lunes, 25 de febrero de 2013

EMPEÑOS


Voy a dedicarme, en la medida de lo posible, a burlar a la teoría de la evolución, y que conste que a mi Darwin siempre me ha caído bien. Quiero con esto decir que no voy a tratar en absoluto de desdecirla (hoy en día prácticamente irrefutable a pesar de un buen número de aventados que creen otras cosas mucho más inverosímiles), sino que, en lo que a mí respecta, voy a poner todo mi empeño en desvirtuarla y hacerla inútil. Sin duda mis congéneres y las demás especies seguirán implicadas en el proceso de selección natural para la supervivencia de los más aptos, etc, pero eso es algo que a mis años ya me tiene sin cuidado. Quiero decir que voy a intentar que todas mis actividades se hallen situadas al margen de las necesarias para que tal proceso ocurra, y por lo tanto, ni voy a intentar traspasar mis genes a mis supuestos futuros descendientes (¡qué ingenuidad!), ni a incidir en cualquier otra actividad que tenga un sentido cara a un futuro que, entre nosotros, me tiene sin cuidado. Voy a dedicarme al estudio en profundidad de las técnicas del ballet de las coreografías de Georges Balanchine, y al estudio detallado de la variedades del claqué en los Estados Unidos de la posguerra, algo que ni los genes más enrevesados tendrán ninguna necesidad de pasar a las generaciones venideras, solo interesadas en tener algo que llevarse a la boca y en los métodos de reproducción no asistida.

 

Me gusta lo diminuto, lo increiblemente pequeño, para lo cual, como es natural, me he hecho con una lupa de muchos aumentos en una tienda de viejo de los alrededores, y me he puesto a trabajar con ahínco desde que amanece hasta que el sol se pone, en averiguar la estructura de lo que normalmente nos pasa desapercibido. Puede parecer una sandez a aquellos que solo disfrutan con una pantalla panorámica y los cielos abiertos, pero no para quienes como yo creen que lo verdaderamente bello e interesante se halla en las cosas de pequeño formato. Y si no me cree, le podré convencer recurriendo a la esfera de lo meramente práctico. Aviados estaríamos a estas horas si don Louis Pasteur, sin ir más lejos, no se hubiera decidido a aplicarle el microscopio (una lupa sofisticada, no nos engañemos) al hongo Penicillium. No hubiéramos superado ni siquiera la apendicitis. Y llegado aquí quizás debiera callarme, pues los escépticos como usted no suelen estar dispuestos al empleo de la nanotecnología en la industria de nuestros días, por no mencionar su aversión a la física de partículas, con la que se entretienen los técnicos del acelerador de partículas de Lausana, Suiza. Atrévase, dé un paso adelante y aplique la lupa (que estaré encantado de prestarle) para contemplar, por ejemplo, la estructura íntima de las tejas, le aseguro que desde ese momento en adelante tendrá una opinión muy diferente del tejado de su propia casa.

 

Gómez desarrolla todas sus actividades con el mismo empeño que pondría en aferrarse al alféizar de la ventana de su casa, si un día por casualidad diera un traspié y estuviera a punto de precipitarse por la ventana cuando limpiaba sus cristales, teniendo en cuenta, sobre todo, que vive en un quinto piso. Tal actitud le tiene absolutamente exhausto, y en él el jadeo permanente ha sustituido a la respiración, por lo que no es demasiado atrevido decir que a pesar del afecto que sus vecinos le profesamos, no nos queda mucho tiempo de alegrarnos de su presencia entre nosotros. Será una lástima, y no tanto porque sea una persona especialmente interesante, inteligente o divertida, sino porque su agitación permanente siempre nos ha tenido en ascuas, a la espera de su último suspiro que, sin embargo, se resiste a exhalar. Quien sabe si en el fondo de si mismo, es consciente del espectáculo que nos ofrece y no quiere defraudarnos. En tal caso, deberíamos estarle profundamente agradecidos, pues no es corriente que alguien prolongue su agonía para contento de los demás, que a mi parecer, es lo que Gómez viene haciendo desde tiempo inmemorial. ¡Suéltate! estoy a punto de decirle todos los días, pero no quiero que me tome por un desconsiderado, aunque por otro lado, tengo casi la certeza de que con tal de no privarnos de su presencia estimulante, será capaz de echarse a volar, y no obstante, seguir jadeando.

 

 

domingo, 24 de febrero de 2013

MORADAS


Hola Emeterio,

Vivo en una casa que yo mismo construí con mis propias manos cuando salí del penal. Había heredado una parcela de terreno al pie de la sierra, y no se me ocurrió otra cosa mejor que hacer. Yo soy un hombre de ciudad, para que vamos a engañarnos, pero me convenía quitarme de en medio una temporada, y después de todo Zamora no queda tan lejos. Y con esto no quiero afirmar que Zamora sea exactamente una ciudad, pero lo intenta. Después de unos meses llegué a construir una casa de una planta como buenamente pude, con la supervisión de un tipo del ayuntamiento sin cuyo permiso al parecer no podría haberlo hecho. Es lo más sencillo que uno se pueda imaginar, teniendo en cuenta que no tengo ni idea de albañilería, pero afortunadamente me echó una mano alguien de por allí que tampoco sabía demasiado, pero con quien pude al fin levantarla con la ayuda de una plomada y una burbuja de esas. En la planta baja está el salón, mi habitación, la cocina y el cuarto de baño, y la alta, una buhardilla de buenas dimensiones y un cuarto diminuto que yo llamo “el de la plancha” en recuerdo a uno parecido que había en casa de mis padres cuando era un crío. Paso gran parte del día, como se puede fácilmente imaginar, en la planta de abajo, que es donde tengo instalada la televisión, delante de la cual me paso las horas muertas. A mi modo de ver es muy instructiva y se pueden aprender muchas cosas, además si debo ser sincero, a mi lo de leer y oír música no se me da bien y se me hace muy pesado. Cuando me aburro salgo afuera y me doy paseos por los alrededores, a veces subo la cuesta hacia la montaña que es endemoniadamente empinada, y en otras ocasiones me meto en la maleza que hay en dirección a la carretera, y con frecuencia me siento entre los juncos e imagino que estoy en una selva de Birmania o algo parecido. Te parecerá una majadería y una pérdida de tiempo con la cantidad de cosas que se pueden hacer en esta vida, pero créeme si te digo que me resulta muy relajante, y no hecho nada de menos el ajetreo de la ciudad, aunque por lo que te dije al principio pudiera parecerte lo contrario. Debe ser que estoy cambiando. Otra cosa de la que me acuerdo con cierta nostalgia es de la cárcel, aunque te parezca mentira, al cabo de los años me había acostumbrado, y además éramos ya un grupo de reclusos muy bien avenidos, que nos lo pasábamos en grande en el patio charlando de nuestras cosas y en un apartado que nos dejaban los vigilantes para que echáramos la partida. Menudas timbas se organizaban. Claro que a pesar de esa nostalgia, tampoco es cuestión de que me acerque al pueblo y haga cualquier salvajada para que me vuelvan a ingresar. Además es posible que me mandaran a otro lugar y la cosa cambia. Finalmente, cuando ya me harto del cañaveral y de los sapos que abundan por allí, me vuelvo a casa y veo un poco más la tele o pongo la radio que esa sí que no me incomoda. Todavía me acuerdo cuando en el 59 en Radio Nacional oí el triunfo de Bahamontes en el Tour de Francia, aún me emociono al recordarlo. Poco antes de acostarme subo al primer piso, quiero decir al único piso, y me recojo un rato en el cuarto de la plancha. Allí tengo una especie de jergón de paja y me paso un buen rato mirando al techo, que aunque no lo creas, tiene su intríngulis. Ya te explicaré. Ayer, sin ir más lejos pude ver paseándose tranquilamente a una araña gorda y peluda que para mí que era una tarántula de esas. Otros días, en lugar de meterme en ese cuarto (la verdad es que a veces me deprime), entro en la buhardilla y evoco los felices días de mi infancia en los que me peleaba con mis hermanos en la de mis queridos padres, que en paz descansen. Me gustan las telarañas y los pavos. Ya sé que no tienen nada que ver entre ellos, pero no se me ocurre nada mejor para despedirme, Emeterio. Las cosas de la vida, ya sabes.

