K se despierta a medianoche después de haber visto
por la tarde un programa sobre ovnis, y tiene la seguridad de ser un marciano
infiltrado en la Tierra. Para más inri, sus vecinos de piso tienen también la impresión de no ser de este
mundo, lo que origina unas situaciones que nada tienen que ver con lo anterior,
e incluso le permiten escribir alguna historia que recuerda a otra muy famosa
de Franz Kafka.
K está obsesionado con el verdadero sentido de de
los entes, los seres y las cosas, por lo que termina haciendo una lista de los
posibles significados de algunos de ellos, con objeto de tener siempre
conciencia de cuanto le rodea y de sí mismo, para que su vida le resulte más
fácil y llevadera.
K escribe un tanto al azar todo lo que se le pasa
por la cabeza, y el resultado es una especie de dietario que lo mismo puede
servir como una mínima memoria personal un tanto deslavazada, que como un libro
de cocina.
K es un lector empedernido, que de vez en cuando llega
a mezclar sus lecturas con algunas historias de su propia cosecha, en las que
lo mismo caben pequeños ensayos filosóficos que mínimos cuentos surrealistas o
poéticos. E incluso humorísticos, que dan al conjunto un aire más ligero, por
mucho que un tipo solitario sea incapaz de disfrutar de una bonita tarde de
verano frente al puerto de Oslo.
K no entiende por qué en este mundo solo se alaba
a los vencedores. Él es partidario de la gran mayoría, es decir, de los
perdedores. Claro que él es un perdedor nato y su opinión podría considerarse
como una suerte de egoísmo.
K pasa temporadas recluido en su habitación, de
donde solo sale para comer y hacer sus necesidades. A quien extrañado le
pregunta por las razones de tan singular comportamiento, suele responderle que
el mundo le cabe en la cabeza. Esta, sin embargo, no tiene nada de
extraordinario ni en su aspecto ni en su contenido. El caso es que es físico de
partículas y es posible que tal condición sea algo más que una profesión o una
metáfora.
K entra en el local, coge uno de los periódicos
que están sobre la barra para los clientes, y después de pedir un café bien
cargado con sacarina, se sienta y se pone a leer de inmediato con avidez. Pasa
las páginas muy despacio, y en ocasiones sigue con un dedo el texto que esté leyendo
en esos momentos. En ocasiones parece no estar de acuerdo, y se le oye
farfullar algo, aunque nunca llegue a expresar nada medianamente comprensible.
Lo sorprendente del hecho es que jamás prueba el café que, sin embargo, paga
religiosamente, lo que sume al camarero y la clientela en la perplejidad. Pero,
por raro que parezca, nadie parece dispuesto a preguntarle la razón de tal
incoherencia. Se ha convertido en un mito, cuyo significado todos quieren
mantener oculto. Como tantos otros, por cierto.
K no es una persona gregaria. Aborrece los
best-sellers y le espantan las multitudes, por lo que sería imposible verle
vociferando como espectador en un partido de fútbol o en una manifestación, con
o sin banderita. Odia ser algo más que él mismo, y al parecer en su domicilio
se sienta en el sofá o pasea a lo largo del pasillo como Dios le trajo al
mundo. Odia la ropa, algo en su opinión absolutamente artificial e impropio de
los seres vivos, de los cuales suele poner como ejemplo a los animalitos del bosque.
Hay quien llega a asegurar que en algún
momento le ha oído decir que incluso le sobra la piel, algo que sorprende
cuando en la farmacia aseguran que compra asiduamente crema hidratante de aloe
vera al 100%.
K en ocasione aprecia ser llamado por su nombre
completo, Kafka, del que ha hecho su patronímico, eliminando a Franz, que es el
verdadero, pero que le parece vulgar. En tales ocasiones, solo admite
conversaciones que tengan que ver con el famoso autor checoslovaco del mismo
nombre, de quien dice ser sobrino político. Manifiesta adorar a las cucarachas,
hecho que hace que quienes le conocen, duden de su parentesco, pues de todos es
sabido la repugnancia que le inspiraban a su supuesto tío los blatodeos y los
mustélidos.
K de acuerdo, pero KK no, afirma K fuera de sí.
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