jueves, 20 de junio de 2013

PARÍS


No voy a decirlo. Sé que mi actitud no me va a ayudar, pero cuando uno tiene algo que defender, y más en mi caso, pienso que es la opción más razonable. De esta manera estoy seguro de  que me consideran un tipo raro, pero de hacerlo pasaría simple y llanamente a ser tenido como loco. El asunto se manifestó en mí de una manera progresiva e incluso lenta, pero de forma insidiosa, cuando nos adentramos en el otoño del año pasado. Ya se sabe que en estas latitudes, después del verano los días se hacen rápidamente más cortos, la luz se vuelve más tenue y a las cinco de la tarde ya es de noche cerrada. Al principio, por lo tanto, supuse que era algo que tenía que ver con la estación, aunque no descarté un comienzo de cataratas de las que el oculista me había prevenido tiempo atrás. Durante el día, especialmente cuando cambiaba de un ambiente a otro más luminoso, mi visión se volvía imprecisa y los colores durante ese intervalo se desvanecían o tornasolaban y les costaba definirse. El fenómeno solo duraba unos instantes como si se tratara de un flash, por lo que no tenía el tiempo suficiente para apreciarlo en su justa medida. Acabé yendo al oculista que no pareció darle mayor importancia, diagnosticándome una blefaritis aguda, para lo que me mandó unas gotas y una higiene rigurosa de ojos y párpados. Su terapia, sin embargo, no me sirvió de nada, y continué viendo lo mismo por mucho que me empeñara con las gotas y los lavados. Lo cierto es que no me importó demasiado, hasta el punto que no le dije a nadie que aquello seguía adelante y que en algunos momentos parecía tomar mayores dimensiones, pues el tiempo de la visión difusa se prolongaba, lo que para mi propia sorpresa, además de intrigarme me empezó a gustar, como si de tal manera pudiese gozar de una percepción de la realidad diferente y muy personal. Al cabo de los meses, mediado el invierno, se puede decir que prácticamente ya veía todo en blanco y negro, aunque en ocasiones, que por otro lado consideraba muy gozosas, el mundo se me desvelaba tras un velo sepia, como si estuviera contemplando una colección de fotos antiguas, que sin embargo no dejaban en mí el menor sentimiento de melancolía o añoranza. Verdaderamente tal transformación no me supuso ningún inconveniente, y cuando con mi familia me veía en algún aprieto a causa de mi ceguera a los colores, lo gestionaba con algún chiste o salida por la tangente. Ni siquiera los semáforos resultaron un problema, pues me acostumbré de inmediato a guiarme por ellos en función de la situación que ocupaban las luces. El inicio de la primavera me sorprendió cuando el cambio de color a blanco y negro se hizo ya definitivo, aunque debo precisar que admitían una enorme variedad de grises con los que empecé a disfrutar muchísimo, pues por sorprendente que pueda parecer, empecé a evocar las películas en blanco y negro de los años cuarenta y cincuenta e incluso más antiguas. Todo lo llevaba en total soledad, sin decirle nada a nadie, pues estaba seguro que se preocuparían e intentarían llevarme de nuevo al oftalmólogo, algo que a esas alturas yo ya no quería de ninguna manera. El mundo en color tal como lo recordaba,  se me hizo algo ordinario, nada sutil, proletario en el peor de los sentidos, con su inmensa gama de colores chillones, que en esos momentos se me hacían solo adecuados para los niños, los daltónicos y los horteras. Empecé a frecuentar salas de cine donde solo proyectaban películas antiguas, normalmente clásicos en blanco y negro, que  dadas las características de mi visión, apreciaba aún con otros matices añadidos. Me entusiasmó especialmente Carl  T. Dreyer, cuyas películas vi en más de una ocasión, y de las que más que el tema (el tipo parecía obsesionado con la religión y el puritanismo), me interesaba su empleo virtuoso de la luz para recalcar la acción o darle la intensidad adecuada. Me inquietó un tanto, todo tengo que decirlo, que en algún momento llegara a obsesionarme con el personaje de Johannes, el loco sagrado de “La palabra”, que recitaba de memoria pasajes de la Biblia y acaba resucitando a una muerta. Debo confesar aquí, para ser totalmente sincero, que en algún momento eché de menos el color especial de algunas películas míticas en technicolor, como “Johnny Guitar” y “Raíces profundas”, pero tuve que aceptar que en mi caso, como en el resto de la gente, no todo puede ser ganancia. Al poco tiempo, y eso si que hubiera sido inquietante para una persona que no fuera yo, las escenas de la películas se empezaron a prolongar en mi vida cotidiana, lo que en algunas ocasiones, me generó situaciones violentas, al confundir a algunas personas con personajes de las mismas, aunque afortunadamente solía reaccionar con rapidez y salir de situaciones tan embarazosas con un chiste o algunos latiguillos que iba aprendiendo según pasaba el tiempo y las ocasiones se multiplicaban. Desde entonces muchas cosas han cambiado en mi vida, aunque mis allegados actúan conmigo como ni no hubiera ocurrido nada. Claro que después de todo es lógico, pues mantengo la reserva y soy capaz de llevar una vida ordenada y sin sobresaltos. Se extrañan, eso es verdad, cuando por la calle hago algún gesto que no se corresponde con la realidad, y sobre todo en las raras ocasiones en las que no puedo reprimir una sonrisa o un grito cuando la película que se representa ante mí lo merece. De todas formas, debo dejar claro que raramente me acompaña nadie. En casa paso la mayor parte del tiempo con mis cosas, leo y escribo mucho, y como es natural, nadie me observa ni puede, por lo tanto, llegar a conclusiones preocupantes. Sólo en las ocasiones en que estamos juntos comiendo o frente a la televisión me doy cuenta que Isabel me mira un tanto intrigada, y alguna que otra vez me ha preguntado si me pasa algo porque me ve ensimismado, “como ausente”, dice ella, pero siempre he sabido reaccionar y he podido tranquilizarla. “Se te pone cara de bobo”, me dijo precisamente ayer, pero estuve ágil de mente, y llegué a contestarle que debían ser los años. No iba a decirle que en esos momentos estaba asistiendo a la escena final de Casablanca, cuando Humphrey Bogart se despide de Ingrid Bergman en el aeropuerto (siempre nos quedará París), y menos aún viendo a Gary Cooper enfrentándose a su destino, sólo ante el peligro, con el sol en lo alto, en un pueblecito del Far West americano.     

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