Hay noches en las que cuando me levanto
inopinadamente, enseguida me planteo si lo hago llevado por una necesidad
imperiosa de orden fisiológico o si se trata más bien de algo incidental que
aprovecho para tal fin. En cualquier caso y siendo siempre así, lo primero
después de sentarme en el borde de la cama es ponerme las zapatillas, no me
gusta andar descalzo a pesar de que el baño esté a escasos dos metros de mi
habitación. Claro que aquí debo reconocer que actúo llevado por razones
absolutamente irracionales, valga la contradicción, pero de tipo práctico por
lo que se verá. Tengo fobia a los bichos, y algo interior me dice que los que
me acompañan en mi domicilio (de eso tengo la total seguridad) aprovechan mi
ausencia durante la noche para salir a pasear. A pasear o como ellos entiendan
el mero hecho de movilizarse de aquí para allá, felices sin duda de las
facilidades ofrecidas. Resulta que siempre temo encontrármelos por el suelo arrastrándose
o corriendo tras de mí tratando de morderme los pies, con todo el peligro que
tal cosa supondría para mi salud, teniendo en cuenta que en esos momentos tengo
además la certeza de que son venenosos. Ya se trate de ratas, ratones, arañas o
simples cucarachas. Y no digamos nada si hablamos de otros artrópodos,
especialmente las arañas peludas del Amazonas o las escolopendras y milpiés del
sudeste asiático.
Debo estar prevenido, pues aunque su existencia en un piso del centro de
Madrid sería sorprendente, no hay que dejar de considerar la maldad de algunos
seres humanos, capaces de introducirlos subrepticiamente en mi domicilio, y a
estas alturas del siglo, la facultad de algunos seres como los mencionados para
la teletransportación. Me pongo pues las zapatillas y en ocasiones incluso el
batín, por si se les antojara andar por el techo o las paredes, y me acerco al
cuarto de baño. Antes de proceder a lo fácilmente imaginable, suelo mirarme en
el espejo en el que normalmente tengo una impresión bastante lamentable de mi
aspecto, lo que para tranquilizarme suelo achacar a la luz un tanto desangelada
del lugar. Siempre me prometo cambiarla pero al día siguiente me parece una
solemne idiotez y la dejo como estaba. Y aquí es cuando sucede lo más curioso,
pues cuando ya estoy preparado para proceder, algo en mi interior se rebela
y no lo hago, vuelvo todo a su lugar, me doy media vuelta y regreso a la
cama sin más preámbulos, siempre atento a la presencia de los artrópodos y
demás fauna. En algunas ocasiones, sin embargo, me acerco al salón, me siento
en el sofá y reflexiono sobre la futilidad de la vida y la negrura de la
noche que puedo percibir a través de la cristalera de la terraza. Son instantes
fugaces que dedico a la filosofía, con la cual trato de compensar mi negativa
anterior. No me parece justo que una persona de mi edad, recién operada tenga
unas necesidades que debieran haber desaparecido, según me indicó el
especialista.
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