Me acerqué cautelosamente a Federico por detrás, y
pude ver lo que estaba escribiendo. No eran letras, sino un dibujo que en
principio me pareció la cabeza de buen tamaño de un mono junto a un cuchillo.
Pensé que aquel hombre no estaba totalmente en sus cabales, como ya sospechaba
desde hacía tiempo. Quizás debido a eso empecé a retroceder lentamente sin
darle la espalda. A pesar de mi cautela, debió darse cuenta de mi presencia, porque a
los pocos pasos oí su voz claramente: “no te he visto pero te he sentido, y
mira qué casualidad, te estaba haciendo un retrato. Supongo que lo has visto y
me gustaría saber qué te ha parecido. Yo al menos he intentado ser sincero”.
Llegué a la reunión de la Junta Directiva hacia
las ocho de la tarde, aunque estaba prevista para las nueve en punto. Pensé que
adelantarme no supondría un inconveniente para nadie, pero sobre todo llegué a
pensar que si llegara a serlo, yo era lo suficientemente importante como para
permitirme ciertas libertades con total independencia de la opinión de los
demás, aunque se tratara de los jefes: una reunión sin un secretario que
levante acta no tiene demasiado sentido. Alguien que asistió a la misma reunión
y que llegó algo más tarde, al salir me comentó que los directivos estaban muy
satisfechos de los acuerdos obtenidos, aunque, supongo que a modo de
advertencia, añadió con cierto énfasis “excepto el lamentable incidente de la
llegada prematura del gilipollas de Peláez, que con su puñetera afición
a las gambas nos jodió el aperitivo”.
El partido se celebrará a las doce. Estoy listo,
aunque debo confesar que algo nervioso. Me he preparado a conciencia, sabiendo
que en él se dirime algo más que el resultado. Odio a ese idiota que tendré enfrente.
Y no por su juego, sino por su aspecto físico. Sobre todo por su gesto
permanente de suficiencia, como si todo lo que le rodea, y especialmente su
rival, que en esta ocasión soy yo, le diera asco. No lo soporto, me desquicia.
Llamarle hijo de puta a la cara estoy seguro que me tranquilizaría y al
menos me permitiría hacer un partido decente, pero el árbitro me expulsaría, y
posiblemente me quitarían mi licencia para competir. Aunque pensándolo
bien, podría aprovechar la ocasión para llamarle también a él hijo de mala madre. Después de
todo, soy rico y pasarme la vida dando raquetazos a una cosa amarilla,
no deja de ser una idiotez impropia de mi categoría.