No voy a decirlo. Sé que mi actitud no me va a ayudar, pero cuando uno
tiene algo que defender, y más en mi caso, pienso que es la opción más
razonable. De esta manera estoy seguro de que me consideran un tipo raro, pero de
hacerlo pasaría simple y llanamente a ser tenido como loco. El asunto se
manifestó en mí de una manera progresiva e incluso lenta, pero de forma
insidiosa, cuando nos adentramos en el otoño del año pasado. Ya se sabe que en
estas latitudes, después del verano los días se hacen rápidamente más cortos,
la luz se vuelve más tenue y a las cinco de la tarde ya es de noche cerrada. Al
principio, por lo tanto, supuse que era algo que tenía que ver con la estación,
aunque no descarté un comienzo de cataratas de las que el oculista me había
prevenido tiempo atrás. Durante el día, especialmente cuando cambiaba de un
ambiente a otro más luminoso, mi visión se volvía imprecisa y los colores
durante ese intervalo se desvanecían o tornasolaban y les costaba definirse. El
fenómeno solo duraba unos instantes como si se tratara de un flash, por lo que
no tenía el tiempo suficiente para apreciarlo en su justa medida. Acabé yendo
al oculista que no pareció darle mayor importancia, diagnosticándome una
blefaritis aguda, para lo que me mandó unas gotas y una higiene rigurosa de ojos
y párpados. Su terapia, sin embargo, no me sirvió de nada, y continué viendo lo
mismo por mucho que me empeñara con las gotas y los lavados. Lo cierto es que no
me importó demasiado, hasta el punto que no le dije a nadie que aquello seguía
adelante y que en algunos momentos parecía tomar mayores dimensiones, pues el
tiempo de la visión difusa se prolongaba, lo que para mi propia sorpresa,
además de intrigarme me empezó a gustar, como si de tal manera pudiese gozar de
una percepción de la realidad diferente y muy personal. Al cabo de los meses,
mediado el invierno, se puede decir que prácticamente ya veía todo en blanco y
negro, aunque en ocasiones, que por otro lado consideraba muy gozosas, el mundo
se me desvelaba tras un velo sepia, como si estuviera contemplando una
colección de fotos antiguas, que sin embargo no dejaban en mí el menor
sentimiento de melancolía o añoranza. Verdaderamente tal transformación no me
supuso ningún inconveniente, y cuando con mi familia me veía en algún aprieto a
causa de mi ceguera a los colores, lo gestionaba con algún chiste o salida por
la tangente. Ni siquiera los semáforos resultaron un problema, pues me
acostumbré de inmediato a guiarme por ellos en función de la situación que
ocupaban las luces. El inicio de la primavera me sorprendió cuando el cambio de
color a blanco y negro se hizo ya definitivo, aunque debo precisar que admitían
una enorme variedad de grises con los que empecé a disfrutar muchísimo, pues
por sorprendente que pueda parecer, empecé a evocar las películas en blanco y
negro de los años cuarenta y cincuenta e incluso más antiguas. Todo lo llevaba
en total soledad, sin decirle nada a nadie, pues estaba seguro que se
preocuparían e intentarían llevarme de nuevo al oftalmólogo, algo que a esas
alturas yo ya no quería de ninguna manera. El mundo en color tal como lo
recordaba, se me hizo algo ordinario,
nada sutil, proletario en el peor de los sentidos, con su inmensa gama de
colores chillones, que en esos momentos se me hacían solo adecuados para los
niños, los daltónicos y los horteras. Empecé a frecuentar salas de cine donde
solo proyectaban películas antiguas, normalmente clásicos en blanco y negro,
que dadas las características de mi visión,
apreciaba aún con otros matices añadidos. Me entusiasmó especialmente Carl T. Dreyer, cuyas películas vi en más de una
ocasión, y de las que más que el tema (el tipo parecía obsesionado con la
religión y el puritanismo), me interesaba su empleo virtuoso de la luz para
recalcar la acción o darle la intensidad adecuada. Me inquietó un tanto, todo
tengo que decirlo, que en algún momento llegara a obsesionarme con el personaje
de Johannes, el loco sagrado de “La palabra”, que recitaba de memoria pasajes
de la Biblia y acaba resucitando a una muerta. Debo confesar aquí, para ser
totalmente sincero, que en algún momento eché de menos el color especial de
algunas películas míticas en technicolor, como “Johnny Guitar” y “Raíces profundas”,
pero tuve que aceptar que en mi caso, como en el resto de la gente, no todo
puede ser ganancia. Al poco tiempo, y eso si que hubiera sido inquietante para
una persona que no fuera yo, las escenas de la películas se empezaron a
prolongar en mi vida cotidiana, lo que en algunas ocasiones, me generó
situaciones violentas, al confundir a algunas personas con personajes de las
mismas, aunque afortunadamente solía reaccionar con rapidez y salir de
situaciones tan embarazosas con un chiste o algunos latiguillos que iba
aprendiendo según pasaba el tiempo y las ocasiones se multiplicaban. Desde
entonces muchas cosas han cambiado en mi vida, aunque mis allegados actúan
conmigo como ni no hubiera ocurrido nada. Claro que después de todo es lógico,
pues mantengo la reserva y soy capaz de llevar una vida ordenada y sin
sobresaltos. Se extrañan, eso es verdad, cuando por la calle hago algún gesto
que no se corresponde con la realidad, y sobre todo en las raras ocasiones en
las que no puedo reprimir una sonrisa o un grito cuando la película que se
representa ante mí lo merece. De todas formas, debo dejar claro que raramente
me acompaña nadie. En casa paso la mayor parte del tiempo con mis cosas, leo y
escribo mucho, y como es natural, nadie me observa ni puede, por lo tanto,
llegar a conclusiones preocupantes. Sólo en las ocasiones en que estamos juntos
comiendo o frente a la televisión me doy cuenta que Isabel me mira un tanto
intrigada, y alguna que otra vez me ha preguntado si me pasa algo porque me ve
ensimismado, “como ausente”, dice ella, pero siempre he sabido reaccionar y he
podido tranquilizarla. “Se te pone cara de bobo”, me dijo precisamente ayer,
pero estuve ágil de mente, y llegué a contestarle que debían ser los años. No
iba a decirle que en esos momentos estaba asistiendo a la escena final de
Casablanca, cuando Humphrey Bogart se despide de Ingrid Bergman en el
aeropuerto (siempre nos quedará París), y menos aún viendo a Gary Cooper
enfrentándose a su destino, sólo ante el peligro, con el sol en lo alto, en un
pueblecito del Far West americano.
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