sábado, 22 de septiembre de 2018

ARTRÓPODOS

Hay noches en las que cuando me levanto inopinadamente, enseguida me planteo si lo hago llevado por una necesidad imperiosa de orden fisiológico o si se trata más bien de algo incidental que aprovecho para tal fin. En cualquier caso y siendo siempre así, lo primero después de sentarme en el borde de la cama es ponerme las zapatillas, no me gusta andar descalzo a pesar de que el baño esté a escasos dos metros de mi habitación. Claro que aquí debo reconocer que actúo llevado por razones absolutamente irracionales, valga la contradicción, pero de tipo práctico por lo que se verá. Tengo fobia a los bichos, y algo interior me dice que los que me acompañan en mi domicilio (de eso tengo la total seguridad) aprovechan mi ausencia durante la noche para salir a pasear. A pasear o como ellos entiendan el mero hecho de movilizarse de aquí para allá, felices sin duda de las facilidades ofrecidas. Resulta que siempre temo encontrármelos por el suelo arrastrándose o corriendo tras de mí tratando de morderme los pies, con todo el peligro que tal cosa supondría para mi salud, teniendo en cuenta que en esos momentos tengo además la certeza de que son venenosos. Ya se trate de ratas, ratones, arañas o simples cucarachas. Y no digamos nada si hablamos de otros artrópodos, especialmente las arañas peludas del Amazonas o las escolopendras y milpiés del sudeste asiático.
          Debo estar prevenido, pues aunque su existencia en un piso del centro de Madrid sería sorprendente, no hay que dejar de considerar la maldad de algunos seres humanos, capaces de introducirlos subrepticiamente en mi domicilio, y a estas alturas del siglo, la facultad de algunos seres como los mencionados para la teletransportación. Me pongo pues las zapatillas y en ocasiones incluso el batín, por si se les antojara andar por el techo o las paredes, y me acerco al cuarto de baño. Antes de proceder a lo fácilmente imaginable, suelo mirarme en el espejo en el que normalmente tengo una impresión bastante lamentable de mi aspecto, lo que para tranquilizarme suelo achacar a la luz un tanto desangelada del lugar. Siempre me prometo cambiarla pero al día siguiente me parece una solemne idiotez y la dejo como estaba. Y aquí es cuando sucede lo más curioso, pues cuando ya estoy preparado para proceder, algo en mi interior se rebela y no lo hago, vuelvo todo a su lugar, me doy media vuelta y regreso a la cama sin más preámbulos, siempre atento a la presencia de los artrópodos y demás fauna. En algunas ocasiones, sin embargo, me acerco al salón, me siento en el sofá y reflexiono sobre la futilidad de la vida y la negrura de la noche que puedo percibir a través de la cristalera de la terraza. Son instantes fugaces que dedico a la filosofía, con la cual trato de compensar mi negativa anterior. No me parece justo que una persona de mi edad, recién operada tenga unas necesidades que debieran haber desaparecido, según me indicó el especialista.

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