martes, 17 de febrero de 2015

CITAS



Había quedado con Marta a la entrada de la Fundación Juan March o, si sobraba tiempo, en una cafetería próxima. El problema era que desde hacía unos meses, siendo la entrada libre, como era habitual, una hora antes de la actividad había que sacar las localidades en Recepción. Para mí tal hecho no suponía mayor inconveniente, pues al estar jubilado y no trabajar, podía ir pronto, aunque cuando llamé por teléfono me advirtieron que lo hiciera lo antes posible porque solía haber bastante cola. La conferencia empezaba a las siete y media, y para no tener problemas, me planté allí a las seis. Para mi sorpresa en el vestíbulo de la Fundación apenas había cuatro personas, sentadas a cierta distancia del mostrador que hacía las funciones de taquilla. Me acerqué y le pregunté a la señorita por las entradas, a lo que esta me respondió con cierta desgana que hasta las seis y media no abría. Dispuesto a matar el tiempo, me senté al lado de una ventana frente al mostrador, y me entretuve hojeando los folletos informativos  que recogí a la entrada. De vez en cuando llegaba algún despistado como yo, y después de recibir una respuesta parecida, se perdía por el hall a la espera de la hora de apertura. A las seis y veinticinco llegó un chico y preguntó lo que otros habíamos hecho con anterioridad, recibiendo esta vez una respuesta algo diferente, pues la señorita le informó que “debía ponerse a la cola”, haciendo un gesto en dirección a las personas que mencioné más arriba como próximas a la entrada, y desde luego obviándome a mí, que estaba a dos metros escasos de ella desde hacía media hora. Al darme cuenta de la situación, me levanté y le dije  que perdonase mi atrevimiento, pero que yo no veía la cola por ningún lado, a lo que, señalando a los interfectos, me respondió desdeñosamente: “pues esa”. Como tengo una idea bastante aproximada de lo que es una cola, desde que en mi adolescencia asistía con frecuencia al cine de los años cincuenta, le dije que lo que suele caracterizar a la misma, es el tener una cabeza que se prolonga hacia atrás frente a un lugar que suele recibir el nombre de taquilla. La señorita, ante lo detallado de mi observación, elevó la voz llamando a un individuo uniformado, que supuse sería algo así como el encargado, que una vez alertado, y de forma titubeante dio a los presentes unas instrucciones más o menos vagas. Casi de inmediato, con las diez o doce personas presentes, empezó a formarse lo que  se podría empezar a denominar una cola, que comenzaba por una señora con abrigo de pieles, y con toda la pinta de no tener nada mejor que hacer aquella tarde que asistir a una conferencia sobre “la globalización”. Ocupé mi puesto bastante más atrás de donde me hubiera correspondido, y traté de no ser excesivamente riguroso al enjuiciar la situación, siendo yo muy aficionado a considerar, llegado el momento, la importancia de las “estructuras difusas”. A todo esto, llegó alguien que se adelantó a la cola en ciernes, y recibió de inmediato la entrada de manos de la señorita recepcionista, aquejada al parecer en aquellos momentos de un acceso de aleatoriedad (quizás arbitrariedad), que desdecía lo que hasta ese momento había defendido con verdadera pasión. Hubo un murmullo de desaprobación, pero la puesta en marcha inmediata del sistema de entrega de localidades hizo que se apagara rápidamente. Al llegar mi turno, ya en el mostrador, le pedí dos entradas, una para mí y otra para mi mujer, a lo que se me contestó que sólo se podía dar una, porque esa era la norma que ella había recibido de la institución a la que servía. Traté por un instante de argumentar razonablemente (o al menos eso me parecía a mí), que a mi mujer le era imposible estar allí en aquellos momentos porque trabajaba hasta las seis y media, y que el Metro no la dejaría cerca en menos de media hora, momento en el que (el ritmo de llegada de asistentes crecía a ojos vista) era más que posible que ya no quedaran localidades, a lo que, inflexible en la aplicación de las normas del lugar, me repitió: “son las normas”. Abandoné la cola contrito, con el temor que mis vaticinios se cumpliesen y Marta y yo (era impensable asistir yo solo) nos quedáramos fuera dado el rigor en la aplicación de los mandamientos de la Fundación. Me dirigí al que he nombrado anteriormente como Encargado, y traté de hacerle ver que pareciéndome adecuado que se entregara una sola entrada como norma, en casos especiales y razonables, podrían considerarse determinados matices como el que yo exponía, pues para mi mujer, dada la inexistencia a día de hoy de la teletransportación, no podía literalmente estar allí ya. “Son las normas, caballero” reargumentó aquel individuo pálido y enjuto que, por su gesto, parecía ser víctima de alguna contradicción interior. Y como argumento final remató “hay que hacer cola, pero además no aquí, sino en el exterior”, queriendo sin duda mostrar con ello una benevolencia que desmentían sin lugar a dudas los escasos cuatro grados que podía hacer en la calle.
