Me despierto hacia las ocho. Sensación de estar relajado y haber dormido bien. Recuerdo vagamente un sueño, pero no logro concretarlo. Después de la primera sensación de relajamiento, me invade otra de sopor y cansancio. Hago un esfuerzo y me visto. No tiene sentido volver a la cama. Hacia las diez llamo al psiquiatra, que me responde serio y dando la sensación de sentirse molesto, que en esos momentos no puede atenderme porque está ocupado. Le pregunto si le puedo ver mañana, y me dice que me tome valium y espere a la sesión del día que me toca, el jueves. Siempre me dice lo mismo: no debo dejarme vencer por la angustia. Pero no se como, a no ser, efectivamente, con los tranquilizantes. Salgo al bar de la esquina y me tomo un café y un churro. Soy incapaz de tomar algo más, y el churro ya me ha supuesto un esfuerzo. Vuelvo a subir a casa. Llamo a X y le pido que venga, que me siento mal. Siempre le digo lo mismo y siempre viene. Cinco minutos después le vuelvo a llamar y le digo que me encuentro mejor y que voy a intentar pasar el trago solo. Me dice que no le importa, que ya estaba preparada, le digo que no, y como se pone pesada, le cuelgo. Soy injusto, pero no puedo soportar sentirme como un enfermo o un crío desvalido.
Al rato me llama y le digo que de verdad estoy mejor, y para que se lo crea le cuento un chiste, se ríe, pero me conoce lo suficiente para saber que es mentira y que no estoy bien. De todas maneras se lo agradezco. Paseo por casa, no sé que hacer, echo un vistazo a lomos de los libros de la habitación del fondo, son casi todos de medicina, sobre todo de psiquiatría, donde con frecuencia trato de buscar mis síntomas o las cosas que pienso para ver si tengo remedio. Ya no me dicen nada nuevo, se han convertido en una rutina en los momentos de mayor agobio. El valium y medio que tomé empieza a hacerme efecto, soy casi un drogadicto. No, soy un auténtico drogadicto, no podría vivir sin él. Mientras pienso esto, me peso: 75 kilos, no está mal, casi no he adelgazado y eso me reconforta, es como un baremo que me dice que lo mío no es tan grave, sobre todo teniendo en cuenta que como poco. Además no quiero que los demás se den cuenta de que ando así. Me echo un momento en la cama.
Trato de pensar algo, pero soy incapaz, solo veo el techo encima de mí, me fijo en la estructura de la pintura al gotelé y no recuerdo cuando fue la última vez que pinté la casa. Me gusta el gotelé, me parece el único detalle artístico en mi habitación,
desprovista de cualquier otra cosa que no sean revistas y libros viejos, por cierto bastante desordenados. Tengo que hacer algo, y aunque un tanto somnoliento hago un esfuerzo y me levanto. Voy al salón y miro hacia la calle a través del ventanal, desde dentro se percibe el frío y se nota una ligera brisa que mueve la copa de los árboles cerca de casa. Hay un pino, pero no tengo ni idea del nombre de los demás. Tengo que enterarme, toda la vida ahí y soy incapaz de decir a que especie pertenecen. También hay algunos arbustos y a lo lejos un ciprés, ese es demasiado especial para no conocerlo. Lógicamente casi de inmediato me acuerdo del monasterio Silos y su famoso árbol y de J.M. Gironella, un escritor catalán que rememoró la Segunda República y la guerra civil en tres libros que acabaron teniendo mucho éxito, el primero de ellos “Los cipreses creen en Dios”(*).
Acabo sentándome en el sofá y me quedo un rato mirando hacia adelante por encima del televisor, y poco después sacudo la cabeza tratando de volver a la realidad. Pero no sé qué significa para mí verdaderamente la realidad. La realidad que vivo no me gusta, pero no sé vivir otra. Me siento triste, aunque no exactamente triste, sino algo que debe andar entre la depresión y la tristeza. Más que depresión yo diría que melancolía. Me gusta ese nombre terrible, quizás porque se lee con frecuencia en la literatura romántica. Pienso en Machado y recuerdo en alta voz “melancolía de lluvia tras los cristales”. Oigo mi propia voz resonando y perdiéndose pasillo adelante.
Me decido a poner música. No quiero una música que me saque de este estado. Al contrario, quiero una música que ahonde en él, que lo traiga a la superficie. Una música que me ponga en contacto con lo que rechazo pero que sé que está ahí adentro, siempre a la espera. Por fin pongo la obertura de Las Hébridas de Félix Mendelssohn., La cueva de Fingal. Es profunda, imponente, desgarradora, impetuosa. El mar batiendo sordamente contra los acantilados. Soy yo, me digo.
Por fin puedo llorar.
(*) Pude acordarme de “La sombre del ciprés es alargada” Miguel Delibes pero no se me ocurrió. Debe ser porque detesto la caza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario