lunes, 4 de junio de 2018

CARDÚMENES


CARDÚMENES 1 

Cuando Edgard Prieck decidió decir adiós a su vida pasada, para reiniciar una nueva en otro lugar, pensó que debería dar una salida airosa a su inesperado mutis. Para ello elaboró un plan complejo que más tarde juzgaría exagerado y en cierta medida pretencioso. Dejar a su pareja no le costó demasiado porque hacía ya tiempo que sus relaciones habían deteriorado, pero abandonar su profesión le resultó más difícil, entre otras cosas porque lo que le pagaban sus pacientes de venía muy bien para su vida día a día. De todas maneras, varios incidentes con algunos de ellos, en los que “ad interim” admitía que tenían toda la razón, le descorazonaron lo suficiente para decidirse a abandonar una profesión en la que ya no creía. Pensaba que los desarreglos psíquicos de cierta entidad tenían difícil solución, y que sólo la farmacología intensiva y las terapiasradicales tenían posibilidades terapéuticas (sabía que ambos métodos gozaban de una fama más que dudosa, pero él lo achacaba a la concepción decadente que el espiritu de nuestro tiempo tiene del ser humano, creyendo de forma acrítica en la eficacia de las buenas palabras y los paños calientes). El hecho es que tras más de veinte años de práctica, en la que había utilizado, métodos en los que no creía, pero que eran con mucho los más lucrativos, podía permitirse una acomodada pre-jubilación.
De esta manera, su estancia por tiempo indefinido en una remota isla del Pacífico, entre Honolulu y Nueva Caledonia, le parecía una justa recompensa a su denodada labor terapéutica en la que, a pesar de su falta de fe, y para su propio asombro, había logrado éxitos importantes, a base de mucha paciencia, buenas dosis de mano izquierda, y una enorme facilidad para derivar sus pacientes más complicados a otros colegas.
Su vida en Guanabudú transcurría con total placidez en el hotel donde se alojaba, a la espera de alquilar un bungalow en la playa. Nadie tenía ni la más remota idea de su identidad, lo que , llegado el caso le permitiría maniobrar con facilidad .
De todas formas, no pensaba dar datos fidedignos fuera cual fuera la situación, ya que tenía arreglados unos papeles que como mucho podrían relacionarle con un antiguo colono holandés, participante en la ya antigua guerra de los Boer.
La isla, que era una república independiente desde hacía un lustro, estaba habitada prácticamente en su totalidad por nativos , y algún que otro desarraigado, cómo él mismo, dedicados las más de las veces a labores no del todo claras, pues se habían asentado en rincones remotos y de difícil acceso, y se carecía de datos fehacientes sobre sus actividades, aunque se suponía que eran esencialmente de orden artístico, pues algunos bajaban de vez en cuando a la capital para vender productos artesanales y tallas de madera. Era ciertamente una isla bella e interesante, pero poco apta para el turismo, pues tenía un microclima muy inestable (agravado en los últimos tiempos por los fenómenos del Niño), y una única playa muy incómoda por su tipo de arena, mezcla de grava negra cortante y cantos rodados. El resto de la costa consistía en una serie ininterrumpida de acantilados de lava volcánica cayendo hasta el mar desde gran altura. La capital se llamaba asimismo Guanabudú , un aglomeración dispersa de casas de una planta en una extensión de varios kilómetros cuadrados. El Presidente de la República era al mismo tiempo Alcalde de la ciudad, en la que además ocupaba otros cargo que aquí sería irrelevante mencionar. La única función que no desempeñaba era la religiosa, ya que toda la población era