Con mi entrada en el bolsillo empecé a pasear con nerviosismo por la zona, tratando de calmarme y ser razonable, y recordando mis tiempos de militar en activo, en los que los profesionales teníamos bien clara la diferencia entre centinela y vigilante. Este último es una persona dotada de cierta libertad, que le permite actuar valorando la situación en función de lo que él mismo observe, sin verse constreñido por un mandato unívoco e irrevocable. El primero, sin embargo, solo obedece a consignas, antes las cuales cualquier actividad cerebral propia debe detenerse y, por ejemplo, frente a la campiña, disparar a todo lo que se mueva, ya sea efectivamente el enemigo, una pareja de novios que pasean arrobados al atardecer, o una vaca. Pues bien, en aquel sitio era evidente que los dos empleados actuaban como centinelas. Nada de explicaciones, consideraciones, matices ni apreciaciones no observadas en la ordenanza. Llamé a Marta y le comenté brevemente la situación, a lo que me respondió que en esos precisos momentos entraba en el vagón del Metro. Seguí paseando y entre los pensamientos que ocuparon mi cabeza en aquellos momentos, dos surgían con insistencia. El primero era una autocrítica “soy un mal ciudadano porque no me atengo a las reglas”, y el segundo, más propio de un librepensador, “esto es absurdo, porque es de lo más lógico que alguien venga acompañado, y que al acompañante le resulte imposible estar allí a tiempo para la cola, sobre todo si trabaja”. Debo no obstante decir que, pese a mis protestas, en el fondo de mí mismo me consideraba culpable, repitiéndome que “dura lex sed lex”, a pesar de que las normas interiores de funcionamiento de una entidad privada disten mucho del rigor del código penal. Influencia debida sin duda a la civilización judeocristiana, en la que un dios omnímodo y omnipotente no cesa de considerar culpables a sus seguidores del menor acto o pensamiento trasgresor de los Diez Mandamientos, el Pentateuco (que son los cinco primeros, si no recuerdo mal), la Torá (ídem) o el Talmud. En esos instantes de agobio emocional e intelectual, llegué a considerarme un mal ciudadano, pues la norma que yo me empeñaba en transgredir, podía tener como finalidad impedir que alguien sin escrúpulos vendiera las entradas excedentes a las puertas de la Institución, o que entidades como el Real Madrid enviaran solo al entrenador de su primer equipo para no molestar con prisas a Ronaldo y sus compañeros, destinados a labores superiores. Estas ideas bullían en mi cerebro con una intensidad que sin duda la situación no se merecía, pero, llevado sin duda por determinados demonios familiares, que me sacan de mis casillas en algunos momentos de mi biografía sin venir a cuento, incrementé la velocidad y amplitud de mi zancada por el vestíbulo, tratando de sacar afuera una energía que podía acabar siendo nociva para mi corazón o para los empleados del establecimiento si acababa perdiendo los estribos. Todo el mundo sabe (o debiera saber), que la justicia no solo contempla la letra de la ley, sino su espíritu, algo que yo percibía no era tenido en cuenta en este caso.
