Cuando no tengo nada que hacer me siento o me
levanto y permanezco en esa posición el tiempo que me parezca conveniente
dedicado a mis cosas, pues debo advertir que soy un individuo con una rica vida
interior que suele entretenerse con pensamientos difíciles de trasladar al
papel y ni siquiera de ser de ser contados de viva voz. En otras ocasiones
cuando me percibo más gimnástico no me siento o me levanto, sino
que me siento y levanto sin solución de continuidad, con una frecuencia
que puede oscilar de una vez por minuto a varias por segundo, cosa que hace que
al poco rato hace tenga que detenerme extenuado. En este último caso además no
puedo dedicarme a desarrollar mi rica vida interior como dije más arriba sino
dedicarme a flexionar y extender las piernas por las rodillas, a un ritmo que
más vale guardar para uno. La consecuencia inmediata de este ejercicio es el
aumento exponencial de sudoración y la elevación de mi frecuencia cardiaca
hasta límites peligrosos para un varón adulto que ya no cumplirá los setenta.
Contrariamente a lo expuesto en el párrafo
anterior, cuando tengo muchas cosas que hacer, incluso demasiadas, suelo
sentarme y tomar una especie de respiro antes de iniciar la primera de ellas.
Sabiendo, no obstante, lo que me espera, suelo permanecer en esta posición un
buen rato hasta el punto de que con frecuencia no vuelvo a levantarme y me
dedico a realizar la ingente tarea que
me espera “in pectore”, o como se dice hoy en día, de forma virtual: pienso que
las estoy haciendo y con eso tengo suficiente. Algunas veces, debo aquí ser
sincero, tiendo a no realizarlas pese a mi buena voluntad. Se trata mayormente
de aquellas que para ser llevadas a cabo necesitan un cambio de ubicación
propio, por ejemplo trasladarme de A a B. Ir al banco para sacar una cierta
cantidad de dinero podría constituir un buen ejemplo, incluso aunque tuviera
varios billetes en el bolsillo, pues no es lo mismo tenerlo que sacarlo
(ni el bolsillo y la caja del banco), como bien sabe cualquiera que maneje
el castellano con cierta decencia. Creo que me explico.
Tampoco le hago asco en ocasiones al puro hecho de
permanecer de pie, cuando sentarme o levantarme no me apetece en absoluto. En
esas ocasiones simplemente permanezco de pie y me dedico a otear el horizonte,
como podría hacer el vigía de un velero asentado en la cofa o un centinela en
el frente durante la guerra. Algo así no
suele ocurrir todos los días por razones obvias, pero de cualquier forma en la
vida corriente es una profesión, por decir algo, desdeñada desde tiempo
inmemorial. Soy pues una especie de oteador de horizontes, que con frecuencia
realiza descubrimientos sorprendentes: una nubes ligeras huyendo a toda prisa,
una bandada de grullas despareciendo, un sol escondiéndose detrás de lo que
parece un incendio o el flamear de una bandera que hace que me espíritu se
inflame de un patriotismo escondido poco antes Dios sabe donde: puros hallazgos.
Sin embargo, hay ocasiones, es cierto, en que el horizonte más allá de lo que
consista puramente en esos momentos, puede presentarse como algo banal y no
tener nada de relevante, momento que llevado por la cualidad homoestática de mi
organismo suelo adormecerme y llamar la atención del resto de viandantes que
pasan a mi lado agitándose de aquí para allá un tanto inútilmente, todo hay que
decirlo.
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