CAIDAS


-Hay momentos en los que lo más adecuado es aceptar que las cosas son como son y no como quisiéramos que fueran. Puede ser doloroso en la medida en que intentamos que el mundo se ciña a nuestra voluntad, como si, de hecho, fuéramos una especie de demiurgos a los que todo nos es debido, ya que la fantasía es libre, y en ese sentido tendríamos toda la razón. Sucede sin embargo que la realidad, por mucho que nos empeñemos en extender los brazos asomados a la calle desde la azotea tratando de volar, se impone, y la gravedad seguirá cumpliendo inexorablemente las leyes que la han instituido como una de las fuerzas elementales de la naturaleza. Y, o bien ocurre un milagro, o poco instantes después, por mucho que agitemos las extremidades, algunos, los más morbosos, se acercaran a nuestros restos sobre la acera o el asfalto, y otros huirán presurosos, conscientes de que el hallazgo no será más que el previsible para los objetos sólidos en caída libre desde una altura aproximada de veinte metros sobre el nivel del suelo.

 

-La reunión transcurrió tranquilamente, aunque si debo decir toda la verdad, al final nos animamos más de la cuenta y una alegría descontrolada se apoderó de los presentes. Éramos los habituales, es decir, los amigos de siempre, que con frecuencia buscamos una disculpa para celebrar el mero hecho de estar vivos, como si no nos fuera suficiente con nuestras actividades habituales, y el mundo se mereciera algo más que la rutina de todos los días o las diversiones con las que procuramos despistarnos los fines de semana. Me despedí en lo alto de las escaleras mientras ellos no aceptaban todavía que todo hubiera terminado y que poco después el sol saldría de nuevo, y la normalidad les apearía de su sueño. No sé verdaderamente lo que fue, si un resbalón infortunado o el exceso de estimulantes con el que habíamos tratado de olvidarnos, solo sé que cuando me recogieron al pie de la escalera tuve que agradecer al arquitecto que los peldaños solo fueran de madera. La piedra puede resultar muy ingrata cuando deja de ser un objeto decorativo.

 

Asciendo como un globo y me alejo del puro suelo con la facilidad que me proporciona un contenido que, sin ser helio, tiene una densidad, al parecer, inferior al aire que disfrazado de viento o de éter, con tanta emoción tantas veces han cantado los poetas. Subo pues, a pesar de mis esfuerzos por buscar un asidero en las copas de los árboles, y lentamente, la tierra que hasta ese momento me ha albergado, se convierte en un mapa. No lo acepto, y trato en los primeros instantes de alcanzar una densidad que me resulta ajena, a pesar de la gravidez con la que trato de investir a mi esqueleto. Es inútil, y apenas cuando empiezo a aceptar la inexorabilidad de mi ascensión, atravieso las primeras nubes, unos cúmulos desprovistos de agua e inútiles por tanto para lograr mi objetivo. Asciendo, y aunque pronto empiezo a respirar con dificultad, soy consciente de que el planeta se ha convertido en ese mundo azul que nos enseñan con frecuencia los satélites. Luego alcanzo la estratosfera, en la que el índice de oxigeno se hace casi nulo, pero donde puedo verificar con alborozo, que respiro por un sistema alternativo del que no tenía noticia hasta esos momentos. El frío comienza a hacerse intenso, pero  una cápsula que desconozco, me protege y sigo ascendiendo en dirección a los confines del sistema solar. ¡Qué experiencia tan increíble! me digo cuando logro evitar la gravedad de los planetas exteriores, a pesar de casi rozar los anillos de Saturno. Tengo de repente miedo a la caída, y me imagino entrando en la atmósfera de Júpiter, Urano o Neptuno, tan ingrata para quien no está acostumbrado al metano ni al ácido sulfúrico. Me encomiendo pues al dios de los espacios siderales, y cuando ya me alejo de Plutón, tan desprestigiado hoy en día, me preparo para acercarme a Andrómeda. Después de todo, un rayo de luz no tardaría más de dos millones de años en alcanzarla.

