Las cenéforas se
fingen elegantes quizás porque no saben que la laxitud no necesita de
onomatopeyas. Creen y así lo afirman, que el hecho de ser simplemente esdrújulas les otorga
cualidades que niega a otros su condición de no-cenéforas. Y posiblemente ahí
resida la importancia de la disimilitud, esa característica, por mínima que sea
, que establece más que puentes o vados,
abismos intransitables, en los que ni siquiera sería eficaz un aerostato o un zeppelín, pues la diferencia de presión
origina en altura vórtices tormentosos que dificultan la navegación aérea. Ni
serían posibles, aunque nos pusiéramos a ello, transiciones exclusivamente mentales, pues un
muro de cristal se alza mediado el cauce alcanzando altitudes inverosímiles y denegadoras.
Pero si dura es la hazaña que debe ser realizada, más dura será aún la abdicación
del deseo, que no sabe de impedimentos y que apenas sobrevive a negaciones por
evidentes y razonables que nos parezcan. Surge en ese momento la canoa o el bote de remos como alternativa, aunque sea a
un nivel estrictamente a ras de suelo, pues el ímpetu de la corriente solo
admite traslaciones en longitud y no al bies ni en anchura. Llegados aquí, podemos
vernos tentados a dejarlo caer, y admitir que hay empresas que más vale
descartar al poco de registradas, pero nos equivocaríamos, porque el solipsismo
como la masturbación inveterada, solo incide en afluentes de sí mismo, devanándose
en remolinos de difícil desistimiento. Téngase en cuenta que el centro del
planeta mantiene temperaturas muy superiores a la media en el Ecuador, lo que
haría que a poco que el agua penetre se transforme en geisers, fumarolas que apenas levantadas sobre la superficie
caerían con un estruendo que solo las derrotas admiten. Llegados pues a impasses y culs de sacs de difícil resolución, no tendremos otro remedio que inventarnos
nuevas dimensiones dónde, por ejemplo, los cuerpos sólidos sean perfectamente vulnerables
al tránsito. Hagamos caso pues de trigonometrías futuras, pero que mentes enfebrecidas serían capaces de
crear a base de jengibre y, al parecer, de ajonjolí, por raro que pueda parecer
al no experimentado. Pues de eso se trata, evolucionar no se limita a utilizar el pico como los pinzones de las Galápagos
en relación al medio ambiente para la supervivencia del más apto, sino hacerlo
en función de fantasías que pueden acecharnos en cualquier momento o a
ideaciones apenas al alcance de los bonobos. Henos pues en una situación
difícil que, si se me permite divagar, las acota, pues la eficacia nunca ha
sido cuestión de peroratas ni de sortilegios que, como los espejismos, siendo
algo concreto, se disuelven cuando ya los labios creían subsumirse en la
engañosa charca. Puro légamo en ese momento, arena casi incandescente que
desdice ensoñaciones hechas para sobrevivir, o como mucho para hacer poesía. Esa es la verdad,
y debiéramos aceptar lo que nos alcanza como una flecha llegada de no se sabe dónde, pues no he visto el carcaj que la contuvo, ni
el curare abunda en esta región olvidada de la mano de Dios, si es que tal
existe. Pero persiste el problema: el otro lado está ahí, pues mis ojos, hechos
para horizontes precisos aunque atacados de presbicia, nunca me engañan, ni me engañan mis manos
tendidas cerca de la otra orilla que me llama, no sé si Sirenas, Circe, Scilla o
Caribdis. Infiernos y paraísos revueltos
en un sinfín de circunvoluciones que nos acosan desde ubicaciones que escapan a
la estricta geografía. Árboles aún no talados que se recortan sobre un cielo
vespertino, cuando creíamos que toda
vegetación es poca y que pocos son los minerales que valgan la pena, hechos
como norma de calcitas de escasa consistencia y de pechblenda, que nada tienen
de auríferos. Ese afán de ir más allá de lo fácilmente imaginable a poco que
nos decidamos a pensar lo que hoy por hoy nos parece inaccesible. Pero lo
inaccesible como lo incomprensible también llega: los tábanos existen.
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