Había quedado
con Marta a la entrada de la Fundación Juan March o, si sobraba tiempo, en una
cafetería próxima. El problema era que desde hacía unos meses, siendo la
entrada libre, como era habitual, una hora antes de la actividad había que
sacar las localidades en Recepción. Para mí tal hecho no suponía mayor
inconveniente, pues al estar jubilado y no trabajar, podía ir pronto, aunque
cuando llamé por teléfono me advirtieron que lo hiciera lo antes posible porque
solía haber bastante cola. La conferencia empezaba a las siete y media, y para
no tener problemas, me planté allí a las seis. Para mi sorpresa en el vestíbulo
de la Fundación apenas había cuatro personas, sentadas a cierta distancia del
mostrador que hacía las funciones de taquilla. Me acerqué y le pregunté a la
señorita por las entradas, a lo que esta me respondió con cierta desgana que
hasta las seis y media no abría. Dispuesto a matar el tiempo, me senté al lado
de una ventana frente al mostrador, y me entretuve hojeando los folletos informativos que recogí a la entrada. De vez en cuando
llegaba algún despistado como yo, y después de recibir una respuesta parecida,
se perdía por el hall a la espera de la hora de apertura. A las seis y
veinticinco llegó un chico y preguntó lo que otros habíamos hecho con
anterioridad, recibiendo esta vez una respuesta algo diferente, pues la
señorita le informó que “debía ponerse a la cola”, haciendo un gesto en
dirección a las personas que mencioné más arriba como próximas a la entrada, y
desde luego obviándome a mí, que estaba a dos metros escasos de ella desde
hacía media hora. Al darme cuenta de la situación, me levanté y le dije que perdonase mi atrevimiento, pero que yo no
veía la cola por ningún lado, a lo que, señalando a los interfectos, me respondió
desdeñosamente: “pues esa”. Como tengo una idea bastante aproximada de lo que
es una cola, desde que en mi adolescencia asistía con frecuencia al cine de los
años cincuenta, le dije que lo que suele caracterizar a la misma, es el tener
una cabeza que se prolonga hacia atrás frente a un lugar que suele recibir el
nombre de taquilla. La señorita, ante lo detallado de mi observación, elevó la
voz llamando a un individuo uniformado, que supuse sería algo así como el
encargado, que una vez alertado, y de forma titubeante dio a los presentes unas
instrucciones más o menos vagas. Casi de inmediato, con las diez o doce
personas presentes, empezó a formarse lo que se podría empezar a denominar una cola, que
comenzaba por una señora con abrigo de pieles, y con toda la pinta de no tener
nada mejor que hacer aquella tarde que asistir a una conferencia sobre “la
globalización”. Ocupé mi puesto bastante más atrás de donde me hubiera
correspondido, y traté de no ser excesivamente riguroso al enjuiciar la situación,
siendo yo muy aficionado a considerar, llegado el momento, la importancia de
las “estructuras difusas”. A todo esto, llegó alguien que se adelantó a la cola
en ciernes, y recibió de inmediato la entrada de manos de la señorita
recepcionista, aquejada al parecer en aquellos momentos de un acceso de
aleatoriedad (quizás arbitrariedad), que desdecía lo que hasta ese momento
había defendido con verdadera pasión. Hubo un murmullo de desaprobación, pero
la puesta en marcha inmediata del sistema de entrega de localidades hizo que se
apagara rápidamente. Al llegar mi turno, ya en el mostrador, le pedí dos
entradas, una para mí y otra para mi mujer, a lo que se me contestó que sólo se
podía dar una, porque esa era la norma que ella había recibido de la
institución a la que servía. Traté por un instante de argumentar razonablemente
(o al menos eso me parecía a mí), que a mi mujer le era imposible estar allí en
aquellos momentos porque trabajaba hasta las seis y media, y que el Metro no la
dejaría cerca en menos de media hora, momento en el que (el ritmo de llegada de
asistentes crecía a ojos vista) era más que posible que ya no quedaran
localidades, a lo que, inflexible en la aplicación de las normas del lugar, me
repitió: “son las normas”. Abandoné la cola contrito, con el temor que mis
vaticinios se cumpliesen y Marta y yo (era impensable asistir yo solo) nos
quedáramos fuera dado el rigor en la aplicación de los mandamientos de la
Fundación. Me dirigí al que he nombrado anteriormente como Encargado, y traté
de hacerle ver que pareciéndome adecuado que se entregara una sola entrada como
norma, en casos especiales y razonables, podrían considerarse determinados
matices como el que yo exponía, pues para mi mujer, dada la inexistencia a día
de hoy de la teletransportación, no podía literalmente estar allí ya. “Son las
normas, caballero” reargumentó aquel individuo pálido y enjuto que, por su
gesto, parecía ser víctima de alguna contradicción interior. Y como argumento
final remató “hay que hacer cola, pero además no aquí, sino en el exterior”,
queriendo sin duda mostrar con ello una benevolencia que desmentían sin lugar a
dudas los escasos cuatro grados que podía hacer en la calle.
Con mi entrada
en el bolsillo empecé a pasear con nerviosismo por la zona, tratando de
calmarme y ser razonable, y recordando mis tiempos de militar en activo, en los
que los profesionales teníamos bien clara la diferencia entre centinela y
vigilante. Este último es una persona dotada de cierta libertad, que le permite
actuar valorando la situación en función de lo que él mismo observe, sin verse
constreñido por un mandato unívoco e irrevocable. El primero, sin embargo, solo
obedece a consignas, antes las cuales cualquier actividad cerebral propia debe
detenerse y, por ejemplo, frente a la campiña, disparar a todo lo que se mueva,
ya sea efectivamente el enemigo, una pareja de novios que pasean arrobados al
atardecer, o una vaca. Pues bien, en aquel sitio era evidente que los dos
empleados actuaban como centinelas. Nada de explicaciones, consideraciones,
matices ni apreciaciones no observadas en la ordenanza. Llamé a Marta y le
comenté brevemente la situación, a lo que me respondió que en esos precisos
momentos entraba en el vagón del Metro. Seguí paseando y entre los pensamientos
que ocuparon mi cabeza en aquellos momentos, dos surgían con insistencia. El
primero era una autocrítica “soy un mal ciudadano porque no me atengo a las
reglas”, y el segundo, más propio de un librepensador, “esto es absurdo, porque
es de lo más lógico que alguien venga acompañado, y que al acompañante le
resulte imposible estar allí a tiempo para la cola, sobre todo si trabaja”.
Debo no obstante decir que, pese a mis protestas, en el fondo de mí mismo me
consideraba culpable, repitiéndome que “dura lex sed lex”, a pesar de que las
normas interiores de funcionamiento de una entidad privada disten mucho del
rigor del código penal. Influencia debida sin duda a la civilización
judeocristiana, en la que un dios omnímodo y omnipotente no cesa de considerar
culpables a sus seguidores del menor acto o pensamiento trasgresor de los Diez
Mandamientos, el Pentateuco (que son los cinco primeros, si no recuerdo mal),
la Torá (ídem) o el Talmud. En esos instantes de agobio emocional e intelectual,
llegué a considerarme un mal ciudadano, pues la norma que yo me empeñaba en
transgredir, podía tener como finalidad impedir que alguien sin escrúpulos
vendiera las entradas excedentes a las puertas de la Institución, o que
entidades como el Real Madrid enviaran solo al entrenador de su primer equipo
para no molestar con prisas a Ronaldo y sus compañeros, destinados a labores
superiores. Estas ideas bullían en mi cerebro con una intensidad que sin duda
la situación no se merecía, pero, llevado sin duda por determinados demonios
familiares, que me sacan de mis casillas en algunos momentos de mi biografía
sin venir a cuento, incrementé la velocidad y amplitud de mi zancada por el
vestíbulo, tratando de sacar afuera una energía que podía acabar siendo nociva
para mi corazón o para los empleados del establecimiento si acababa perdiendo
los estribos. Todo el mundo sabe (o debiera saber), que la justicia no solo
contempla la letra de la ley, sino su espíritu, algo que yo percibía no era
tenido en cuenta en este caso.
Sea como fuere,
la realidad era la que era, y si las cosas no se arreglaban pronto, la
conferencia peligraba para nosotros. Movido por un impulso de solución fuera de
márgenes, se me ocurrió que quizás en la calle, a las puertas del
establecimiento, podía encontrar a algún individuo benemérito que me hiciera el
favor de pedir una entrada como si fuera para él. Lo sorprendente es que le
encontré casi de inmediato, un joven que puesto al corriente de drama que él
podría solucionar en treinta segundos (cola inexistente en esos momentos), se
brindó de inmediato y entró con paso decidido en la Juan March. Sin embargo,
pasados cerca de tres minutos sin que volviera aparecer, supuse que algo
anómalo había sucedido. Y, en efecto, así había sido. Este tipo, cuya candidez
merecería una beatificación inmediata, cuando la taquillera (las cosas como
son), le preguntó si por casualidad la
entrada no sería para un señor de cierta edad que estaba en la entrada del
edificio, le contestó que efectivamente, lo que hizo que aquella, llevada por un
celo digno de la KGB, le dijo que no se la daba. Agradecí al voluntario su
fallida intervención, y entré en el edificio como una bala. Una vez allí, le
dije a la operaria si por casualidad no había formado parte de las Juventudes
hitlerianas, las SS o la Stasi, momento en que fui consciente de que quizás me
estaba pasando, pero que, cargado como estaba de adrenalina, y posiblemente de
testosterona, no pude evitar. Dicho lo cual, me retiré para calmarme, rumiar la
decepción por mi fracaso y ponderar si con la crisis económica mundial, y dada
la actitud de esa señorita, la humanidad (o como mínimo la Comunidad de Madrid)
estaba a punto de sufrir un cambio de paradigma, que podía retrotraernos a
principio de los años treinta del siglo pasado, cuando Franco y Hitler ya
velaban armas. Fueron momentos duros en los que paseé arriba y abajo por el
vestíbulo para tranquilizarme. Para hacer tiempo entré un una exposición
situada en una sala cerca de la entrada. Se trataba de unos trabajos del
escultor inglés Henry Moore (y alguno más), en la que pude apreciar cuatro o
cinco figuras talladas por el insigne artista, de las que, según el folleto, lo
más relevante eran (para mi asombro), los huecos de las esculturas (por otro
lado, inidentificables). Lo que más me gustó fue la cabeza de un elefante que
al parecer le sirvió como modelo para
hacer cerca de un centenar de bocetos al
carboncillo, en los que una vez más, independientemente de los huesos y la
dentadura, lo más significativo eran los espacios vacíos. Estas consideraciones
me tranquilizaron un poco, especialmente cuando consideré que, después de todo,
las explicaciones del folleto eran coincidentes con los últimos hallazgos de la
Cosmología, según los cuales el universo surgió de las fluctuaciones cuánticas
del vacío.
Vuelto a mis
cabales, pero sin cejar en mi pretensión de que Marta y yo nos pusiéramos por
fin al corriente del concepto de “globalidad”, tras un breve pesquisa, me dirigí
al Jefe del Establecimiento, un señor de mediana edad, bien trajeado y que nada
más verle, me dio la impresión de que, además de pertenecer a la especie homo
sapiens, era gallego. Le expuse sucintamente mi situación, preguntándole, dados
los acontecimientos, si en aquella institución efectivamente se estaba gestando
algo parecido a las organizaciones policiales que hicieron furor en Europa poco
antes de la Segunda Guerra Mundial. Me miró un tanto sorprendido, con el típico
gesto de quien no tiene la certeza de habérselas con un tipo agresivo e
irónico, o con un loco de reacciones imprevisibles. Tomó cierta distancia de mi
persona reculando discretamente, y después oír los detalles y de ponderar
durante algunos segundos lo que acababa de escuchar, me dijo que no me
preocupara, y que si en veinte minutos mi mujer no estaba allí, él me
proporcionaría su entrada. Satisfecho de esta victoria in extremis, y una vez
que pasado ese tiempo, la tuve, procedí a lo único que cabía en aquel lugar (que
ganaba en densidad por momentos), pasear con el aire jactancioso de quien,
después de todo, ha hecho comprender al mundo que, aunque “strictu senso” no
tuviera razón, su situación personal era tenida en cuenta.