atea, razón por la cual los Estados Unidos de América decidieron unilateralmente darles la independencia años atrás. Lo más bonito de la isla (a riesgo de ser considerados como machistas), eran sus mujeres , de una belleza sorprendentemente centroeuropea y nada polinésica, lo que siempre provocó la perplejidad de los pocos visitantes que se acercaban a sus costas, y que llegó a atraer a buen número de naturalistas y antropólogos, anhelantes por descubrir el origen de tal enigma, sobre todo teniendo en cuenta que la población masculina era totalmente negra o de tipo maorí, cosa que, esa sí, encajaba casi a la perfección en tales latitudes del Pacífico.
Nuestro personaje pronto trabó amistad con una de estas bellezas y poco después de mudarse con ella al bungalow de la playa se casaron. A los siete meses, contados día a día, fueron padres de un niño totalmente negro, lo que no causó mayor impresión en los habitantes del lugar, por las razones ya explicadas con anterioridad. Eso parecía contradecir las leyes de Mendel, pero los hechos, entonces como ahora, eran tozudos.
Poco después de su desaparición de su domicilio londinense, se dio cuenta que abandonar todo no era suficiente, sino que debía dar una nueva orientación a su vida con algún tipo de actividad gratificante, y fue en esta isla , un tanto al albur donde cayó en la cuenta que sus pasiones ocultas eran tres:la navegación fuera-borda, el buceo sin escafandra en los mares de coral y la ictiología. Así pues, poco después de instalarse en el bungalow de la playa, casarse y ser padre, decidió que era hora de empezar su nueva orientación vital con la práctica de unas actividades que, estaba seguro, iban a dar un nuevo rumbo a su vida, añadiendo una justificación definitiva a su “dassein” heidegeriano. A partir de entonces, desde las alturas de los acantilados de Guanabudú podía verse con frecuencia las evoluciones de una zodiac con motor fuera borda trazando sobre el mar dibujos de una sutilísima belleza. Hasta tal punto esto era así, que buena parte de la población, cuando tenía noticias del acontecimiento, se trasladaba a la costa y aplaudía al virtuoso piloto, que ajeno a tales fervores, no podía oir en la distancia tales muestras de entusiasmo: las olas estrellándose contra las rocas de los acantilados tienen su propia dinámica y sus leyes, las cuáles incluyen un aumento evidente de decibelios los días con marejada. Tiempo después sin embargo, la gente dejó de acudir. La zodiac ya no sorprendía a nadie con sus inusitadas cabriolas y piruetas, pues por razones para ellos desconocidas, navegaba ahora lánguidamente a lo largo de la costa, ó permanecía inmóvil a merced de las olas. Edgar había entrado por entonces en una época en la que el movimiento, y más si era errático y acelerado, no tenía sentido alguno, de acuerdo con las tesis quietistas de su esposa, fervorosa practicante de zazen. Ese era el motivo del monótono deambular de la lancha fuera borda: Edgard sentía que la contemplación de la lava solidificada derramándose desde las alturas de los acantilados hasta el mar, era mucho más gratificante que sus alocadas correrías y caracoleos sobre las aguas trazando tirabuzones. Su mente se tranquilizaba abismando su mirada en las negras paredes del precipicio, sus finas vetas de lava cayendo como lanzas de grafito sobre la rompiente de las olas. Allí era capaz de imaginar la intensa actividad volcánica en el interior de la isla, aquella belleza telúrica y a veces inquietante que por gradientes inusitados le llevaba mar adentro hasta el sutil movimiento de las placas tectónicas y la deriva de los continentes.

