martes, 19 de junio de 2018

ASCENSORES


La profesión de Romualdo consiste en subir escaleras. Él lo tiene muy a gala y por nada del mundo quisiera ser confundido con quien responda al concepto de escalador (y mucho menos de montañista). Reconoce la modestia de su oficio, hecho para hombres corrientes y nada pretenciosos, como en su opinión son los que pretenden alcanzar las cumbres de las montañas más altas del planeta. Puro narcisismo es lo que tienen, suele concluir cuando se le compara con ellos peyorativamente. Con esta afición, Romualdo ha subido las escaleras de los edificios más elevados de las principales ciudades del país, y proyecta viajar en breve al extranjero con el mismo objetivo, especialmente a las capitales europeas más importantes y a Nueva York, Sanghai y Tokio, en muchas de las cuales superan los cincuenta pisos. Para ello suele contar con el permiso del portero o la seguridad del inmueble, aunque ante su negativa, recurre a ardides practicadas en la infancia, o a estrategias aprendidas durante su servicio militar como oficial de complemento, en especial la conocida con el nombre de diversión, que consiste en hacer creer al enemigo que el ataque va a tener lugar aquí cuando la verdad es que va a suceder allí, como sin ir más lejos pasó con el desembarco de Normandía en la Segunda Guerra Mundial, que acabó provocando el triunfo de los aliados.
         Una vez en la escalera, su principal entretenimiento consiste en ver pasar al ascensor subiendo, momento en el que trata de averiguar el piso en donde se detendrá. Dice que casi nunca acierta, aunque con el tiempo va desarrollando un oído extraordinariamente sutil y cada vez se aproxima más. Claro que esto es lo que él cuenta, porque pensándolo un poco, no vemos como llega a tal conclusión, dado que el ascensor no deja ningún rastro tras de sí cuando emprende el viaje de nuevo. En una ocasión, el ascensor se paró en el piso donde él descansaba en esos momentos, dice que el 32, y lógicamente los ocupantes al bajarse se quedaron mirándole con asombro, explicándoles de inmediato por miedo a que avisaran al portero, que tenía una “fobia extrema a los ascensores, y en general a los espacios cerrados”, con los que aquellos parecieron conformarse, no tomando en consideración verle sentado en la escalera al borde del rellano tomándose un bocadillo y un refresco. Romualdo solía aprovechar esos momentos para reflexionar sobre el sentido de su actividad, teniendo en cuenta que arriba no le esperaba nada, y solía llegar a la conclusión de que lo suyo, siendo evidentemente original y poco frecuente, era una manera más de pasar el tiempo, algo que aunque no lo confesara abiertamente, es a lo que se dedicaba la inmensa mayoría de la gente. Claro que no se le escapaba que en su razonamiento existe una incongruencia básica, pues los otros lo hacen en su mayor parte para ganarse la vida en un trabajo, algo que él no necesita por razones que no hacen al caso pero fácilmente imaginables. Es entonces cuando tiene la certeza de que su actividad puede ser considerada como ocio, y se quedaba tan contento.
 Durante el resto de la ascensión, cuando sube escaleras suele pensar en las banalidades habituales de la vida cotidiana, excepto en las contadas ocasiones en las que algo le preocupa especialmente, que como es natural se convierte en el leit motif  de la misma. Llegado aquí, suele confesar a los más próximos, que lo verdaderamente cierto es que con el tiempo que lleva practicando esta especie de alpinismo de bolsillo (son palabras suyas), ha llegado un momento en que la inmensa mayoría de las veces no piensa absolutamente en nada. Se concentra en los peldaños de la escalera, que va contando según sube, y su cabeza se abstrae de toda lucubración. Al parecer entra en una especie de nirvana que hace la ascensión muy placentera, y que incluso reduce su frecuencia cardiaca, como ha podido comprobar con el pulsómetro de mano que suele llevar.
        En las ocasiones en las que se muestra menos optimista, Romualdo, que en sus otros ratos de ocio se dedica especialmente a los paseos por un parque cercano a su casa y a la lectura, llega a conclusiones menos tranquilizadoras y compara su actividad con las de algunos personajes de Franz Kafka, el famoso escritor checoslovaco al que leyó exhaustivamente en su juventud, y algunas de cuyas novelas estuvieron a punto a trastornarle. Tratan en general de un personaje que por motivos que desconoce, tiene que pasar por situaciones incomprensibles y ajenas a toda lógica. O lo que es lo mismo, carentes de una causalidad que las justifique. Y eso le parece que le sucede  a él en esos momentos, sube y sube escaleras sin ningún sentido, una estupidez injustificable, a la que para darse un tono más intelectual califica de absurdo. Se ve en esos instantes como el protagonista del autor checoslovaco, y en cierta medida compite con él y trata de hacerle ver, si tal cosa fuera posible, que el absurdo es algo real, y que determinadas situaciones o actividades no deben descartarse de un plumazo tachándolas así. La diferencia es que en su caso no se trata de que nada exterior le obligue, sino que quien lo hace es una instancia interior de su propio cerebro, que más que aconsejarle le conmina a ello. Es en esos escasos momentos, en los que cae en una suerte de depresión al sentirse invadido por un ente ajeno a sí mismo, lo que le lleva a elaboradísimas teorías sobre la autenticidad de su yo. ¿Es él, Romualdo Pérez García, quien realmente cree ser durante buena parte del día, o es otro, habitado por algo que nada tiene que ver con él mismo, una especie de trasplante que llegado el caso, le maneja a su antojo?
Afortunadamente estos momentos duran poco tiempo, y aunque cuando llegan le inquietan seriamente, por las tardes cuando puede ya relajarse después de realizar su cometido suele concentrarse en los programas de entretenimiento de la televisión que le relajan bastante. A última hora del día y especialmente al acostarse suele sentir cierto nerviosismo esperando la ascensión del día siguiente, en especial los momentos del bocadillo y el nirvana. Y sobre todo el descenso en el ascensor, cuando experimenta una sensación tan placentera que quizás no sea demasiado decoroso poner aquí por escrito.

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