Los trabajadores arreglan la pared del edificio de
enfrente: sus ventanas, terrazas y balcones. Al menos eso es lo que yo supongo
desde una calle próxima apostado en la acera más alejada. Digo que deben estar
arreglándola porque esa es la impresión que me producen, aunque quizás me
equivoque y no haya que hacerme demasiado caso, no ando muy bien de la vista y
mi observatorio no es el más adecuado. Hay árboles y setos enormes que hacen
que cada dos por tres tenga que moverme para no perderles de vista, pues para más
inri con una frecuencia absurda pasan unos autobuses altísimos que jamás
había visto con anterioridad.
La visión
casi podría denominarse espectáculo, pues por razones que no puedo precisar
dada mi escasa visibilidad, los albañiles, que también podrían ser pintores, se
balancean en el vacío, suspendidos en sus arneses bajo en las cuerdas que
cuelgan del voladizo del tejado. En estas circunstancias, tampoco sería
demasiado descabellado suponer que se trata de trapecistas. O incluso de
escaladores o alpinistas en prácticas. Hoy en día las posibilidades en una
ciudad son casi infinitas. Posiblemente un
niño de corta edad supondría que cualquiera de estas opciones sería la
más natural. Hasta la adolescencia, los chicos tienen una visión de la realidad
más bien fantástica y un conocimiento escaso del mundo laboral, y posiblemente
les parecería ridículo que unos señores se arriesguen a permanecer colgados en
el vacío, con una posibilidad nada despreciable de romperse la crisma, solo
para que la pared parezca más limpia. La belleza y el orden son conceptos que
aún no han anidado en sus inocentes cabezas. Afortunadamente.
En
cualquier caso, como o tengo nada más importante que hacer, permanezco
observándoles un buen rato, a decir verdad, prácticamente toda la mañana. Me
resulta entretenido y por un proceso natural, mi mente me trae recuerdos de
cuando siendo un crío asistía con cierta frecuencia al circo instalado cerca de
casa, al tiempo que me permite dar ciertos paseítos por la acera para no
perderlos de vista, teniendo en cuenta los obstáculos que mencioné más arriba.
Ellos, los supuestos artistas quiero decir, están muy concentrados en los suyo,
pues debe tratarse de una tarea que requiere toda su atención, y lógicamente no
parecen haberse dado cuenta de mi presencia, que en estos momentos debe ya
prolongarse más de dos horas desde que salí de desayunar del bar donde
habitualmente lo hago en las inmediaciones de mi domicilio. Hay que decir, sin
embargo, que a pesar de su aparente concentración, los tipos con frecuencia se
gritan unos a otros dándose instrucciones o consejos, y se pasan ciertos
objetos que no puedo distinguir con claridad, aunque supongo que se trata de
utensilios de trabajo: brochas, martillos, llanas, buriles, botes de pintura y
cosas por el estilo. Una de ella se la pasan con más frecuencia de lo habitual,
y yo juraría que se trata de una botella de vino o de licor, pues, desde luego,
se la llevan a la boca inmediatamente. Espero por su bien que no se trate de
tal cosa sino solo de agua o algún tipo de refresco, aunque si debo decir la
verdad, de calor en estos momentos, nada de nada.
Ya
pasadas las tres horas de mi presencia en el lugar, me doy cuenta de que estaba
equivocado y que me habían visto, aunque a decir verdad no lo entiendo
demasiado bien, pues soy un individuo de lo más corriente. De talla media, con
un vulgar traje de calle, y de edad
avanzada y con pelo (aunque a decir verdad ya hace tiempo que empezó a ralear).
En resumen, nada llamativo, pero lo cierto es que en un momento dado, todos se
quedan inmóviles en sus arneses y me señalan como si pretendieran algo de mí.
Yo no puedo acercarme a ellos para
averiguarlo porque los coches no dejan de pasar, por lo que hago los gestos
típicos de alguien que pregunta a otros desde la distancia si necesitan algo.
Luego chillo inútilmente porque el ruido del tráfico es demasiado intenso, y a
decir verdad nunca he sido un prodigio de voz (aunque bien timbrada, al menos
eso me dijo siempre mamá). Así que a partir de ese momento, hago también los
gestos habituales de quien se ve incapaz de comunicarse, sobre todo llevándome
la mano a una oreja repetidamente. En esos momentos, da la impresión de que
ellos se divierten y charlan animadamente, hasta que poco después, no sé si en
un momento en que el tráfico es menos intenso y por lo tanto menos ruidoso, o
que el viento les es favorable, me llega con toda nitidez una voz diciéndome:
“¡Vago, maricón, a ver si te largas, y dejas de hacer el pasmarote mientras los
demás trabajan!”.
Me
siento de inmediato muy dolido. Vejado, incapaz de demostrarles el afecto que
había sentido por ellos recordando el tiempo cuando siendo un niño, me
maravillaba contemplando a los trapecistas. Me alejo del escenario con una
tristeza difícil de imaginar a mis años. Desgraciadamente, la carpa está vacía.
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