martes, 22 de octubre de 2019

LAUREANA III (Fin)


Hace varios días que Laureana no viene a la tertulia, y de hecho nadie sabe nada de ella. No descuelga el teléfono, ni responde a los correos o el guasap. Pero lo más preocupante de todo es que, por mucho que cueste creerlo, nadie sabe donde vive. Ella siempre decía que allá, por la zona de la estación, pero claro, resulta que aquí hay dos estaciones de ferrocarril y otras de autobuses, así que estamos aviados. Según pasan los días estamos más y más preocupados, y no solo porque echemos de menos sus charlas sobre el Amazonas o el Orinoco (ríos a los que por cierto últimamente había añadido los tres de la Media Luna Fértil: Nilo, Tigris y Eufrates), sino porque nos hemos dado cuenta de que después de todo, aunque nadie lo confiese, era ella la que nos mantenía unidos. Sin ella, es más que posible que en poco tiempo nuestro grupo se diluya y desaparezca. Después de todo ¿qué nos unía? Aunque nadie lo diga, todos lo sabemos: sobre todo, sus silencios. Aquellos momentos únicos, especiales, en los que además de observarla con un detenimiento casi enfermizo, cada uno sin decirlo, hacía cábalas sobre lo que estaría sucediendo en su interior. Porque si de algo estábamos seguros, y eso solo lo comentábamos en su ausencia, era que guardaba algún secreto que de ninguna de las maneras quería desvelar. Algunos pensaban que lo que verdaderamente ocultaba era una identidad sexual más que dudosa (los gestos un tanto vigorosos de sus manos podían ser un indicio, o quizás un extraño fruncimiento de sus labios cuando se sentía contrariada). Otros, sin embargo, aceptando ciertas actitudes sorprendentes, no tenían ninguna duda de que se trataba de una hembra con todas las de la ley (y ni un solo pelo en la barba lo atestiguaba), pero afirmaban que un oscuro pasado debía torturarla, quien sabe si un padre desquiciado y una madre mujer de la mala vida. O ambas cosas, incluso un padre presidiario. Pero se trataba de meras conjeturas.
         Lo cierto, sin embargo es que solo eran suposiciones en nuestro afán de darle un sentido a su ausencia. Posiblemente lo que había sucedido es que Laureana estaba harta de nosotros, unos tipos de lo más vulgares que nunca habíamos apreciado como realmente se merecía la única presencia femenina del grupo. Ese era sin duda el quid de la cuestión. En el fondo de cada uno de nosotros, repito de cada uno, suponía que ella le pertenecía en exclusiva. Se sentía el preferido, y eso nos hacía suponernos superiores a los demás. El hecho, sin embargo es que Laureana no aparece. Cada vez se hace más evidente que nos ha abandonado. Adiós por lo tanto a sus silencios, a sus palabras o frases misteriosas, o a sus interminables soliloquios sobre los ríos más largos y caudalosos de La Tierra. O a los seres monstruosos que un día los habitaron. Fantasías, de acuerdo. Incluso nimiedades y hasta desvaríos de alguien que en resumidas cuentas no andaba muy bien de la cabeza. De acuerdo. Lo que usted quiera. Pero tratándose de Laureana la cosa varía.

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