Por aquí todo sigue igual. Al menos esa es mi impresión y la de las
personas con las que me relaciono. La verdad, sin embargo, es que cuando
hablamos sobre ello, parecen titubear un instante, lo que me hace
pensar que quizás en el fondo de ellas mismas no lo tienen tan claro.
Después de todo, a mí me pasa igual. Digo que nada ha cambiado, pero en
mi interior no tengo la certeza absoluta de que sea así. En estos
momentos y en mis circunstancias, lo que menos me conviene es imaginar
nada que pueda inquietarme. En cualquier caso, si en un futuro más o
menos inmediato me diera cuenta de algo especial, lo dejaré aquí por
escrito. La sinceridad no puede hacerle daño a nadie.
Antes de continuar, debo añadir, sin embargo, que aunque los días y las
noches se siguen sucediendo con toda normalidad, el tiempo parece haber
sufrido alguna alteración. Se trata de algo sutil que solo estando muy
atento se puede percibir: algo diferente en el ambiente que todo lo
trastoca. Una atmósfera de la que parece haberse apoderado una vibración
apenas perceptible, parecida al aleteo de mariposa que pasara cerca de
nuestras cabezas y que rápidamente desapareciese. Y que, por lo tanto,
nadie es capaz de definir con precisión.
Sea lo
que fuere, debió llegar un día de improviso y se quedó con nosotros
definitivamente. Está ahí desde hace tiempo y todos lo sabemos, aunque
no queramos confesarlo. Se palpa en el ambiente. Se respira y nos hace
actuar con precaución, como si en un momento dado nuestras acciones
pudieran volverse contra nosotros mismos. La gente habla con un
comedimiento artificial y desde luego nadie levanta la voz, temiendo sin
duda que hacerlo pueda suponer una ofensa para esa presencia
misteriosa, con consecuencias desagradables. Incluso letales. Porque en
el fondo, todos tenemos la certeza de que lo que verdaderamente está en
juego son nuestras vidas.
Todo
sigue ahí como siempre, sería una necedad discutirlo, pero en cada uno
de nosotros se ha obrado una transformación que no nos pasa
desapercibida, por más que tratemos de ignorarla. Y lo mismo sucede con
cuanto nos rodea. Una piedra sigue siendo una piedra. Uno la tiene en
sus manos, y por más que la mire y la dé vueltas sin percibir ningún
cambio, tiene la seguridad de que no es la piedra que fue antes. Y de la
misma manera, las manos que la sujetan se han convertido en otra cosa,
sin que nuestra mirada pueda apreciar la diferencia. Incluso nuestro
perro, al que tratamos día a día y conocemos a fondo, sigue siendo él
mismo, aunque algo en su mirada intente en vano advertirnos que ya nada
es igual.
Quizás sea por todo esto, que la gente
se ha hecho más huraña y huidiza. Tratamos de no encontrarnos y si nos
vemos, nos saludamos con cierta precipitación y nos alejamos enseguida,
pues tenemos la absoluta certeza de que poco después será inevitable
hablar de lo que ocultamos: ese presentimiento que llevamos dentro y no
nos abandona. En ocasiones intento tranquilizarme y me llego a preguntar
si no se trata de una especie de delirio colectivo, una enfermedad
desconocida que se ha apoderado de todos nosotros, pero que pronto
pasará.
Es posible que finalmente me decida y
les asegure a todos que no sucede nada, y que nuestras vidas deben
continuar como antes, cuando el mundo parecía tener un sentido, y cada
cual seguía adelante con la certeza de que antes o después, los momentos
de alegría y felicidad que tanto deseábamos, acabarían llegando. Seré
fuerte y les diré que no pasa nada, tratando de infundirles el ánimo que
a mí mismo me falta. No pasa nada. Absolutamente nada. Se lo diré con
vehemencia. Se lo repetiré. Es preciso que me escuchen.
Pero se trata de una nada demasiado intensa, demasiado angustiosa para que verdaderamente no sea nada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario