La profesión de Romualdo consiste en subir
escaleras. Él lo tiene muy a gala y por nada del mundo quisiera ser confundido
con quien responda al concepto de escalador (y mucho menos de montañista).
Reconoce la modestia de su oficio, hecho para hombres corrientes y nada
pretenciosos, como en su opinión son los que pretenden alcanzar las cumbres de
las montañas más altas del planeta. Puro narcisismo es lo que tienen,
suele concluir cuando se le compara con ellos peyorativamente. Con esta afición,
Romualdo ha subido las escaleras de los edificios más elevados de las
principales ciudades del país, y proyecta viajar en breve al extranjero con el mismo
objetivo, especialmente a las capitales europeas más importantes y a Nueva
York, Sanghai y Tokio, en muchas de las cuales superan los cincuenta pisos.
Para ello suele contar con el permiso del portero o la seguridad del inmueble,
aunque ante su negativa, recurre a ardides practicadas en la infancia, o a estrategias
aprendidas durante su servicio militar como oficial de complemento, en especial
la conocida con el nombre de diversión, que consiste en hacer creer al
enemigo que el ataque va a tener lugar aquí cuando la verdad es que va a
suceder allí, como sin ir más lejos pasó con el desembarco de Normandía
en la Segunda Guerra Mundial, que acabó provocando el triunfo de los aliados.
Una
vez en la escalera, su principal entretenimiento consiste en ver pasar al
ascensor subiendo, momento en el que trata de averiguar el piso en donde se
detendrá. Dice que casi nunca acierta, aunque con el tiempo va desarrollando un
oído extraordinariamente sutil y cada vez se aproxima más. Claro que
esto es lo que él cuenta, porque pensándolo un poco, no vemos como llega a tal
conclusión, dado que el ascensor no deja ningún rastro tras de sí cuando
emprende el viaje de nuevo. En una ocasión, el ascensor se paró
en el piso donde él descansaba en esos momentos, dice que el 32, y lógicamente
los ocupantes al bajarse se quedaron mirándole con asombro, explicándoles de
inmediato por miedo a que avisaran al portero, que tenía una “fobia extrema
a los ascensores, y en general a los espacios cerrados”, con los que aquellos parecieron
conformarse, no tomando en consideración verle sentado en la escalera al borde
del rellano tomándose un bocadillo y un refresco. Romualdo solía aprovechar
esos momentos para reflexionar sobre el sentido de su actividad, teniendo en
cuenta que arriba no le esperaba nada, y solía llegar a la conclusión de
que lo suyo, siendo evidentemente original y poco frecuente, era una manera más
de pasar el tiempo, algo que aunque no lo confesara abiertamente, es a lo que
se dedicaba la inmensa mayoría de la gente. Claro que no se le escapaba que en
su razonamiento existe una incongruencia básica, pues los otros lo hacen en su
mayor parte para ganarse la vida en un trabajo, algo que él no necesita por
razones que no hacen al caso pero fácilmente imaginables. Es entonces cuando
tiene la certeza de que su actividad puede ser considerada como ocio, y
se quedaba tan contento.
Durante el
resto de la ascensión, cuando sube escaleras suele pensar en las banalidades
habituales de la vida cotidiana, excepto en las contadas ocasiones en las que
algo le preocupa especialmente, que como es natural se convierte en el leit
motif de la misma. Llegado aquí,
suele confesar a los más próximos, que lo verdaderamente cierto es que con el
tiempo que lleva practicando esta especie de alpinismo de bolsillo (son
palabras suyas), ha llegado un momento en que la inmensa mayoría de las veces no
piensa absolutamente en nada. Se concentra en los peldaños de la
escalera, que va contando según sube, y su cabeza se abstrae de toda
lucubración. Al parecer entra en una especie de nirvana que hace la
ascensión muy placentera, y que incluso reduce su frecuencia cardiaca, como ha
podido comprobar con el pulsómetro de mano que suele llevar.
En
las ocasiones en las que se muestra menos optimista, Romualdo, que en sus otros
ratos de ocio se dedica especialmente a los paseos por un parque cercano a su
casa y a la lectura, llega a conclusiones menos tranquilizadoras y compara su
actividad con las de algunos personajes de Franz Kafka, el famoso escritor
checoslovaco al que leyó exhaustivamente en su juventud, y algunas de cuyas
novelas estuvieron a punto a trastornarle. Tratan en general de un personaje
que por motivos que desconoce, tiene que pasar por situaciones incomprensibles
y ajenas a toda lógica. O lo que es lo mismo, carentes de una causalidad que
las justifique. Y eso le parece que le sucede
a él en esos momentos, sube y sube escaleras sin ningún sentido, una
estupidez injustificable, a la que para darse un tono más intelectual califica
de absurdo. Se ve en esos instantes como el protagonista del autor
checoslovaco, y en cierta medida compite con él y trata de hacerle ver,
si tal cosa fuera posible, que el absurdo es algo real, y que determinadas
situaciones o actividades no deben descartarse de un plumazo tachándolas así.
La diferencia es que en su caso no se trata de que nada exterior le obligue,
sino que quien lo hace es una instancia interior de su propio cerebro,
que más que aconsejarle le conmina a ello. Es en esos escasos momentos,
en los que cae en una suerte de depresión al sentirse invadido por un ente ajeno
a sí mismo, lo que le lleva a elaboradísimas teorías sobre la autenticidad de
su yo. ¿Es él, Romualdo Pérez García, quien realmente cree ser durante
buena parte del día, o es otro, habitado por algo que nada tiene que ver
con él mismo, una especie de trasplante que llegado el caso, le maneja a
su antojo?
Afortunadamente estos momentos duran poco tiempo,
y aunque cuando llegan le inquietan seriamente, por las tardes cuando puede ya
relajarse después de realizar su cometido suele concentrarse en los
programas de entretenimiento de la televisión que le relajan bastante. A última
hora del día y especialmente al acostarse suele sentir cierto nerviosismo
esperando la ascensión del día siguiente, en especial los momentos del
bocadillo y el nirvana. Y sobre todo el descenso en el ascensor, cuando
experimenta una sensación tan placentera que quizás no sea demasiado decoroso
poner aquí por escrito.
No hay comentarios:
Publicar un comentario