viernes, 13 de marzo de 2015

PALOMAS



El día que Alicia le abandonó, Gustavo anduvo desasosegado de aquí para allá, pero poco antes de anochecer regresó a su domicilio sin mayores problemas. Antes de acostarse se preparó una colación ligera a modo de cena, compuesta por un caldo de pollo, dos huevos al plato y una patata hervida. Apenas se le había ido el apetito. Al meterse en la cama, para su sorpresa, se hallaba en un estado próximo a la euforia, y tuvo que tomarse un tranquilizante para relajarse. Antes de cerrar los ojos recordó brevemente a los filósofos presocráticos y algunos aforismos del Tractatus de Wittgenstein. Luego se durmió profundamente, aunque de madrugada soñó con su esposa vestida con una túnica blanca montada sobre un caballo también blanco. Le decía adiós con la mano sonriendo abiertamente, para partir de inmediato al galope, lo que hizo que se despertara un tanto sobresaltado pero riéndose a carcajadas.
Al despertar, apenas recordaba lo sucedido el día anterior y se sorprendió de no ver a Alicia a su lado, aunque finalmente recordó que le había abandonado. Se levantó y preparó un desayuno a base de café con leche con dos magdalenas y un zumo de melocotón (de bote). A media mañana se trasladó al parque de El Olvido, y una vez allí, después de dar un breve paseo hasta el estanque para estirar las piernas, se sentó en un banco. A su lado estaba un tipo con mal aspecto, que no le hacía ninguna gracia, pero procuró no hacerle caso y distraerse tirando migas de pan a las palomas, muy abundantes en aquel lugar. Ver la confianza y docilidad de los animalitos le relajaba. Sin embargo, el individuo en cuestión los empezó a espantar a patadas, al tiempo que él mismo se comía las migas. Se mudó a un banco alejado de aquel bárbaro, donde estuvo cavilando un buen rato sobre los últimos acontecimientos de su vida, y especialmente en algunos aspectos de su esposa, sus cualidades y defectos. Entre las primeras destacaba el mero hecho de ser una mujer muy guapa, de las que llamaban la atención, hasta tal punto que años atrás sus amistades la habían calificado como “una mujer de bandera”. Además había hecho un curso de Secretariado. Entre sus defectos más sobresalientes, destacaba su incapacidad absoluta para permanecer callada más de medio minuto, y la evidencia de que el tiempo pasa incluso para los cuerpos “más gloriosos” (fue la primera expresión que se le vino a la cabeza, aunque él jamás la utilizara). Sus cualidades, puestos a hacer balance, superaban con muchos a sus defectos, por lo que en un momento dado la echó de menos y deseó que estuviera a su lado dando de comer a las palomas. Pero pronto intentó pensar en otra cosa al recordar su despedida, escueta pero taxativa: “Gustavo, te abandono, no me busques. Me voy a otro lugar de la península ibérica. Para tu tranquilidad te diré que no hay otro hombre”.
Después volvió a casa y entró en  de los restaurantes de sus inmediaciones. Allí pronto olvidó esas elucubraciones, al comprobar que todo el personal de servicio del local, incluidos el propietario y el maître, eran unos tipos muy mayores (de hecho, venerables ancianos), que no debía tener menos de cien años. Lo sorprendente era que tales individuos se comportaban como auténticos adolescentes, tanto en sus manifestaciones verbales, plagadas de bromas y chascarrillos, como en su aspecto físico, destacando por una agilidad y energía que desplegaban como auténticos atletas. Abandonó el bar y volvió a su casa, donde nada más llegar se propuso dedicar la tarde a meditar concienzudamente sobre la ausencia de Adela. Se sentó en el sofá y con un lápiz empezó a escribir sobre una hoja de papel los aspectos más relevantes de aquel acontecimiento. Casi de inmediato, sin embargo, a poco de empezar la tarea, pudo ver a través de la ventana que había empezado a llover con cierta intensidad, lo que de inmediato le sugirió que el hecho de ser abandonado reunía las mismas condiciones que la inesperada lluvia. De repente surgen unas nubes en el horizonte, se acercan, se hacen más densas y oscuras y empieza a llover. Se trataba pues de fenómenos muy parecidos e inevitables, por lo que se levantó, dejó el lápiz sobre la mesa, rompió el papel donde había empezado a pergeñar sus impresiones, y lo tiró a la basura. Era inútil ofuscarse y buscarle tres pies al gato. Debía aceptar los hechos tal como habían sucedido y no darle más vueltas al asunto. Poco después puso un guasap a sus amistades más próximas (y con algunas variantes, a sus tres hijos), con el siguiente texto “Alicia me ha abandonado, pero la vida sigue. Es inútil lamentarse, sobre todo porque, sorprendentemente, a pesar de los pesares, mi moral está por las nubes. Adiós”.
Luego se adormeció durante buena parte de la tarde, aunque al despabilarse tuvo la sensación de haber estado conversando con su mujer, que le había llamado por teléfono desde Lisboa diciéndole que estaba muy arrepentida y que pronto volvería. Al ver en el reloj de pared que ya faltaba poco para las nueve, se decidió a bajar al mismo bar del mediodía, para tomarse cualquier cosa como refrigerio vespertino. Ya allí y una vez sentado a la mesa, le dijo al camarero que quería comer algo “porque era la hora”, y que lo mismo le daba un filete de ternera que un revuelto de gambas y ajetes. El empleado trató de hacerle ver que esos platos no figuraban en la carta a esas horas, a lo que Gustavo añadió que no tenía nada que añadir, y que puestos a ello, podían avisar a los bomberos o a la policía, porque él no pensaba moverse, y tanto le daba. Finalmente, cuando ya eran audibles las sirenas de la autoridad llegando a la zona, se avino a razones, y comió cuatro de los cinco platos que figuraban como “entradas”. Al abandonar el local, poco después de que los bomberos comprendieran que se trataba de una falsa alarma, Gustavo se asombró del cambio sufrido por los camareros en el corto intervalo de la comida a la cena, pues si en aquella se trataba de auténticos carcamales haciéndose pasar por jóvenes atletas, ahora sucedía todo lo contrario, y unos chicos que no alcanzarían los veinte años de edad, parecían unos viejos decrépitos aquejados por todos tipo de males, que se desplazaban renqueantes entre las mesas, clamando al cielo por su infortunio apenas comenzadas sus cortas vidas. Al llegar a casa se sintió invadido por una saudade muy profunda, y se durmió en el sofá escuchando fados y esperando el regreso de su añorada Alicia.
Esta, sin embargo, nunca volvió, hecho que Gustavo siempre justificaba diciendo que, después de todo, era normal porque sin duda “había pasado al otro lado del espejo”, lo que le tranquilizaba e hizo posible que llegase a alcanzar la extraña longevidad de los camareros de su bar habitual, mitad ancianos mitad adolescentes.

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