Reservo una de
las mañanas del fin de semana a lo que llamo actividades culturales, en la que,
en resumidas cuentas, me limito a visitar una o varias librerías. Soy
coleccionista de libros de la misma manera que los hay de sellos o monedas, de
tan larga trayectoria y prestigio que, como es sabido, han dado lugar a la
filatelia y la numismática. Lo mío con los libros es otra cosa, porque,
haciendo un paralelismo, no busco incunables ni ediciones muy bellas, lujosas o
raras. La verdad es que busco libros cuyo contenido me interese, y no me
importa -a no ser por el precio- que estén editados en rústica, tapa dura o
cuero. Mi búsqueda tiene un sentido práctico. Hace unos años, me dedicaba con
preferencia a la narrativa, pero por motivos que no me tomo la molestia en
analizar, acabé cansándome. Baste decir que en ello puede tener algo que ver el
hecho de que diariamente lea dos o tres periódicos que, convenientemente
utilizados, pueden constituir verdaderas sagas literarias, aunque en la mayoría
de los casos solo se trate de sucedáneos. El hecho es que hace ya tiempo me
dediqué al ensayo, y preferentemente al de tipo divulgativo, pues teniendo en
cuenta que no soy especialista en nada, sería inútil que tratara de entender la
teoría de la relatividad o de cuerdas, por poner dos ejemplos, desde el punto
de vista matemático: soy alérgico a las fórmulas cuya dificultad sobrepase a la
famosa de los catetos y la hipotenusa. La Cosmología y Astronomía son dos de
mis especialidades preferidas, y tengo hacia ellas el respeto y veneración que
los creyentes dedican al carpintero de Galilea y el mercader del norte de
África, por decir algo. También leo con cierta fruición ensayos filosóficos y
psicológicos de mayor complejidad, de los que para salvar la inversión y mi
curiosidad, trato de hacer una síntesis y enterarme en menos de un folio de lo
que el autor expone en quinientos, y que en buena medida serían incomprensibles
para el mismísimo Wittgenstein redivivo. En cualquier caso, si solo dijera
esto, me quedaría corto, pues la verdad es que hay otros aspectos de mi afición
que son dignos de ser tenidos en cuenta. En primer lugar, aun siendo cierto que
el criterio principal para la elección de un libro es su contenido, hay otros
que deben ser valorados. Para empezar, y yendo a la práctica, debo confesar que
su ubicación en las estanterías no es aleatoria, sino que obedece a
determinados principios que paso a enumerar.
El aspecto del
libro es importante, y los que reúno en función de su grosor y colorido, sin
importarme el asunto del que trate. No menos importante es la editorial que lo
publica, pues todas tienen una tendencia, lógica por otra parte, a hacer
evidentes las características de su sello que juzgan interesantes, y que la
identifican como única aparte de su logo. En algunas ocasiones estos criterios
no son compatibles, y normalmente opto por juntarlos de manera heterodoxa,
dejando a la pericia del visitante (la mía en la mayoría de ocasiones), la posibilidad
de encontrar el volumen que le interesa. A pesar de esto, el criterio principal
para clasificarlos sigue siendo el tema del que traten, siendo raro encontrar
juntos a un tratado de teodicea, por decir algo, y uno de física cuántica.
Aunque, con el tiempo, todo se andará. No podía dejar de lado la clasificación
por autores, algo muy socorrido para los espíritus simples y prácticos, que
antes de cualquier otra consideración veneran la fuente de la cual procedan.
Digamos, por decir algo, Camilo José Cela o Cicerón.
No renuncio de
todas maneras a la clasificación alfabética, mezclando así a autores de todo pelaje,
y hermanando así a los que tal hecho es
más que posible que les pusiera los pelos de punta. Richard Feynman y Leopoldo
María Panero, por decir algo, podrían se
dos ejemplos pertinentes, aunque no lo son por raciones obvias para cualquiera
que se sepa el alfabeto. De todas formas, pensándolo con seriedad, estas
clasificaciones son algo intranscendente, aunque en ocasiones me hacen olvidar
la importancia del contenido, y organice unos galimatías terroríficos.
