lunes, 1 de julio de 2013

CABALLERÍAS


Me alisté en el ejército por razones que he mantenido ocultas a lo largo de mi prolongada vida militar. Sé que muchos achacan mi vocación a las historias que nos contaba papá (llegó a General de Brigada de Caballería) algunas tardes, cuando al regresar de maniobras, y especialmente en las ocasiones en las que volvía de un destacamento en una plaza de la frontera a la espera de que en cualquier momento al enemigo se decidiera a atacar, nos reunía a toda la familia cerca de la chimenea del salón ,encendida o apagada según la época del año, y nos contaba pormenorizadamente las penalidades que había tenido que soportar para estar de nuevo entre nosotros (yo entonces apenas era consciente de la sonrisa de mamá, con un gesto que, evaluado en la distancia, tenía más de guasa que de orgullo). Lo cierto, sin embargo, era mucho más prosaico, pues la verdad es que lo que verdaderamente me motivaba de su presencia era la contemplación de sus botas de montar, que ni siquiera se quitaba aunque se hubiera despojado del uniforme y puesto el batín de andar por casa. Para él constituían sin duda alguna un símbolo, una metáfora a la que solo le faltaba la grupa del caballo entre sus piernas para ser más completa, algo de lo que prescindía seguramente para no hacer entrar a la noble bruto en la habitación y causar un desbarajuste que sin duda mamá no vería con buenos ojos. Esa y no otra es la razón que me llevó a ingresar en el Arma de Caballería, a pesar de ser un adolescente poco dotado para las matemáticas que entonces se nos exigían, y no ser aficionado a la hípica ni a los hipódromos. Yo quería por encima de todo llegar a calzar con propiedad aquel tipo de botas relucientes, que en cualquier circunstancia utilizaba mi padre, pues, todo hay que decirlo,  Juana, la criada, debía afanarse con todas sus energías en dejarlas brillantes y limpias como una patena, como si más que regresar del imaginado campo de batalla, el general volviera de una puesta de largo, tan comunes por aquella época. Es incluso posible, y esto puedo decirlo ahora, ya retirado y curado de espantos, que tal hecho estuviera relacionado por lo que pronto se me hizo evidente en la propia Academia, mi fascinación por la pulcritud y el fetichismo. No creo que nunca haya existido otro oficial que llevara tan limpias como yo mis estrellas, distintivos, condecoraciones y espuelas, aunque quizás lo más significativo haya sido como, con el tiempo, tal amor se transformó en una obsesión que llevé al terreno de las relaciones eróticas y amorosas. Mis amantes y esposas (pues después de viudo, me casé en segundas nupcias), nunca hubieran podido reprocharme el que no las haya tratado como reinas y no les regalara unos conjuntos de lencería íntima, que hubieran causado asombro en las corte de Scherezade, y un rubor vergonzoso a la firma H&M. Incluso las putas, afición que como buen oficial de mi tiempo cultivé con moderación, tendrían que estarme agradecidas. Mantendré otros detalles más íntimos en silencio, pero para quien se sienta interesado, le sería suficiente consultar algunas obras divulgativas al respecto, o un somero vistazo a las del marques de Sade.

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