martes, 21 de enero de 2020

QUÉ (Mishima seppuku)


Qué has podido creerte al acariciar la navaja que ocultas o la katana que hace tiempo cuelga de la pared de tu habitación, no puedo saberlo. Puedo como mucho imaginar la importancia que alguien puede atribuirse cuando considera que después de todo, la solución ante el fracaso es fácil: o bien resulta lo que yo quiero, o me quito la vida y te demuestro  el valor de mis proposiciones (como un niño consentido, incapaz de aceptar que quizás se equivoca). Y desde el momento en el que percibe que todo se trata de estar en lo cierto o hacer que una hoja de acero penetre en su vientre y otra haga rodar tu cabeza, todo resulta sencillo, pues ya sólo se trata de negar a quien no está de acuerdo, y qué mejor, qué prueba más definitiva para eso  que inventarse el honor que pretende hacer culpable a los demás. Por eso nunca me gustaste, incapaz de aceptar lo que sentías ajeno, como un narciso ensimismado que pretende la propia destrucción  antes de que el otro pueda tener razón. Y para ello te vistes de gala,  y das a tu actitud un sesgo de héroe, como si sobre todo se tratara de demostrar a los otros que son ellos los equivocados. Incapaz de admitir la propia debilidad,  subes las escaleras del Ministerio buscando un sacrificio que te redima, esa pasión de los cobardes que creen que en determinadas ocasiones quitarse la vida es la prueba sublime del amor a la patria, la familia ó lo que les venga en gana.  Héroes como tú han llenado el mundo de cadáveres ajenos, pero en tu caso, debo reconocerlo y mostrarme agradecido, decidiste volver contra ti la ira que hubieras descargado sobre los otros y que solo tu incapacidad  impidió.   Querías ser amado, eso es evidente, y quitándote la vida con tanto teatro, intentaste por fin reconocer a los demás:”queredme,  pues me sacrifico”.   Pero hay formas de quitarse de en medio más humildes, y que estoy seguro que nadie tendría que enseñarte, formas prosaicas y desacreditadas, maneras que hablarían de ti como un pobre desgraciado que recurrió al cianuro (¡recuerda, sin embargo a Sócrates!), a cortarse las venas o arrojarse por un acantilado con el mar como único testigo. No voy a quererte, me pareces un ser abominable, incapaz de aceptar tus limitaciones, que quisiste despechadamente que todo Japón y tus admiradores de tu prosa te echaran de menos ¿Por qué no te dedicaste sencillamente a escribir con tu bella prosa los avatares de tu vida, tus avatares del homosexual forzudo que te avergonzaba? Pero no,  tuviste que inventarte toda una historia de samurais, banderas y emperadores que dieran a la ansiedad que te invadía un toque heroico, pero innecesario para quienes aceptan su naturaleza. Pero yo no puedo devolverte una vida que otros se quitan por pura desesperación, pero que en tu caso no fue sino una cruel exhibición de impotencia y desprecio; aunque debo reconocer que en cierta medida triunfaste y ya nadie te juzga exclusivamente por tu prosa, sino que como introducción o nota final, todos los críticos añaden tu sacrificio final, como si con ello quisieran añadir a tu obra un valor añadido que no necesitaba.   Estoy de acuerdo con que tu ira, tu desdén y tu desprecio pudieron manifestarse de otra manera: pudiste ser un simple cabo del Ejército que en su día concibió un Imperio a base de sangre y fuego.   No fue así y eso hay que agradecértelo, aunque solo me cabe la duda de que si no lo hiciste no fue por falta de ganas sino por tu incapacidad y falta de paciencia.   Olvídame pues: es la última vez que hablaré de ti, mi querido Mishima.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario