martes, 17 de febrero de 2015

CANTATAS



Se trata de una tarde de febrero. Aburrido, salgo de casa y voy al centro. Paseo por las inmediaciones de la Puerta del Sol, que siempre me pareció un lugar bastante pueblerino pero entretenido. Reminiscencia de tiempos pasados, en los que a la capital solo venía gente de provincias. Ahora con el turismo internacional parece otra cosa. En cualquier caso puede ser algo personal por razones que no me molesto en analizar. La arquitectura del lugar no ayuda a mejorar su imagen. Termino metiéndome en la Plaza Mayor, con un regusto especial a un tiempo antiguo, mezclado con un tipismo que no difiere demasiado del de la Puerta del Sol. Ese día, sin embargo, sucede algo especial, posiblemente se trata de una celebración que tiene que ver con los Carnavales que acaban de empezar. Me acerco a un pabellón montado cerca del centro de la plaza, y por lo tanto de la efigie ecuestre de Felipe III. A su alrededor se aglutina un buen número de personas que permanecen muy atentas a lo que se desarrolla en el escenario. Cuando tras algunas dificultades logro colocarme en las primeras filas, me doy cuenta de que se trata de la representación de una ópera. En ese momento están cantando dos artistas, que por sus voces supongo que serán sopranos. Cantan en italiano y por lo tanto no entiendo nada de lo que dicen, aunque tengo la impresión que tampoco lo entendería si lo hicieran en español; sus voces son agudísimas, y la verdad es que ni siquiera me parecen agradables. Intento aguantar un poco más, pues seguramente lo mejor está por llegar. La ópera siempre tuvo fama de ser un espectáculo elitista, pero recuerdo algunas arias y coros bellísimos. De vez en cuando sube al escenario alguna alguien del público, que trata de hacer una tercera voz con las cantantes, aunque lógicamente, al no ser profesional no lo logra, y el resultado me parece ridículo. El público, sin embargo, permanece muy serio, y hasta tengo la impresión que emocionado, como si las divas fueran María Callas y Renée Fleming, por poner un ejemplo. Como tengo que hacer un esfuerzo notable para no reírme a carcajadas, y dar rienda suelta a la hilaridad que a mi modo de ver la situación se merece, miro con detenimiento a la gente que me rodea, hombres y mujeres de todas las edades, e incluso niños, y observo para mi asombro que, todos sin excepción, tienen cara de gallina, aunque el maquillaje es demasiado evidente y el efecto resulta grotesco con postizos, afeites y colorete a granel. Cuando termina la representación con un dúo final horrendo, que está a punto de reventarme los tímpanos, el gallinero al completo parece presa de un entusiasmo desmedido. Los bravos sin embargo no coinciden con los habituales, y parecen más bien cacareos desgañitados que, sin embargo, en aquel lugar y momento cumplen su función y hacen que las artistas, después de haberse retirado, salgan varias veces a saludar. La última espontánea que les acompañó al final trata de unirse a ellas, que sin embargo la alejan de mala manera con un empellón mal disimulado.
Por mi parte, la situación empieza a preocuparme, y no tanto por el ridículo de toda aquella gente haciendo el majadero disfrazada de gallina, sino por la ínfima calidad del espectáculo, que habla bien a las claras de la poca importancia que el Ayuntamiento otorga a la cultura. Es decir: comienzo a sentirme indignado, y además, con la necesidad imperiosa de comunicárselo a alguien de inmediato. Me dirijo a la persona que tengo al lado, un tipo bastante más alto que yo, y tocado con una cresta enorme, que al doblarse casi le cuelga hasta un hombro. Supongo que se trata de un gallo. Le expongo sucintamente mi opinión, tratando de mantener las formas, a lo que el hombre (o gallo) parece no prestar mucha atención. Al terminar mi discurso el individuo me mira fijamente a los ojos, y tras pestañear con insistencia durante varios segundos, como toda contestación me responde “¡cuá!” , para aclararme  de inmediato acercando su boca (o su pico) a mi oreja: “perdone, es que no sé hacer la gallina”. “Ya lo veo- le contesto-ni el gallo. Y el pato deja bastante que desear”, y me alejo tratando de ser transigente y aceptar que después de todo cada cual se divierte a su manera. Quizás por eso, según voy andando hacia una de las salidas de la plaza a la calle de Arenal, me da por decir cuá cada ciertos pasos, a modo de homenaje a un carnaval que a mi particularmente me tiene sin cuidado, apto especialmente para niños, adolescentes, y en general para gente que empieza a echar pelo (aunque sea el de la dehesa), y cree que no va disfrazada a diario. Me cruzo con una auténtica multitud, todos disfrazados haciendo el ganso, y al parecer muy divertidos con el personaje que representan. Al llegar a la plaza de la Ópera (mira por donde), el edificio de la misma me parece que no tiene ninguna gracia, a pesar de pretender ser neoclásico (o quizás por eso mismo). Si las representaciones en su interior están de acuerdo con su apariencia, no deben ser gran cosa. Tengo un mal día, lo reconozco y tiendo a ver todo de forma poco favorable. Cuando finalmente desemboco en la Plaza de Oriente, surge finalmente algo que me reconforta con este día aciago y frío. El palacio de Oriente, de piedra berroqueña, y que siempre me ha recordado de algún modo al Escorial, parece haber sufrido una transformación que lo reconcilia con su nombre más allá de su orientación portuguesa, se ha transformado en una gigantesca pagoda llena de luces, a cuyos balcones asoman multitud de mandarines, confuncios, budas, geishas y samurais. Yo nunca he distinguido entre chinos y japoneses, valga eso como justificación. De cualquier modo, los Borbones también celebran el Carnaval, si es que lo que ellos representan es algo diferente de un carnaval perpetuo.

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