CARDÚMENES 2

Pero pronto terminó también esta fase marinera y de navegante solitario de Edgar, pues se dio cuenta de que resultaba más cómodo la práctica del yoga en su propia casa, en compañía de su esposa Anuskha (las mujeres de la isla no sólo parecían centroeuropeas, sino que la comunidad les ponía nombres centroeuropeos). Pasaban los días en la quietud de su tatami, tratando de alcanzar una iluminación espiritual que se había convertido en el principal objetivo de la pareja. Edgar junior, mientras tanto, les miraba con frecuencia atónito mientras jugaba con su colección de conchas marinas. Pasados unos meses en tan beatífica situación, Edgar empezó a echar de menos sus otras grandes pasiones olvidadas, el buceo y la ictiología. Enseguida se puso manos a la obra, y con un equipo bastante rudimentario comenzó sus inmersiones en solitario en el arrecife coralino de las inmediaciones. A veces, cuando se cansaba e la fauna exótica y multicolor del mismo, se internaba mar adentro, donde (según sus manifestaciones), se convirtió en una pesadilla para los bancos de sardinas, jureles y caballas, que encuanto percibían su presencia, se arremolinaban en densos cardúmenes, girando sobre sí mismos, y dibujando geometrías de una belleza inusitada en su desesperado intento de evitar sus audaces incursiones, capaz de competir con toda clase de escualos, delfines y barracudas. Al mismo tiempo, en tierra firme, construyó un acuario ayudado por dos vecinos de raza blanca que se prestaron para ello, y que pronto se vió lleno de una variada fauna marina, a la que prodigaban unos cuidados más que intensivos, dado su lamentable estado de ingreso en el mismo, pues era capturada normalmente con fusil de caza submarina ó explosiones controladas de trilita de baja intensidad siguiendo los métodos supuestamente terapéuticos de su Gabinete de Psicologia. Por fín le convencieron de emplear métodos menos agresivos, lo que supuso, una vez fueron puestos en práctica, una mejora visible para el acuario, pasando sus aguas de un color rojotinta al verdiazul natural, por razones fácilmente comprensibles.
Por entonces comunicarse con los nativos empezó a hacerse difícil, pues aunque hablaban un correcto inglés americano, se habían vuelto tremendamente nacionalistas y se negaban a hacerlo, e incluso simulaban no entenderlo, empleando solo un lenguaje por señas y una gestualidad facial exuberante. Por otro lado, el dinero estaba desapareciendo rápidamente de circulación, y en su negativa a integrarse en el mundo moderno, los aborígenes (ya se les podía llamar con propiedad así), volvían a emplear la economía del trueque en su decidida “vuelta a los orígenes” (en palabras de su Presidente, que por aquella época, y da e la noche a la mañana, decidió dar de baja en la ONU a su país).
Fue por entonces cuando los acontecimientos dieron un giro inesperado en la vida de los Prieck. Un día cualquiera, al salir de su diario período de inmersión, Anuskha sorprendió a su marido con una confesión que le dejó muy preocupado, y que él mismo pudo comprobar inmediatamente. Durante la noche anterior, Edgar junior había sufrido un proceso acelerado de despigmentación en vetas. Su piel presentaba ahora una coloración a rayas blancas y negras, de una innegable pero desasosegante belleza. Como la salud del chico, de acuerdo con lo manifestado por el médico, era buena, no decidieron darle a aquello mayor importancia. Eso no impidió que se produjera una nueva oleada de visitantes científicos, a los que llegó la noticia de forma un tanto misteriosa, posiblemente a través de alguno de los escasos pasajeros que abandonaban la isla desde el aeródromo en que se había convertido el otrora boyante Aeropuerto Internacional de Guanabudú. Todos se quedaron muy impresionados por la espectacular mutación sufrida por el muchacho, que, según ellos, corroboraba en buena medida la teoría del “equilibrio puntuado” de Stephen jay Gould y las más sofisticadas y menos creíbles de Lynn Margulis. Uno de ellos, tiempo después, llegó a publicar en “Science” un articulo, posteriormente muy debatido, en el que se proponía una nueva teoría de la selección natural de Darwin, según la cual el hombre no habría evolucionado a partir del mono, sino de algún tipo de cuadrúpedo de la sabana africana. Quedaba el misterio del lenguaje, la posición erecta y la conversión de las patas delanteras en brazos, detalles menores de acuerdo con el autor, teniendo en cuenta además los rasgos vaga pero inequívocamente equinos del joven. Los habitantes de la isla se convirtieron en masa a un nuevo tipo de animismo, en el que , sin embargo, dados los antecedentes cristianos de Edgar Prieck, el chamán debía oficiar los rituales y ceremonias en taparrabos, pero con casulla.
Los acontecimientos se precipitaban, y Edgar se dio cuenta de que su situación en nada se parecía a lo que en un principio imaginó para sus bien ganada prejubilación en una isla del pacífico. Las visitas de las autoridades de la isla se sucedían en su domicilio con las propuestas más disparatadas, la última de las cuáles consistía en su próxima proclamación como Presidente de la supuesta nación, a la espera de la mayoría de edad de su hijo, considerado ahora como una divinidad. Era además una propuesta coercitiva que no admitía negativas. Fué entonces cuando vió con claridad que su decisión de abandonar su acomodada vida en la metrópoli había sido precipitada al no evaluar los riesgos que podía suponer. Un arrebato de su impulsivo carácter que le habían llevado a su crítica situación actual. La decisión fue rápida en función de los datos que obraban en su poder y que eran todos negativos. Una mañana al amanecer abandonó la isla en una avioneta de la isla propiedad de uno de los antropólogos rezagados. Se iba a entregar en la City. Sabía que autoinculparse a estas alturas tenía poco sentido, ya que el primer delito, asesinar a un supuesto extraterrestre era poco creíble, y el otro, haber engendrado y abandonado a una especie de centauro rayado y sietemesino en una Isla ignota del Pacífico, resultaba, a pesar del artículo de “Science”, aún menos creíble. Para colmo, al poco de regresar a Londres, le llegó la noticia de la erupción masiva de Guanabudú, con lo que Edgar tuvo que dar como definitivamente finiquitado su periplo ultramarino y aceptar que los pocos años que le quedasen podría pasarlos en una Residencia para la Tercera Edad de primera categoría, donde esperaba que ninguna sombra amenazante le impulsara de nuevo a cambiar a otro domicilio que no fuese el Panteón familiar.

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