Para masturbarse Andrés
sigue lo que un teórico de cualquier disciplina llamaría una metodología.
Es decir, una secuencia coherente de pasos para llegar el efecto deseado. De no
ser así, todo se quedaría en una especie de simulación sin sentido. Masturbarse
es una actividad estrictamente teleológica. Uno no lo hace para nada, es
decir, para llegar a un impasse, plegar bártulos y se acabó: no tiene
por lo tanto nada que ver con el absurdo ni el surrealismo Eso lo sabe
cualquiera que se haya puesto a la labor, y por lo tanto también Andrés,
que según sus propias declaraciones, que no le sonrojan lo más mínimo, es un
consumado artista.
Centrándonos en el tema que nos ocupa, diremos
que este hombre antes de proceder busca el sitio adecuado, que lo mismo puede
en ser su cama, sentado y bien apoyado en unos almohadones, o en el sofá repantingado
convenientemente, con todo al aire y listo para empezar. Lo primero
consiste en quitarse los pantalones o la prenda utilizada en su lugar, y
apartar el slip o similar para que las partes interesadas queden sueltas
y no constreñidas por la sujeción del mismo. Este es un aspecto vital de la
operación para que el resultado sea el previsible, hasta el punto de que con
frecuencia es preferible arriar toda la impedimenta Suele comenzar según
él mismo asegura a quien le quiera oír, cogiéndose los cojones por
debajo con la mano izquierda haciendo de inmediato un leve y cauteloso
movimiento para soltarlos, comprobando al mismo tiempo su peso y
consistencia (*), y preparándolos de esta manera para la que se avecina.
Una vez finalizada esta
etapa, con la mano derecha (estamos hablando de un diestro), se sujeta el
órgano interesado (y aquí que cada cual le de el nombre que más le agrade,
desde el correcto y académico pene hasta el más popular de polla),
y extrae con un movimiento sosegado, prácticamente a cámara lenta, el llamado balano,
contemplándolo con cierto regocijo, como diciéndose con alborozo “helo
aquí”, aunque solo se trate de una porción menor (la antigua costumbre de tomar
la parte por el todo). En otros ambientes menos relajados se alude a lo
descrito mediante el verbo descapullar (Andrés afirma que tuvo que
hacerlo con frecuencia en la mili, aunque en aquella institución el
movimiento debía ser enérgico y decidido). Son momentos que para él revisten
una importancia vital, pues es entonces cuando finalmente se decide si dado su
estado psicofísico es el adecuado para pasar a mayores. Hay días en los
que a pesar de haber llevado a cabo con precisión y un gesto decidido los pasos
previos, se da cuenta de que verdaderamente no le apetece y decide dejarlo para
mejor ocasión. Aunque con frecuencia, todo hay que decirlo, una discreta insistencia
logra reconducir la situación y enderezar lo que parecía haberse venido
abajo.
Llega pues el momento de seguir
adelante con decisión, de tal forma que la parte del miembro descrita en el
párrafo anterior vea definitivamente la luz del día, y el volumen de su
conjunto sobrepase ampliamente al de los dedos que lo facilitan. Es el momento
preciso en el que los cuerpos cavernosos hacen que el aparato cobre su
dimensión definitiva, alcanzando unas proporciones de las que Andrés dice
hallarse moderadamente satisfecho. Pronto llega lo que podría denominarse la
parte central de la operación, en la cual de una forma progresiva la mecánica
aplicada a una parte del organismo se va paulatinamente transformando en una
sensación generalizada de plenitud, que algunos casi podrían denominar de metafísica.
Algo parecido a la relación establecida entre el cerebro y la mente, en la que
esta última viene a ser una emanación espiritual del conjunto de las
operaciones que tienen lugar entre las neuronas del primero a través de sus
sinapsis en las dendritas. A este respecto se puede afirmar que no pocos
neurólogos y especialistas creen que era eso lo que le sucedía a san
Juan de la Cruz en sus arrobos místicos. Lo mismo que a santa Teresa de Jesús
por otras vías, pues su anatomía para tal función no coincidía en absoluto con
la de su colega.
Llegados a este punto –manifiesta Andrés-
el actuante puede dedicarse a bombear el instrumento con mayor o menor empeño,
dependiendo de la motivación y exigencias de su sistema nervioso. Pero
especialmente del estado en el escroto de sus espermatozoides, que
pronto empezarán a dar síntomas evidentes de nerviosismo, ansiosos de desalojar
el encierro en el que viven recluidos permanentemente. Cuando la expulsión se
aproxima y el interior de los testículos parece ocupado por una multitud de
individuos afectados por el síndrome de Tourette, su exterior se repliega
formando en la base del pene algo parecido a un trapo de cocina húmedo y
arrugado, señal inequívoca de la inminencia del disparo. Llegado éste,
el poseedor de tan afortunado mecanismo parece entrar en un estado semi
catatónico, eso sí, acompañado la mayoría de las veces de profundos suspiros,
jadeos de diversa facturas y ahogos anaeróbicos que necesitan varios minutos de
recuperación.
El estado psíquico del
protagonista, una vez que tiempo después ha alcanzado la tranquilidad habitual
que posibilita la recarga y posterior puesta de nuevo en marcha de toda la
utillería empleada, depende en buena medida de la educación recibida y de los
años de práctica. Algunos, al borde ya de la senectud –continúa Andrés- se
siguen considerando culpables, pues recuerdan a Onán, reprendido en el Antiguo
Testamento por obrar de tal guisa, pues al parecer el tesoro que acumulaba en
su entrepierna, solo debería ser destinado a su amada y preferentemente para la
reproducción de la especie. Aquí puede afirmarse que si el número de
eyaculaciones habido desde que el hombre es hombre, hubiera dado como resultado
a otro semejante, ni todos los mares y desiertos del mundo serían suficientes
para contenerlos. Recobrada pues la calma, el individuo suele entrar en un
estado de beatitud que, por decir algo, sería incapaz de declarar la guerra al
más hijo puta de sus enemigos. Queda pues en manos (y nunca mejor
dicho) del lector la actuación que
decida acometer en su persona referida al tema que nos ocupa. Por mi parte solo
recordarles el momento de crispación internacional en el que vivimos y la
conveniencia de preservar la paz a toda costa, para lo cual, según lo expuesto,
no estaría demás que en el plazo más breve posible procedan para
lograrlo según el método expuesto.
(*) Mencionado por el
escritor italiano Alberto Moravia en una de sus novelas, en la que el
protagonista que frecuentaba a una prostituta que le había cogido cariño, era
expulsado con cajas destempladas por ésta cuando sus testículos no reunían las
condiciones apropiadas para el apareamiento.
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