Incluso para que
la señorita taquillera valorara la dicotomía entre la norma y la dura realidad,
me paseé delante de ella con las dos entradas bien visibles en la mano, pudiendo
apreciar en su rostro un gesto de confusión y un amago de puchero. Debo aquí
añadir algo que se me había olvidado decir en la narración anterior (y que
puede justificar hasta cierto punto mi actitud), y es que minutos antes había
sido objeto de cierta vejación por su parte, respaldada en esa ocasión por una
mujer acodada a su lado en el mostrador. Sucedió que cuando me acerqué a
charlar con ella para hacerle partícipe de mi enojo por su intransigencia, la
mujer en cuestión, que parecía estar al corriente del asunto, me recriminó mi
actitud, diciéndome que “las normas son
las normas”, y que de hecho, ella estaba exactamente en mi misma situación y se
aguantaba. Siendo razonable en apariencia lo que decía, traté por unos
instantes de hacerle ver que una norma no tiene por qué ser un dogma, y quise
extenderme con las diferencias entre centinela y vigilante mencionadas más
arriba, añadiendo que de eso (de normas), yo entendía bastante por haberme
pasado veinticinco años de mi vida “desfilando” (en alusión a mi pertenencia
durante muchos años en las Fuerzas Armadas nacionales). Esta persona, una mujer
de mediana edad que, dada su silueta insinuante, debía frecuentar el gimnasio o
haber heredado unos genes de primera categoría, no estaba de acuerdo con mis
apreciaciones, y recalcaba las suyas en apoyo a la taquillera, marcando cadera
y reivindicando de tal guisa, la coincidencia total entre una feminidad a ojos
vista y una racionalidad cartesiana. Debo confesar que di por perdida esa
batalla, dado que el tandem en cuestión me sometió a un intenso bombardeo con
una artillería verbal de tal calibre que me achantó, al no encontrar en ellas
la menor fisura por donde colar mis argumentos. Su posicionamiento en defensa
de la norma como concepto irreductible y sin matices, era infinitamente más
sólido que las cinco vías de santo Tomás o el argumento ontológico de san
Anselmo para probar la existencia de Dios.
Afortunadamente
la llegada de Marta pocos minutos después me liberó de las contradicciones que
aún sentía removerse en mi interior, pues si por un lado podía sentirme
vencedor en una batalla que me parecía absurda, por otro, me acosaba un cierto
complejo de culpabilidad por no haberme atenido estrictamente a la famosa norma
de la Fundación, y haber mantenido una actitud excesivamente beligerante.
Después de algunas bromas sobre el vodevil acontecido, entramos finalmente en
la sala de conferencias, donde aún había algunos claros. Nos sentamos en dos
butacas al azar, pero que venían a ser las que a nosotros nos gustaban, en una
fila intermedia y al lado del pasillo central (el sentido de esta elección
tiene que ver con la posibilidad de abandonar el lugar si el espectáculo, fuera
cual fuere, se ponía inaguantable). Poco después, Marta me hizo notar que las
localidades debían estar numeradas, pues algunas personas a nuestro alrededor
parecían buscar las suyas. Le dije que tratándose de una conferencia me
extrañaría mucho, pero finalmente accedí a comprobarlo ante el acoso más o
menos directo de dos señoras que daban la impresión de reclamar nuestras
butacas. Para mi asombro, y poniendo la guinda a una tarde trufada de
situaciones más o menos surrealistas, resultó que efectivamente las localidades
estaban numeradas, pero que, milagrosamente, nos habíamos sentado precisamente
en las que nos correspondían, algo a lo que un matemático especialista en el
cálculo de probabilidades no le hubiera dado muchas, teniendo en cuenta que el
aforo debía aproximarse a las quinientas personas. Finalmente la conferencia
resultó interesante, y nos volvimos a enterar de la importancia de un mundo
superconectado, en donde la información y el capital fluyen sin control de una
a otra esquina del globo (suponiendo que este las tenga, por cierto) con las
ventajas e inconvenientes que tal situación comporta. Como demostración, uno de
los conferenciantes (el que parecía más seguro y brillante) sacaba con
frecuencia (y un orgullo mal disimulado), su teléfono móvil de última
generación, que según él era la clara demostración de que estábamos en un planeta
conectado “urbi et orbe”. Cuando ya salíamos, le pude enseñar a Marta a la
feminista que adoraba las normas, y que con su intervención estuvo a punto de dejarnos en la calle. En aquellos momentos
me pareció mayor de lo que creí al verla antes, quizás al ir acompañada por una
jovencita exuberante, que no tenía precisamente el aspecto de ser su hija.
Nunca se sabe donde pueden acabar las sorpresas.
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