lunes, 18 de febrero de 2013

TEMBLORES


Tiemblo inexplicablemente esta tarde de verano al pasear tranquilamente a lo largo del paseo marítimo. La temperatura, sin embargo, es agradable, y la gente que pasa a mi lado va en manga corta. El sol que comienza a aproximarse al horizonte todavía debe calentar bastante, algo normal teniendo en cuenta que estamos en el hemisferio norte a finales del mes de Junio. De repente, tengo la impresión de que este mundo no está hecho para mí, y sin dejar de temblar, decido confirmar la dureza de la corteza terrestre, golpeando  las losetas de la acera. Me siento ajeno totalmente a esta orgía de granito y hormigón en la que parece haberse convertido cuanto me rodea. Sólo me queda el mar a unos metros que, él sí, parece conservar la blanda consistencia de su naturaleza. Quizás soy un animal marino, me digo cuando por fin bajo a la playa y me acerco a la orilla. El agua rompe con mansedumbre sobre la arena, y me hace recordar el día que mis padres me llevaron a ver el mar por primera vez, desde la ciudad tierra adentro en la que entonces vivíamos. Me detengo cuando ya las olas acarician mis pies. Sigo, sin embargo, temblando a pesar del alivio que me proporciona la proximidad del agua que, para mi espanto, cambia súbitamente de consistencia y se transforma en un líquido grisáceo y viscoso que bien podría ser plomo fundido o mercurio. Me doy la vuelta angustiado, y avanzo con dificultad sobre la playa con los pies hundidos hasta los tobillos en la arena. Recorro así la escasa distancia que me separa del asfalto del que instantes antes había huido con precipitación. Me cuesta aceptarlo, pero a pesar del temblor que no cesa, soy consciente de que solo me queda una salida. Abro los brazos cuanto puedo, y al instante una ráfaga de aire cálido me eleva aunque no sepa en absoluto hacia donde me conduce. Al fin soy libre y dejo de temblar. El hecho de ser un pájaro es lo de menos.

