jueves, 14 de diciembre de 2017

TRAPECISTAS



Los trabajadores arreglan la pared del edificio de enfrente: sus ventanas, terrazas y balcones. Al menos eso es lo que yo supongo desde una calle próxima apostado en la acera más alejada. Digo que deben estar arreglándola porque esa es la impresión que me producen, aunque quizás me equivoque y no haya que hacerme demasiado caso, no ando muy bien de la vista y mi observatorio no es el más adecuado. Hay árboles y setos enormes que hacen que cada dos por tres tenga que moverme para no perderles de vista, pues para más inri con una frecuencia absurda pasan unos autobuses altísimos que jamás había visto con anterioridad.
   La visión casi podría denominarse espectáculo, pues por razones que no puedo precisar dada mi escasa visibilidad, los albañiles, que también podrían ser pintores, se balancean en el vacío, suspendidos en sus arneses bajo en las cuerdas que cuelgan del voladizo del tejado. En estas circunstancias, tampoco sería demasiado descabellado suponer que se trata de trapecistas. O incluso de escaladores o alpinistas en prácticas. Hoy en día las posibilidades en una ciudad son casi infinitas. Posiblemente un  niño de corta edad supondría que cualquiera de estas opciones sería la más natural. Hasta la adolescencia, los chicos tienen una visión de la realidad más bien fantástica y un conocimiento escaso del mundo laboral, y posiblemente les parecería ridículo que unos señores se arriesguen a permanecer colgados en el vacío, con una posibilidad nada despreciable de romperse la crisma, solo para que la pared parezca más limpia. La belleza y el orden son conceptos que aún no han anidado en sus inocentes cabezas. Afortunadamente.
   En cualquier caso, como o tengo nada más importante que hacer, permanezco observándoles un buen rato, a decir verdad, prácticamente toda la mañana. Me resulta entretenido y por un proceso natural, mi mente me trae recuerdos de cuando siendo un crío asistía con cierta frecuencia al circo instalado cerca de casa, al tiempo que me permite dar ciertos paseítos por la acera para no perderlos de vista, teniendo en cuenta los obstáculos que mencioné más arriba. Ellos, los supuestos artistas quiero decir, están muy concentrados en los suyo, pues debe tratarse de una tarea que requiere toda su atención, y lógicamente no parecen haberse dado cuenta de mi presencia, que en estos momentos debe ya prolongarse más de dos horas desde que salí de desayunar del bar donde habitualmente lo hago en las inmediaciones de mi domicilio. Hay que decir, sin embargo, que a pesar de su aparente concentración, los tipos con frecuencia se gritan unos a otros dándose instrucciones o consejos, y se pasan ciertos objetos que no puedo distinguir con claridad, aunque supongo que se trata de utensilios de trabajo: brochas, martillos, llanas, buriles, botes de pintura y cosas por el estilo. Una de ella se la pasan con más frecuencia de lo habitual, y yo juraría que se trata de una botella de vino o de licor, pues, desde luego, se la llevan a la boca inmediatamente. Espero por su bien que no se trate de tal cosa sino solo de agua o algún tipo de refresco, aunque si debo decir la verdad, de calor en estos momentos, nada de nada.
   Ya pasadas las tres horas de mi presencia en el lugar, me doy cuenta de que estaba equivocado y que me habían visto, aunque a decir verdad no lo entiendo demasiado bien, pues soy un individuo de lo más corriente. De talla media, con un vulgar traje de calle,  y de edad avanzada y con pelo (aunque a decir verdad ya hace tiempo que empezó a ralear). En resumen, nada llamativo, pero lo cierto es que en un momento dado, todos se quedan inmóviles en sus arneses y me señalan como si pretendieran algo de mí. Yo  no puedo acercarme a ellos para averiguarlo porque los coches no dejan de pasar, por lo que hago los gestos típicos de alguien que pregunta a otros desde la distancia si necesitan algo. Luego chillo inútilmente porque el ruido del tráfico es demasiado intenso, y a decir verdad nunca he sido un prodigio de voz (aunque bien timbrada, al menos eso me dijo siempre mamá). Así que a partir de ese momento, hago también los gestos habituales de quien se ve incapaz de comunicarse, sobre todo llevándome la mano a una oreja repetidamente. En esos momentos, da la impresión de que ellos se divierten y charlan animadamente, hasta que poco después, no sé si en un momento en que el tráfico es menos intenso y por lo tanto menos ruidoso, o que el viento les es favorable, me llega con toda nitidez una voz diciéndome: “¡Vago, maricón, a ver si te largas, y dejas de hacer el pasmarote mientras los demás trabajan!”.
    Me siento de inmediato muy dolido. Vejado, incapaz de demostrarles el afecto que había sentido por ellos recordando el tiempo cuando siendo un niño, me maravillaba contemplando a los trapecistas. Me alejo del escenario con una tristeza difícil de imaginar a mis años. Desgraciadamente, la carpa está vacía.
  

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