Tiemblo
inexplicablemente esta tarde de verano al pasear tranquilamente a lo largo del
paseo marítimo. La temperatura, sin embargo, es agradable, y la gente que pasa
a mi lado va en manga corta. El sol que comienza a aproximarse al horizonte
todavía debe calentar bastante, algo normal teniendo en cuenta que estamos en
el hemisferio norte a finales del mes de Junio. De repente, tengo la impresión
de que este mundo no está hecho para mí, y sin dejar de temblar, decido
confirmar la dureza de la corteza terrestre, golpeando las losetas de la acera. Me siento ajeno
totalmente a esta orgía de granito y hormigón en la que parece haberse
convertido cuanto me rodea. Sólo me queda el mar a unos metros que, él sí,
parece conservar la blanda consistencia de su naturaleza. Quizás soy un animal
marino, me digo cuando por fin bajo a la playa y me acerco a la orilla. El agua
rompe con mansedumbre sobre la arena, y me hace recordar el día que mis padres
me llevaron a ver el mar por primera vez, desde la ciudad tierra adentro en la
que entonces vivíamos. Me detengo cuando ya las olas acarician mis pies. Sigo,
sin embargo, temblando a pesar del alivio que me proporciona la proximidad del
agua que, para mi espanto, cambia súbitamente de consistencia y se transforma
en un líquido grisáceo y viscoso que bien podría ser plomo fundido o mercurio.
Me doy la vuelta angustiado, y avanzo con dificultad sobre la playa con los pies
hundidos hasta los tobillos en la arena. Recorro así la escasa distancia que me
separa del asfalto del que instantes antes había huido con precipitación. Me
cuesta aceptarlo, pero a pesar del temblor que no cesa, soy consciente de que
solo me queda una salida. Abro los brazos cuanto puedo, y al instante una
ráfaga de aire cálido me eleva aunque no sepa en absoluto hacia donde me
conduce. Al fin soy libre y dejo de temblar. El hecho de ser un pájaro es lo de
menos.
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