispuesto a ejecutar mi voluntad sin que apenas se note. Sin embargo, cada cierto tiempo o número de pasos, tiene que hablar consigo mismo en voz alta, de tal forma que yo le oiga claramente, y que quien pasara a nuestro lado o se cruzase con nosotros, tenga la sensación de que mantenemos una conversación informal y distendida (nada más lejos de la realidad, por cierto).
Al entrar y salir de de cualquier tipo de local debe adelantarse para abrir o cerrar la puerta, siempre que esta no sea automática, pues haría la situación un tanto ridícula y embarazosa. En los establecimientos de bebidas, a los que soy bastante aficionado por razones que no son del caso, debe sentarse en mi mesa en unos de los laterales, y jamás frente a mí, de tal manera que dando la impresión de que podía tratarse de una amistad, alguien avispado o con un sentido de la percepción bien desarrollado, pudiese darse cuenta de que mantiene respecto a mí una función discretamente subalterna. Por ejemplo, si se me ocurre tomar café, no debe olvidar echarme el azúcar y darle vueltas con la cucharilla hasta que esta se disuelva. Asimismo debe acercarme el servilletero cuando lo necesite e ir a buscar la prensa del día, normalmente sobre la barra, si tal es mi voluntad. Al salir del lugar, como ya dije, debe adelantarse y abrir la puerta de tal manera que un observador imparcial pueda suponer que su relación conmigo tiene tanto de verdaderamente amistosa como de servicial.
Siendo en el fondo como soy, un humanista a carta cabal, de vez en cuando, venga o no a cuento, hablo elevando la voz para que quede claro a los demás que no está conmigo cumpliendo exclusivamente labores subalternas, sino que es objeto de la atención debida con la que se trata a aquellos a los que uno tiene cierta consideración. Bien es cierto que lo que le digo no tiene nada que ver con él, y ni siquiera conmigo mismo, sino que suelen ser retahílas de palabras escogidas a la buena de Dios, o pequeños parlamentos que llevo preparados desde casa, aprendidos el día anterior antes de acostarme (*).
Cuando vuelvo a mi domicilio, él se queda en la puerta de la calle, la cual como ya he repetido con anterioridad, tiene la obligación de abrirme dando, sin embargo, la impresión que lo hace como la cosa más natural del mundo, y sin que nadie pueda interpretarlo como un mero acto de cortesía, impropio de dos amigos de toda la vida.

(*) No obstante, debo aquí puntualizar que en ciertas ocasiones, para las que él ha sido perfectamente adiestrado, le pregunto si por casualidad no tendría algún parentesco con un antiguo Ministro de Marina al que me recuerda, a lo que tras ciertos titubeos, me tiene que responder con toda claridad “en absoluto, aunque nunca se sabe”.

martes, 12 de mayo de 2015

BRINDIS



Queridos amigos, compañeros, camaradas. Españoles de buena lid e incluso extranjeros estampillados: ¡salve!  En este día, apenas pasado el solsticio de verano, os recuerdo a algunos con el nítido perfil de adolescente que todos dejamos a principio de los sesenta en la Costanilla de los Desamparados, cuando no hacía tanto que, por decirlo de algún modo, empezábamos a echar pelo. A otros os recuerdo vagamente, como sombras que cruzaban por delante de mí con la tabla de logaritmos, imprescindibles entonces, como sabéis, para entrar en los otrora Cuerpos Patentados de la Armada. Los que ingresamos por méritos propios ó constantes aplicables a priori, que poco tenían que ver con la de Newton, fuimos desde entonces una piña, de la que nuestra presencia hoy aquí es testimonio. Por avatares del destino, he sido en buena medida un outsider, pero recuerdo sin embargo con emoción, navegaciones loxodrómicas, curvas de perro y curvas de Butakoff en emergencias como la del “¡hombre al agua!”.
Claro que recuerdo más vívidamente circunstancias más prosaicas, como las subidas a Penizas ó las navegaciones hasta la isla de Tambo, de la que por increíble que parezca, no hace tanto tiempo me enteré que  hace milenios formó parte de las cumbres más altas de la cordillera Penibética, digamos Mulhacén. Estuvimos juntos en el Estrecho de Magallanes ¿recordáis? y rendimos honores a los navegantes españoles que en aquella época marcaron con su presencia los límites meridionales de nuestro Imperio. Y hoy, casi medio siglo después, nos toca rememorar aquel día en que cruzamos por primera vez la puerta de la Escuela, para reunirnos de nuevo en torno a la inigualable mesa española, que nunca olvidará el vino tinto, el queso manchego y el jamón ibérico. Que cada cual añada lo que considere oportuno de su tierra chica, fabada asturiana, gambas de Sanlucar, butifarra catalana, paella valenciana y un largo etcétera. Reivindico hoy aquí los valores ancestrales de nuestra tierra, unidos tan firmemente al hecho agrario y la longitud desmesurada de nuestras costas. Mi recuerdo agradecido hoy a Cristóbal Colón y don Miguel de Cervantes y Saavedra, del que la literatura universal es poco más que una nota a pié de página. Mi recuerdo también emocionado a vuestros cráneos al poco de llegar a nuestra Escuela, relucientes después de la máquina eléctrica y la tijera, que nos hacían ingresar en un mundo desconocido y anhelado, que poco tenía que ver con los neandertales y sí, hoy en día, con la mucho más española Atapuerca. Sin ser entonces plenamente conscientes, ofrecimos nuestra vida a la patria, y hoy de nuevo juntos, estoy seguro que todos renovaríamos los votos que entonces hicimos, aunque a decir verdad nos encontremos, más que de ella misma, cercanos a la tapia. Mis queridos amigos, no tendré que especificar a cual me refiero, pues llegados a cierta edad los juegos de palabras, por ominosos que sean, recobran un sentido que ni los humoristas hubieran sospechado. Un abrazo y un brindis emocionado por todos vosotros. ¡Viva España, las Repúblicas bálticas e incluso las islas Aleutianas!