Sea como fuere, la realidad era la que era, y si las cosas no se arreglaban pronto, la conferencia peligraba para nosotros. Movido por un impulso de solución fuera de márgenes, se me ocurrió que quizás en la calle, a las puertas del establecimiento, podía encontrar a algún individuo benemérito que me hiciera el favor de pedir una entrada como si fuera para él. Lo sorprendente es que le encontré casi de inmediato, un joven que puesto al corriente de drama que él podría solucionar en treinta segundos (cola inexistente en esos momentos), se brindó de inmediato y entró con paso decidido en la Juan March. Sin embargo, pasados cerca de tres minutos sin que volviera aparecer, supuse que algo anómalo había sucedido. Y, en efecto, así había sido. Este tipo, cuya candidez merecería una beatificación inmediata, cuando la taquillera (las cosas como son),  le preguntó si por casualidad la entrada no sería para un señor de cierta edad que estaba en la entrada del edificio, le contestó que efectivamente, lo que hizo que aquella, llevada por un celo digno de la KGB, le dijo que no se la daba. Agradecí al voluntario su fallida intervención, y entré en el edificio como una bala. Una vez allí, le dije a la operaria si por casualidad no había formado parte de las Juventudes hitlerianas, las SS o la Stasi, momento en que fui consciente de que quizás me estaba pasando, pero que, cargado como estaba de adrenalina, y posiblemente de testosterona, no pude evitar. Dicho lo cual, me retiré para calmarme, rumiar la decepción por mi fracaso y ponderar si con la crisis económica mundial, y dada la actitud de esa señorita, la humanidad (o como mínimo la Comunidad de Madrid) estaba a punto de sufrir un cambio de paradigma, que podía retrotraernos a principio de los años treinta del siglo pasado, cuando Franco y Hitler ya velaban armas. Fueron momentos duros en los que paseé arriba y abajo por el vestíbulo para tranquilizarme. Para hacer tiempo entré un una exposición situada en una sala cerca de la entrada. Se trataba de unos trabajos del escultor inglés Henry Moore (y alguno más), en la que pude apreciar cuatro o cinco figuras talladas por el insigne artista, de las que, según el folleto, lo más relevante eran (para mi asombro), los huecos de las esculturas (por otro lado, inidentificables). Lo que más me gustó fue la cabeza de un elefante que al parecer le sirvió  como modelo para hacer cerca  de un centenar de bocetos al carboncillo, en los que una vez más, independientemente de los huesos y la dentadura, lo más significativo eran los espacios vacíos. Estas consideraciones me tranquilizaron un poco, especialmente cuando consideré que, después de todo, las explicaciones del folleto eran coincidentes con los últimos hallazgos de la Cosmología, según los cuales el universo surgió de las fluctuaciones cuánticas del vacío.
Vuelto a mis cabales, pero sin cejar en mi pretensión de que Marta y yo nos pusiéramos por fin al corriente del concepto de “globalidad”, tras un breve pesquisa, me dirigí al Jefe del Establecimiento, un señor de mediana edad, bien trajeado y que nada más verle, me dio la impresión de que, además de pertenecer a la especie homo sapiens, era gallego. Le expuse sucintamente mi situación, preguntándole, dados los acontecimientos, si en aquella institución efectivamente se estaba gestando algo parecido a las organizaciones policiales que hicieron furor en Europa poco antes de la Segunda Guerra Mundial. Me miró un tanto sorprendido, con el típico gesto de quien no tiene la certeza de habérselas con un tipo agresivo e irónico, o con un loco de reacciones imprevisibles. Tomó cierta distancia de mi persona reculando discretamente, y después oír los detalles y de ponderar durante algunos segundos lo que acababa de escuchar, me dijo que no me preocupara, y que si en veinte minutos mi mujer no estaba allí, él me proporcionaría su entrada. Satisfecho de esta victoria in extremis, y una vez que pasado ese tiempo, la tuve, procedí a lo único que cabía en aquel lugar (que ganaba en densidad por momentos), pasear con el aire jactancioso de quien, después de todo, ha hecho comprender al mundo que, aunque “strictu senso” no tuviera razón, su situación personal era tenida en cuenta.
