Cada vez que A y B se
encontraban se mostraban muy cariñosos y después de abrazarse y besarse apasionadamente,
acababan a hostias indefectiblemente. Hay amores que matan exclamaban
ambos al unísono, al ser interrogados poco después por la policía que solía
presentarse de inmediato, y algo más tarde en la sala de Urgencias del
hospital, donde era frecuente que continuaran la pelea. Afortunadamente los
médicos y enfermeras e incluso los propios pacientes les imitaban enseguida, lo
que no resolvía el problema, pero lo hacía mucho más coral y homogéneo.
Tengo las manos pequeñas,
demasiado pequeñas para ser un hombre con todas las de la ley. Parecen de
juguete, casi de niño y me avergüenzo de ellas, esa es la razón por la que
incluso en verano salgo con unos guantes tres tallas superiores a la mía, y en
la piscina siempre nado con manoplas. Pero no es suficiente porque
después de todo no dejan de llamar la atención. He decidido por tanto comprarme
unas tijeras y actuar en consecuencia. Los muñones son menos eficaces para
sostener una tarde té, pero no me importa porque después de todo a mi el té no
me gusta y puedo prescindir del café. Rascarse es otra cosa.
Yo, el abajo firmante, en
pleno uso de mis facultades físicas y mentales, según certifica el doctor
Estébanez en el Anexo I, declaro solemnemente que la luna brillaba en el
firmamento a esas horas de la noche, como la fotografía tomada por mí mismo
desde el balcón de mi domicilio, que se adjunta como Anexo II, puede
atestiguar. Se trata, como se puede ver
en la misma, de un disco brillante de color naranja claro y consistencia
desconocida dada la distancia. Asimismo puedo asegurar que la oscuridad de la
noche impedía la observación de otros cuerpos celestes, bien por hallarse muy
alejados, ser su brillo insuficiente o existir una contaminación atmosférica
notable. No se apreciaba en aquellos momentos ningún ruido a ser tenido en
cuenta a excepción de algunos ladridos, sin duda provenientes de un cánido
insomne. Hecho mínimo éste, sin duda, pero que conturbó la paz de mi espíritu y
que, en mi opinión, debe ser tenido en cuenta en la resolución que este digno
tribunal debe tomar. Mi cerebro estando capacitado para obrar en todo momento
consecuentemente, y por lo tanto distinguir el bien del mal, se sintió sin
embargo, gravemente alterado, y decidió
acabar con la vida de Luisa Fernada, mi esposa, que dormía plácidamente en el
lecho conyugal. Fue visto y no visto: no pudiendo resistir el impulso homicida
que me asaltó, la asesté diecisietes puñaladas en el pecho con un cuchillo de
cocina. Murió con la misma placidez con la que dormía, créanme ustedes. Y no
dijo ni mu. Quizás a esto haya que añadir que las noches de luna llena es
lo que tienen. Muchas gracias.
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