El día que Alicia
le abandonó, Gustavo anduvo desasosegado de aquí para allá, pero poco antes de
anochecer regresó a su domicilio sin mayores problemas. Antes de acostarse se
preparó una colación ligera a modo de cena, compuesta por un caldo de pollo,
dos huevos al plato y una patata hervida. Apenas se le había ido el apetito. Al
meterse en la cama, para su sorpresa, se hallaba en un estado próximo a la
euforia, y tuvo que tomarse un tranquilizante para relajarse. Antes de cerrar
los ojos recordó brevemente a los filósofos presocráticos y algunos aforismos
del Tractatus de Wittgenstein. Luego se durmió profundamente, aunque de
madrugada soñó con su esposa vestida con una túnica blanca montada sobre un
caballo también blanco. Le decía adiós con la mano sonriendo abiertamente, para
partir de inmediato al galope, lo que hizo que se despertara un tanto
sobresaltado pero riéndose a carcajadas.
Al despertar,
apenas recordaba lo sucedido el día anterior y se sorprendió de no ver a Alicia
a su lado, aunque finalmente recordó que le había abandonado. Se levantó y
preparó un desayuno a base de café con leche con dos magdalenas y un zumo de
melocotón (de bote). A media mañana se trasladó al parque de El Olvido, y una
vez allí, después de dar un breve paseo hasta el estanque para estirar las
piernas, se sentó en un banco. A su lado estaba un tipo con mal aspecto, que no
le hacía ninguna gracia, pero procuró no hacerle caso y distraerse tirando
migas de pan a las palomas, muy abundantes en aquel lugar. Ver la confianza y
docilidad de los animalitos le relajaba. Sin embargo, el individuo en cuestión
los empezó a espantar a patadas, al tiempo que él mismo se comía las migas. Se
mudó a un banco alejado de aquel bárbaro, donde estuvo cavilando un buen rato
sobre los últimos acontecimientos de su vida, y especialmente en algunos aspectos
de su esposa, sus cualidades y defectos. Entre las primeras destacaba el mero
hecho de ser una mujer muy guapa, de las que llamaban la atención, hasta tal
punto que años atrás sus amistades la habían calificado como “una mujer de
bandera”. Además había hecho un curso de Secretariado. Entre sus defectos más
sobresalientes, destacaba su incapacidad absoluta para permanecer callada más
de medio minuto, y la evidencia de que el tiempo pasa incluso para los cuerpos
“más gloriosos” (fue la primera expresión que se le vino a la cabeza, aunque él
jamás la utilizara). Sus cualidades, puestos a hacer balance, superaban con
muchos a sus defectos, por lo que en un momento dado la echó de menos y deseó
que estuviera a su lado dando de comer a las palomas. Pero pronto intentó
pensar en otra cosa al recordar su despedida, escueta pero taxativa: “Gustavo,
te abandono, no me busques. Me voy a otro lugar de la península ibérica. Para
tu tranquilidad te diré que no hay otro hombre”.
Después volvió a
casa y entró en de los restaurantes de
sus inmediaciones. Allí pronto olvidó esas elucubraciones, al comprobar que
todo el personal de servicio del local, incluidos el propietario y el maître,
eran unos tipos muy mayores (de hecho, venerables ancianos), que no debía tener
menos de cien años. Lo sorprendente era que tales individuos se comportaban
como auténticos adolescentes, tanto en sus manifestaciones verbales, plagadas
de bromas y chascarrillos, como en su aspecto físico, destacando por una
agilidad y energía que desplegaban como auténticos atletas. Abandonó el bar y
volvió a su casa, donde nada más llegar se propuso dedicar la tarde a meditar
concienzudamente sobre la ausencia de Adela. Se sentó en el sofá y con un lápiz
empezó a escribir sobre una hoja de papel los aspectos más relevantes de aquel
acontecimiento. Casi de inmediato, sin embargo, a poco de empezar la tarea,
pudo ver a través de la ventana que había empezado a llover con cierta
intensidad, lo que de inmediato le sugirió que el hecho de ser abandonado
reunía las mismas condiciones que la inesperada lluvia. De repente surgen unas
nubes en el horizonte, se acercan, se hacen más densas y oscuras y empieza a
llover. Se trataba pues de fenómenos muy parecidos e inevitables, por lo que se
levantó, dejó el lápiz sobre la mesa, rompió el papel donde había empezado a
pergeñar sus impresiones, y lo tiró a la basura. Era inútil ofuscarse y
buscarle tres pies al gato. Debía aceptar los hechos tal como habían sucedido y
no darle más vueltas al asunto. Poco después puso un guasap a sus amistades más
próximas (y con algunas variantes, a sus tres hijos), con el siguiente texto
“Alicia me ha abandonado, pero la vida sigue. Es inútil lamentarse, sobre todo
porque, sorprendentemente, a pesar de los pesares, mi moral está por las nubes.
Adiós”.
Luego se
adormeció durante buena parte de la tarde, aunque al despabilarse tuvo la
sensación de haber estado conversando con su mujer, que le había llamado por
teléfono desde Lisboa diciéndole que estaba muy arrepentida y que pronto
volvería. Al ver en el reloj de pared que ya faltaba poco para las nueve, se
decidió a bajar al mismo bar del mediodía, para tomarse cualquier cosa como
refrigerio vespertino. Ya allí y una vez sentado a la mesa, le dijo al camarero
que quería comer algo “porque era la hora”, y que lo mismo le daba un filete de
ternera que un revuelto de gambas y ajetes. El empleado trató de hacerle ver
que esos platos no figuraban en la carta a esas horas, a lo que Gustavo añadió
que no tenía nada que añadir, y que puestos a ello, podían avisar a los
bomberos o a la policía, porque él no pensaba moverse, y tanto le daba.
Finalmente, cuando ya eran audibles las sirenas de la autoridad llegando a la
zona, se avino a razones, y comió cuatro de los cinco platos que figuraban como
“entradas”. Al abandonar el local, poco después de que los bomberos
comprendieran que se trataba de una falsa alarma, Gustavo se asombró del cambio
sufrido por los camareros en el corto intervalo de la comida a la cena, pues si
en aquella se trataba de auténticos carcamales haciéndose pasar por jóvenes
atletas, ahora sucedía todo lo contrario, y unos chicos que no alcanzarían los
veinte años de edad, parecían unos viejos decrépitos aquejados por todos tipo
de males, que se desplazaban renqueantes entre las mesas, clamando al cielo por
su infortunio apenas comenzadas sus cortas vidas. Al llegar a casa se sintió
invadido por una saudade muy profunda, y se durmió en el sofá escuchando fados
y esperando el regreso de su añorada Alicia.
Esta, sin
embargo, nunca volvió, hecho que Gustavo siempre justificaba diciendo que,
después de todo, era normal porque sin duda “había pasado al otro lado del
espejo”, lo que le tranquilizaba e hizo posible que llegase a alcanzar la
extraña longevidad de los camareros de su bar habitual, mitad ancianos mitad
adolescentes.
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