Empiezo pues a
preguntarme si siendo esta una afición bonita y culturalmente positiva, me
estoy obsesionando en exceso, pues en los últimos tiempos no solo clasifico los
libros por materias, sino que, independientemente de lo explícito de las
mismas, empiezo a reunirlos por características ocultas en ellos, en función de
determinados hallazgos personales. Por ejemplo, el otro día coloqué juntas las
biografías de dos personajes que no tenían nada que ver el uno con el otro, por
el simple motivo de poder ser conceptuados (por mí, naturalmente), como “malos
padres”. Se trataba de Turner y Einstein, uno pintor y el otro físico, y
bastante en las antípodas. Claro que puedo consolarme considerando que, después
de todo, se trataba de biografías, matiz que, sin embargo en aquellos momentos,
no tuve en absoluto en cuenta.
Quizás sea este
el momento de confesar que a pesar de lo dicho al principio, según pasa el
tiempo me estoy volviendo más descuidado y heterodoxo, y que si bien el
contenido de los libros de mi biblioteca (creo que diez mil pueden tener
tal consideración), sigue siendo
fundamental, en ocasiones me entretengo jugando con ellos de varias maneras
que, siendo yo un hombre bastante lúdico, no dejan de multiplicarse. La primera
y más sencilla, consiste en coger una buena cantidad y barajarlos al azar entre
ellos, como si se tratara de mazos de cartas. Otra que también me gusta, es
la dibujar cualquier cosa en sus páginas con
lápices de diferentes colores, o realizar en los mismos anotaciones de
cualquier tipo, para, a continuación, situarlos juntos en las estanterías como
si fueran hermanos de sangre, aunque verdaderamente no tengan nada que ver
entre ellos. Una modalidad que puede considerarse como una extensión de la
anterior los días en que me siento más creativo, consiste en escribir en sus
márgenes, a pie de página y en las páginas de cortesía de los mismos, historias
paralelas a las del libro en cuestión o modificaciones a lo expuesto. Sin ir
más lejos, el otro día me explayé a gusto sobre un nuevo concepto de la física
de partículas, rebatiendo sin titubeos las conclusiones a las que llegaron
Bohr, Heisenberg y Schrodinger, expuestas en un librito de divulgación. Tengo
mis argumentos bien fundados pero no es este el lugar adecuado para exponerlos.
Dicho lo cual paso a considerar otras facetas de mi relación con los libros que
tengo el convencimiento que el lector menos avisado considerará fuera del campo
estrictamente literario.
Se trata, para
ser más concreto de una afición paralela, que desde hace algún tiempo está
consiguiendo que paulatinamente mi colección experimente una merma numérica, no
importante pero sí significativa. Hablo de la papiroflexia u origami. Las
pajaritas y los aviones de papel. Me ha dado por coger unas tijeras y
transformar las páginas de los libros que considero más importantes (que no
enumero para no provocar celos ni ofender a los críticos), en una bellísimas
pajaritas y aviones de diversa factura, con los que procedo en dos fases. En la
primera los sitúo en la balda vacía que tengo en una de las estanterías, donde
los contemplo un rato largo con la satisfacción del trabajo bien hecho. Y en
una segunda, que me proporciona aún una satisfacción superior, los lanzo a la
calle a través del ventanal de la terraza, esperando ver a escondidas las
reacciones del público ante tan inesperada lluvia. Seguro que entre el mismo,
habrá quien sepa apreciar en su justa medida no solo la belleza de su diseño,
sino el contenido de la página que lo hizo posible, se trata de unos versos de
Neruda o del concepto de fractalidad en Mandelbroot. En cualquier caso, me digo
para mis adentros que debo contenerme, pues si sigo al ritmo de los últimos
tiempos en poco más de dos años habré acabado con todos, aunque bien pensado
tal cosa me facilitaría el hecho de recomenzar la colección, si cabe con más
brío.
Descarto otras
posibilidades que han llegado a tentarme algunas tardes, en las que el tedio me
alcanza y sumerge en ciertos estados que han llegado a preocuparme. Incluso
debo decir, puesto que lo escrito hasta aquí, no deja de ser una confesión en
toda la regla, con sus asertos y vacilaciones, que en más de una ocasión me he
visto ya con la cerilla o el encendedor listos para convertir a esta selva de
papel en humo, y que solamente un ángel venido de no sé donde me ha susurrado
al oído que no merecía la pena, por más que el espectáculo podría resultar de
una belleza extraordinaria. Sería tirar por la borda muchos años de trabajo, y
una afición que me ha dado la fuerza para seguir adelante sin demasiadas
complicaciones. Además, ni el continente ni el contenido de mi casa están
asegurados, y la desesperación romántica, pasado el diecinueve, ya no está de
moda.
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