jueves, 7 de mayo de 2015

ALIENTOS



No suelo coger el autobús, pero aquella mañana no tuve más remedio. El coche lo tenía en el taller, averiado. Coger el autobús era para mí, por lo tanto, una novedad, pero sobre todo un fastidio. Tener que hacer cola y aguardar un buen rato a la intemperie en esa época con un tiempo tan desapacible, me desagradaba sobremanera. A usted le vi llegar a lo lejos, y me pareció que era alguien conocido, algo que, sin embargo, su presencia cercana me desmintió de inmediato. Su aspecto al acercarse moviéndose extrañamente, casi contoneándose debajo de su abrigo, como si fuera una especie de travestido me molestó, y recuerdo decirme para mis adentros “menos mal que no conozco a este tipo, porque visto lo visto, no hubiera sabido que decirle excepto maricón”. Pasó usted a mi lado, sin duda para ponerse a la cola, y me rozó ostensiblemente con su hombro a pesar de que tenía todo el mundo a su alrededor para evitarlo. Y no solo eso, ni siquiera se disculpó. Pasó, me golpeó (porque fue casi un atropello) y siguió adelante como si tal cosa. Yo me callé porque no quise montar allí mismo un espectáculo, pero sepa que por adentro le puse de vuelta y media y, aunque nadie se enterara, le llamé hijo de puta reiteradamente. Soy esclavo de las buenas maneras, pero créame, que si me dejo ir, aquella mañana pudo ser la última que usted hubiera visto la luz del sol. Me faltó una navaja de buenas dimensiones en el bolsillo para hundírsela en el pecho hasta la empuñadura. Su familia posiblemente lo hubiera lamentado, y es más que probable que a mí me hubieran llamado loco y metido en la cárcel, pero me hubiera tenido sin cuidado, pues por primera vez habría obrado con lo que suele faltarme con frecuencia en situaciones parecidas, con dos cojones. Dé usted gracias al cielo de mi buena educación y de mi cobardía.

Te huele el aliento. De hecho, te huelo mucho el aliento. No es terrible, pero sí bastante desagradable. Si duda no se trata de una halitosis en los términos exactos que esa afección debe tener  en las enciclopedias médicas, pero va camino de ello. Ya sé que me dirás que si la boca, la lengua, el paladar, la úvula, la garganta, el tracto superior digestivo, el mero estómago. Julián, lo que tú quieras, pero es desagradable. De hecho, muy desagradable. Y que conste que aquí no quiero entrar en detalles que harían estas palabras poco alentadoras (mira por donde), pero supongo que el mero olor trae aparejadas ciertas partículas que no es cuestión aquí ponerse a analizar, pero Julián, cuando hablas conmigo me haces a mí su receptor. Y menos aún quiero llamarlas miasmas, pero se trata de eso. Con lo fácil, que te resultaría, sabiéndolo como lo sabes, tener una bolsita de caramelos de menta en el bolsillo, o cualquiera de los productos que venden en la farmacia, que casi regalan. Pero nada, tú a lo tuyo, como si el pestazo fuera una marca de identidad que reivindicas como parte fundamental de tu personalidad. Debes suponer que quererte es sufrirte, y ya va siendo hora de decirte que estás muy equivocado. Al menos en este aspecto, no te voy a consentir tu dejadez, y mira que ni siquiera insisto en que vayas al dentista, al otorrino o al especialista en el aparato digestivo. Solo te pido unas pastillitas de eucaliptos o de menta. O unas abluciones bucales frecuentes. O gárgaras. Ya sabes que por otro lado, me pareces un encanto. Aunque si fumaras menos también colaborarías a mejorar el tema que nos ocupa.

Que al salir de “El viento entre los álamos pero no entre los sauces” te dijera que la película me había resultado un poco pesada, no creo que fuese motivo para que te pusieras como te pusiste, Verónica. Y que luego añadieras con un gesto de ira mal reprimido, que considerase que tú eras como eras y que tuviera en cuenta que siempre, siempre, irías a todos los estrenos de películas chinas, coreanas, japonesas, iraníes, afganas y de Uzbekistán, fue algo poco razonable pues, sin quererlo, lo comparé con el criterio que aconseja asistir a aquellas que, con independencia de su nacionalidad, son recomendadas por la crítica seria. Incluso comprendo, al hilo de la conversación que siguió a tu declaración una vez que pudiste calmarte, que haya gente que llevada por la emoción o el sentimiento, elija con frecuencia otras de forma acrítica. De verdad que lo acepto. Pero que como colofón y para terminar la tarde, añadieses con el gesto ufano de una feminista conversa que “después de todo, de ahora en adelante, recuerda que yo hago lo que me sale del chocho”, me pareció algo un tanto zafio y fuera de lugar, teniendo en cuenta que dices asistir a ese tipo de cine por su inocencia y su ternura.

Te he visto y he huido a toda prisa. Si te digo la verdad, no había razones para ello. He obrado por lo tanto por un impulso que no se atiene en absoluto a la lógica cartesiana ni a los silogismos aristotélicos, algo a lo que siendo como eres, una sentimental, espero que no tengas nada que objetar.