Me preocupa este desasosiego matinal
que me sorprende como una boa constrictor al doblar una esquina en Manhattan;
como ella, me aprisiona y aovilla, sabedor de que es en esos primeros momentos
donde todo se juega. Tengo aún opciones para escapar, es cierto, pues el dribbling
y el gambeteo siempre fueron dominados por unas piernas, las mías, hechas para
el regate en corto. Que no se me pidan, sin embargo, galopadas a lo largo de la
banda, que para eso con otros ya fue suficiente. Elegidme, si tal cosa fuera
necesaria, para el ingenio breve y fulgurante, esa capacidad de parecer lo que
no se es, o siéndolo, parecerlo aún más. Ya sé que, puestos a ello, cada cual
es capaz de buscar alternativas, y los itinerarios pueden rectificarse cuando
se sabe que el peligro acecha detrás de una esquina. Se desprecia a mi modo de
ver, y yo me incluyo, el paso lento y mesurado, como si solo la velocidad, y no
la amplitud de la zancada, fueran lo importante, aunque ya sé que no siempre el
compás puede abrirse todo lo que uno desearía. El aprendizaje de la lentitud es
algo en general poco considerado, se olvida esa íntima satisfacción, casi
deleite, de detenerse y apreciar el
paisaje, urgidos por una prisa que solo nos conducirá al despeñadero. Dadas la
boa y las esquinas, no haríamos mal en suponer a priori que toda precaución es
poca, pues con la primera es inútil eternizarse en divagaciones, teniendo tales
seres como único argumento el incremento de la presión por centímetro cuadrado,
y con las segundas, ser consciente de la opacidad del 95% de los materiales
sólidos. Si actuamos como es previsible en alguien que sabe apreciar la
importancia de los razonamientos, es más que posible que permanezcamos a una
distancia prudencial de la digamos fiera, y que incluso podamos pasear a su
alrededor tranquilamente, y observar las maravillas que la madre naturaleza
puede conferir a los seres vivos, anden, naden o vuelen. O como es el caso, se
arrastren por los suelos. Los ofidios nos pueden enseñar la importancia de la
lentitud a la que más arriba se aludió, pues es bien sabido que por mucho que
se apuren, nunca podrán competir con un antílope, ni, guardando las distancias,
con las arañas tejedoras, aunque resulten netamente superiores a las tortugas. Prevenido
pues por sustos precedentes, tomo la calle de amanecida en el preciso momento
que los servicios municipales de limpieza recitan las últimas estrofas de los
poemas que Federico García Lorca dedicó a Nuevo York, cuando las boas deciden
por fin regresar a las alcantarillas, donde mantienen una relación ambivalente
con las ratas, pues lo mismo confraternizan con ellas que se las tragan sin
decir ni siquiera esta boca es mía. Duro y bello oficio este de paseante que nunca
alcanzará en este lugar del mundo la belleza europea de Guermantes, y para nada
recordará a los paseos y ensoñacianes de Jean Jacques Rousseau, cuando estimaba
en un rapto de melancolía y abandono, que se hallaba solo el mundo sin más hermano, amigo ni sociedad que él
mismo.
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