Apenas lo recuerdo, pero sé que alguna vez estuvo allí. Era un enorme
maizal que se extendía delante de la casa de mis padres al otro lado de la
carretera, y que ahora que he vuelto ha desaparecido. A los chicos nos tenían
prohibido pasar, decían que era muy peligroso atravesar la carretera porque nos
podían atropellar los coches. Yo era el menor de cinco hermanos y tal cosa
podía tener su sentido en lo que a mí atañía, pero ya entonces me parecía
extraño que tal prohibición nos incluyera a todos, teniendo en cuenta que mis
hermanos ya eran bastante mayores, y con frecuencia la utilizaban para ir en
bicicleta al pueblo. No tenía sentido, y pronto empecé a sospechar que me
ocultaban algo, que mis padres mantenían un secreto que no querían que
conociéramos. Mis hermanos, cuando les preguntaba la razón de no dejarnos
entrar en el maizal, no me respondían y se reían de mí con gestos procaces que
yo no podía entender, y acababan haciéndome burlas y llamándome crío o enano.
Me sentía ridículo, y con el tiempo fue surgiendo en mí la idea de transgredir
la prohibición y aprovechar cualquier tarde de verano en la que todos dormían la siesta, para
entrar en el maizal y ver que misterio se ocultaba en su interior. Y así lo
hice, un día cuando después de comer todos dijeron que se iban a sus
habitaciones, deje transcurrir cierto tiempo y una vez que estuve seguro de que
todos dormían, salí de casa sin hacer ruido, crucé la carretera a la carrera y
me interné en el maizal con aprensión y el corazón batiendo alocadamente en el
pecho. Las plantas del maíz era bastantes más altas que yo, y sobre ellas pude
ver el azul del cielo y un sol abrasador en lo alto, entre unos nubarrones
oscuros que presagiaban una tormenta que no tardaría en desencadenarse. Me
desplacé jadeando en todas direcciones, y lo único que pude escuchar era el
canto estridente de las chicharras en los árboles próximos, y el de los grillos
que a aquellas horas parecían celebrar un aquelarre batiendo con furor sus
élitros. Ni una brizna de aire que pudiera aliviar mi cuerpo empapado de sudor,
ni mi cara por la que se deslizaban gruesos goterones que llevaban a mi boca un
amargo sabor de salitre. Sentí que me mareaba y que todo empezaba a dar vueltas
a mi alrededor al tiempo que el ruido se
hizo ensordecedor, como si en esos momentos estuviera asistiendo a una
revelación que nunca debía haber conocido. Me sentí terriblemente culpable de
haber desobedecido a mis padres y supe que algo terrible iba a suceder de un
momento a otro. Y entonces sucedió lo que hasta ahora sigo sin poder comprender.
Tirado en el suelo jadeando, pude oír como el maizal se abría con violencia por
todos lados y surgían ante mi unos seres espantosos, una especie de brujos con
barba que gritaban desaforadamente y se ponían a bailar a mi alrededor
mostrando en sus manos unas mazorcas de maíz que dirigían hacia mí como si se
tratara de una exhibición o de un rito cuyo significado desconocía. Cuando por
fin se fueron y pude regresar a casa, la encontré vacía. Ni mis padres ni mis
hermanos al parecer habían dormido la siesta. Sin embargo, por la noche,
rompiendo la costumbre, cenamos juntos y
todos parecían muy alegres, como si celebraran algo a lo que yo me sentía
ajeno, a pesar de que me repitieran con insistencia que ya era todo un hombre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario