Qué has podido creerte al acariciar la navaja que ocultas o la katana que
hace tiempo cuelga de la pared de tu habitación, no puedo saberlo. Puedo como
mucho imaginar la importancia que alguien puede atribuirse cuando considera que
después de todo, la solución ante el fracaso es fácil: o bien resulta lo que yo
quiero, o me quito la vida y te demuestro
el valor de mis proposiciones (como un niño consentido, incapaz de
aceptar que quizás se equivoca). Y desde el momento en el que percibe que todo se
trata de estar en lo cierto o hacer que una hoja de acero penetre en su vientre
y otra haga rodar tu cabeza, todo resulta sencillo, pues ya sólo se trata de
negar a quien no está de acuerdo, y qué mejor, qué prueba más definitiva para
eso que inventarse el honor que pretende
hacer culpable a los demás. Por eso nunca me gustaste, incapaz de aceptar lo
que sentías ajeno, como un narciso ensimismado que pretende la propia
destrucción antes de que el otro pueda
tener razón. Y para ello te vistes de gala, y das a tu actitud un sesgo de héroe, como si
sobre todo se tratara de demostrar a los otros que son ellos los equivocados. Incapaz
de admitir la propia debilidad, subes
las escaleras del Ministerio buscando un sacrificio que te redima, esa pasión
de los cobardes que creen que en determinadas ocasiones quitarse la vida es la
prueba sublime del amor a la patria, la familia ó lo que les venga en gana. Héroes como tú han llenado el mundo de
cadáveres ajenos, pero en tu caso, debo reconocerlo y mostrarme agradecido, decidiste
volver contra ti la ira que hubieras descargado sobre los otros y que solo tu
incapacidad impidió. Querías ser amado, eso es evidente, y
quitándote la vida con tanto teatro, intentaste por fin reconocer a los
demás:”queredme, pues me sacrifico”. Pero hay formas de quitarse de en medio más
humildes, y que estoy seguro que nadie tendría que enseñarte, formas prosaicas
y desacreditadas, maneras que hablarían de ti como un pobre desgraciado que
recurrió al cianuro (¡recuerda, sin embargo a Sócrates!), a cortarse las venas
o arrojarse por un acantilado con el mar como único testigo. No voy a quererte,
me pareces un ser abominable, incapaz de aceptar tus limitaciones, que quisiste
despechadamente que todo Japón y tus admiradores de tu prosa te echaran de
menos ¿Por qué no te dedicaste sencillamente a escribir con tu bella prosa los
avatares de tu vida, tus avatares del homosexual forzudo que te avergonzaba? Pero
no, tuviste que inventarte toda una
historia de samurais, banderas y emperadores que dieran a la ansiedad que te
invadía un toque heroico, pero innecesario para quienes aceptan su naturaleza. Pero
yo no puedo devolverte una vida que otros se quitan por pura desesperación, pero
que en tu caso no fue sino una cruel exhibición de impotencia y desprecio; aunque
debo reconocer que en cierta medida triunfaste y ya nadie te juzga
exclusivamente por tu prosa, sino que como introducción o nota final, todos los
críticos añaden tu sacrificio final, como si con ello quisieran añadir a tu
obra un valor añadido que no necesitaba.
Estoy de acuerdo con que tu ira, tu desdén y tu desprecio pudieron
manifestarse de otra manera: pudiste ser un simple cabo del Ejército que en su
día concibió un Imperio a base de sangre y fuego. No fue así y eso hay que agradecértelo, aunque
solo me cabe la duda de que si no lo hiciste no fue por falta de ganas sino por
tu incapacidad y falta de paciencia.
Olvídame pues: es la última vez que hablaré de ti, mi querido Mishima.
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