Incluso para que la señorita taquillera valorara la dicotomía entre la norma y la dura realidad, me paseé delante de ella con las dos entradas bien visibles en la mano, pudiendo apreciar en su rostro un gesto de confusión y un amago de puchero. Debo aquí añadir algo que se me había olvidado decir en la narración anterior (y que puede justificar hasta cierto punto mi actitud), y es que minutos antes había sido objeto de cierta vejación por su parte, respaldada en esa ocasión por una mujer acodada a su lado en el mostrador. Sucedió que cuando me acerqué a charlar con ella para hacerle partícipe de mi enojo por su intransigencia, la mujer en cuestión, que parecía estar al corriente del asunto, me recriminó mi actitud, diciéndome  que “las normas son las normas”, y que de hecho, ella estaba exactamente en mi misma situación y se aguantaba. Siendo razonable en apariencia lo que decía, traté por unos instantes de hacerle ver que una norma no tiene por qué ser un dogma, y quise extenderme con las diferencias entre centinela y vigilante mencionadas más arriba, añadiendo que de eso (de normas), yo entendía bastante por haberme pasado veinticinco años de mi vida “desfilando” (en alusión a mi pertenencia durante muchos años en las Fuerzas Armadas nacionales). Esta persona, una mujer de mediana edad que, dada su silueta insinuante, debía frecuentar el gimnasio o haber heredado unos genes de primera categoría, no estaba de acuerdo con mis apreciaciones, y recalcaba las suyas en apoyo a la taquillera, marcando cadera y reivindicando de tal guisa, la coincidencia total entre una feminidad a ojos vista y una racionalidad cartesiana. Debo confesar que di por perdida esa batalla, dado que el tandem en cuestión me sometió a un intenso bombardeo con una artillería verbal de tal calibre que me achantó, al no encontrar en ellas la menor fisura por donde colar mis argumentos. Su posicionamiento en defensa de la norma como concepto irreductible y sin matices, era infinitamente más sólido que las cinco vías de santo Tomás o el argumento ontológico de san Anselmo para probar la existencia de Dios.
Afortunadamente la llegada de Marta pocos minutos después me liberó de las contradicciones que aún sentía removerse en mi interior, pues si por un lado podía sentirme vencedor en una batalla que me parecía absurda, por otro, me acosaba un cierto complejo de culpabilidad por no haberme atenido estrictamente a la famosa norma de la Fundación, y haber mantenido una actitud excesivamente beligerante. Después de algunas bromas sobre el vodevil acontecido, entramos finalmente en la sala de conferencias, donde aún había algunos claros. Nos sentamos en dos butacas al azar, pero que venían a ser las que a nosotros nos gustaban, en una fila intermedia y al lado del pasillo central (el sentido de esta elección tiene que ver con la posibilidad de abandonar el lugar si el espectáculo, fuera cual fuere, se ponía inaguantable). Poco después, Marta me hizo notar que las localidades debían estar numeradas, pues algunas personas a nuestro alrededor parecían buscar las suyas. Le dije que tratándose de una conferencia me extrañaría mucho, pero finalmente accedí a comprobarlo ante el acoso más o menos directo de dos señoras que daban la impresión de reclamar nuestras butacas. Para mi asombro, y poniendo la guinda a una tarde trufada de situaciones más o menos surrealistas, resultó que efectivamente las localidades estaban numeradas, pero que, milagrosamente, nos habíamos sentado precisamente en las que nos correspondían, algo a lo que un matemático especialista en el cálculo de probabilidades no le hubiera dado muchas, teniendo en cuenta que el aforo debía aproximarse a las quinientas personas. Finalmente la conferencia resultó interesante, y nos volvimos a enterar de la importancia de un mundo superconectado, en donde la información y el capital fluyen sin control de una a otra esquina del globo (suponiendo que este las tenga, por cierto) con las ventajas e inconvenientes que tal situación comporta. Como demostración, uno de los conferenciantes (el que parecía más seguro y brillante) sacaba con frecuencia (y un orgullo mal disimulado), su teléfono móvil de última generación, que según él era la clara demostración de que estábamos en un planeta conectado “urbi et orbe”. Cuando ya salíamos, le pude enseñar a Marta a la feminista que adoraba las normas, y que con su intervención estuvo a punto  de dejarnos en la calle. En aquellos momentos me pareció mayor de lo que creí al verla antes, quizás al ir acompañada por una jovencita exuberante, que no tenía precisamente el aspecto de ser su hija. Nunca se sabe donde pueden acabar las sorpresas.

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