domingo, 17 de febrero de 2013

SALUDOS


El sueño consistía en lo siguiente: yo iba andando por la calle, y de repente, sin una razón clara, me detenía y saludaba levantando un brazo y agitando la mano. Eso, dentro del propio sueño me dejaba perplejo, pues no veía a nadie ni tenía la impresión de haber sentido nada que me hiciera adoptar tal actitud, por lo que casi de inmediato empezaba a mirar en todas direcciones un tanto desconcertado. Sin embargo, era evidente que tal hecho debía responder a algún tipo de estímulo, aunque también era posible que estuviera programado para obedecer a una secuencia desconocida, y no tenía más remedio que actuar de esa manera. Algo parecido a un automatismo, como cuando tratamos de quitarnos una mosca cerca de la cara y damos un manotazo al aire. Pero sin mosca, claro. Pensándolo a posteriori, lo más lógico es que alguien me hubiera saludado a cierta distancia, aunque, dadas las características del sueño, no recordase ni su voz ni su aspecto. Además, puestos ya a elucubrar, es muy posible que se tratara de alguien próximo o bastante conocido, pues tales familiaridades no se suelen tener más que con aquellos que nos son cercanos, o con quienes mantenemos una relación personal. Los días siguientes a ese primer sueño, que se repitió con pocas variantes durante un tiempo, estuve muy atento a percibir cualquier pista que aclarara la situación, pero fue inútil y en ningún momento se añadió nada significativo. Quizás lo único reseñable fue que en algunas ocasiones llevaba puestos diferentes tipos de sombreros, y que en función de tal circunstancia saludaba de una u otra manera. Los días en los que llevaba sombrero de copa o bombín, lo hacía ceremoniosamente, ciñéndome así a lo que la prenda de cabeza parecía sugerir, mientras que los días en los que usaba sombrero de ala ancha en sus diferentes modalidades (incluido el tirolés), parecía hacerlo de un modo más desinhibido, como si tuviera la certeza de que el otro no iba a sentirse vejado por mis maneras desenvueltas. Todo esto no tendría ninguna importancia, si se hubiera visto reducido a una de tantas situaciones oníricas inexplicables, que experimentamos a lo largo de nuestra existencia, pero empezó a suponer un problema en el momento que cuando paseaba en mi vida real, empecé a tener la necesidad de saludar aleatoriamente cada cierto tiempo, viniera o no a cuento, como si lo soñado se estuviera convirtiendo en un modus operandi habitual, al que no podía faltar. Tal situación, como bien puede comprenderse, empezó a llamar la atención de mis vecinos, y en general, de las personas que se cruzaban conmigo, y se veían compelidas a imitarme por aquello de los buenos modales, aunque en el fondo no entendieran la razón. Fui pronto consciente de esta desazón, pero durante cierto tiempo me sentí incapaz de actuar de otra manera, por lo que alguien cercano, me llegó a advertir que mi actitud estaba sumiendo a no poca gente en una perplejidad que en cualquier momento podía tornarse en animadversión, pues a nadie le gusta sentirse forzado a hacer lo que no quiere, y a tal cosa es a lo que yo estaba llegando. Afortunadamente, meses después de empezar esta situación, se me ocurrió que debía interpretar mi sueño como una metáfora que nada tenía que ver con la realidad, algo que me alivió y me hizo cavilar sobre el posible significado de tal actitud. De entrada, yo jamás llevaba sombrero, por lo que el hecho de su presencia, suponía un añadido, una suerte de impostación a mi verdadera forma de ser, que pronto interpreté como algo superfluo, de lo que yo debía servirme en mi relación con los demás, quizás una actitud poco natural, que iba desde un cierto aristocratismo diletante cuando me tocaba con sombrero clásicos, a una familiaridad un tanto infatuada los días en los que como si fuera un aventurero o un vaquero del farwest, me ponía los de ala ancha (afortunadamente nunca me vi con el de charro ni con la teja de un cura de pueblo, pues en cualquiera de ambos casos, la interpretación se hubiera complicado). Esta interpretación me hizo ver que en mi relación con los demás tenía una tendencia exagerada a quedar bien con todo el mundo, una necesidad de ser apreciado con independencia de mis auténticos sentimientos, por lo que a partir de ese momento me propuse ser más auténtico y ceñirme a lo que verdaderamente sentía, ateniéndome a las consecuencias, pues no todos lo iban a entenderlo, ya que las personas con las que me unía cierta amistad no pasarían de la media docena. Puesta en práctica mi nueva actitud, sé que muchos no comprendieron mi cambio radical al quedarse con la palabra en la boca o con el brazo semi alzado, aunque si he de ser sincero, tuve que hacer verdaderos esfuerzos para no levantarlo yo, porque en mi fuero interno seguía sintiendo lo mismo. Tuve que empezar a frecuentar determinados lugares donde tal gesto no estuviera mal visto, por lo que desde entonces soy un asiduo de las estaciones de trenes y autobuses de larga distancia, así como de los mítines de los partidos políticos de orientación fascista y las paradas militares, donde tal actitud es vista con indudable simpatía. Así, mi extraño sueño se ha convertido en una manera de relacionarme con los demás, y quien sabe si, a poco que me esmere, con un poco de tiempo pueda ser una forma honrada de ganarme la vida y elevar mi status social.