Hace varios días que Laureana no
viene a la tertulia, y de hecho nadie sabe nada de ella. No descuelga el
teléfono, ni responde a los correos o el guasap. Pero lo más preocupante de
todo es que, por mucho que cueste creerlo, nadie sabe donde vive. Ella siempre
decía que allá, por la zona de la
estación, pero claro, resulta que aquí hay dos estaciones de ferrocarril y
otras de autobuses, así que estamos aviados. Según pasan los días estamos más y
más preocupados, y no solo porque echemos de menos sus charlas sobre el
Amazonas o el Orinoco (ríos a los que por cierto últimamente había añadido los
tres de la Media Luna Fértil: Nilo, Tigris y Eufrates), sino porque nos hemos
dado cuenta de que después de todo, aunque nadie lo confiese, era ella la que
nos mantenía unidos. Sin ella, es más que posible que en poco tiempo nuestro
grupo se diluya y desaparezca. Después de todo ¿qué nos unía? Aunque nadie lo
diga, todos lo sabemos: sobre todo, sus silencios. Aquellos momentos únicos,
especiales, en los que además de observarla con un detenimiento casi enfermizo,
cada uno sin decirlo, hacía cábalas sobre lo que estaría sucediendo en su
interior. Porque si de algo estábamos seguros, y eso solo lo comentábamos en su
ausencia, era que guardaba algún secreto que de ninguna de las maneras quería
desvelar. Algunos pensaban que lo que verdaderamente ocultaba era una identidad
sexual más que dudosa (los gestos un tanto vigorosos de sus manos podían ser un
indicio, o quizás un extraño fruncimiento de sus labios cuando se sentía
contrariada). Otros, sin embargo, aceptando ciertas actitudes sorprendentes, no
tenían ninguna duda de que se trataba de una hembra con todas las de la ley (y
ni un solo pelo en la barba lo atestiguaba), pero afirmaban que un oscuro pasado
debía torturarla, quien sabe si un padre desquiciado y una madre mujer de la
mala vida. O ambas cosas, incluso un padre presidiario. Pero se trataba de
meras conjeturas.
Lo cierto, sin embargo es que solo
eran suposiciones en nuestro afán de darle un sentido a su ausencia.
Posiblemente lo que había sucedido es que Laureana estaba harta de nosotros,
unos tipos de lo más vulgares que nunca habíamos apreciado como realmente se
merecía la única presencia femenina del grupo. Ese era sin duda el quid de la cuestión. En el fondo de cada uno de nosotros, repito de cada uno, suponía
que ella le pertenecía en exclusiva. Se sentía el preferido, y eso nos hacía
suponernos superiores a los demás. El hecho, sin embargo es que Laureana no
aparece. Cada vez se hace más evidente que nos ha abandonado. Adiós por lo
tanto a sus silencios, a sus palabras o frases misteriosas, o a sus
interminables soliloquios sobre los ríos más largos y caudalosos de La Tierra.
O a los seres monstruosos que un día los habitaron. Fantasías, de acuerdo.
Incluso nimiedades y hasta desvaríos de alguien que en resumidas cuentas no
andaba muy bien de la cabeza. De acuerdo. Lo que usted quiera. Pero tratándose
de Laureana la cosa varía.
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