jueves, 10 de enero de 2019

LOBOS

Duermo con la persiana de la habitación subida. Quiero decir “de la ventana”, o más exactamente “con la persiana de la ventana de la habitación subida”, pero suena demasiado prolijo y cacofónico, y por eso digo lo que digo. Creo que queda claro.
Respecto a las cortinas de la ventana, suelo dormir con ellas abiertas, de forma que pueda ver la claridad del día en cuanto comienza a amanecer, algo solo posible si al mismo tiempo se cumple lo dicho al principio. En caso contrario sería inútil. Además, durante la noche, en plena oscuridad, llego a percibir tenuamente la luz de la luna y la de la ciudad no tan lejana.
Resumiendo, duermo con las cortinas descorridas y la persiana levantada. De la única ventana de la habitación, por cierto, que esa es otra, pues podría tratarse de una habitación con dos o más ventanas, por raro que parezca. Y no todas estar en la misma situación, que yo aquí no voy a especificar, porque sin duda usted no es tonto y se lo puede imaginar. Al menos, eso creo yo, pero claro, lo que digo no es artículo de fe. Ojo.
    Porqué duermo de esta manera en lo tocante a ventanas, cortinas y persianas no lo tengo tan claro. Creo, no obstante, que soy algo claustrofóbico, y que, por lo tanto, quiero percibir desde la cama que al otro lado hay algo, que el mundo existe y que no estoy preso, que son dos de las grandes pesadillas que suelo tener cuando las tengo, que es con frecuencia. En cualquier caso, debo aquí confesar que al otro lado de la ventana no suelo ver nada. En este lugar cerca del desierto, el cielo está permanentemente despejado y por lo tanto lo que puedo ver no es nada interesante, un cielo intensamente azul, y por la noche negro, que incluso sin pensar demasiado, es como no ver nada, repito. Cuando raramente puedo ver dos nubecillas que pasan tímidamente por el cielo, me alegro mucho y siempre pienso “¡Dios mío, la atmósfera existe!”. (*) Creo que lo dicho resulta fácilmente comprensible para los seres sensibles y libres de prejuicios apriorísticos.
      Sería terrible, dicho lo dicho, o al menos eso pienso yo, dormir con las cortinas cerradas y la persiana bajada, y que al descorrerlas y subirla respectivamente, al otro lado solo pudiera ver  una ventana tapiada. Que el mundo más allá solo consiste en un muro de ladrillo como le sucedió aproximadamente al escribiente de Melville. “Yo que usted no lo haría”, espero que usted recuerde si es un hombre (o mujer) medianamente leído. Si no lo recuerda, aunque solo sea metafóricamente, ese muro ya está en usted. Usted es el muro. No sé si me explico.
   En próximas entregas creo que me dedicaré a analizar otras posibilidades nocturnas en el ámbito de mi habitación. Una habitación con vistas, por ejemplo, o una habitación propia, que soy una señorita y estimo mucho la prosa de la que se hizo llamar  Dolloway. No sé si me sigue. Y si no, las olas del mar y mi amiga Virginia se lo podrán explicar. Los lobos son otra cosa, pero no tan diferente. Dios mío, el muro existe y este último párrafo debe ser una prueba. O quizás no.
(*) Dos veces al año se desatan unas tormentas tremendas con lluvias torrenciales que duran varios días. Entonces soy feliz.

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