Algunas tardes se me hacen
terriblemente largas, agotadoras, aunque este adjetivo no parezca ser el más
adecuado para definir el hecho de no tener nada que hacer. Y quien dice nada
que hacer, podría añadir nada que pensar. Estoy allí arrellenada en el sofá de
toda la vida viendo la televisión, con la impresión nítida de estar perdiendo
el tiempo, de estar realizando una actividad sin ningún sentido, con
independencia de lo que esté viendo. Lo mismo me resultan las telenovelas (casi
todas tratan de familias acomodadas de nuestra posguerra), que algunos debates
sobre temas políticos o sociales que ni me van ni me vienen. Y no digo nada de
los documentales de todo tipo de bichos, sobre todo de los de la sabana y la
selva, pero también de otros muy raros y simplemente repulsivos. Todos me
parecen majaderías que nada tienen que ver conmigo, que suelo solucionar
apagando el aparato para descabezar un sueño, porque la tarde, como ya he dicho,
se me hace interminable.
Estoy allí como podría estar en
cualquier sitio, en la cama (en donde en muchas ocasiones acabo echándome) o en
Katmandú en compañía de todos esos
perturbados haciendo idioteces metiéndose en el agua del río (y me tiene sin
cuidado que sea un río muy famoso) o en las escaleras de acceso quemando a sus
parientes recién fallecidos. Qué asco y que falta de higiene. Y si digo esto es
porque es lo primero que se me viene a la cabeza, no porque me interese en
absoluto. A mis las incineraciones siempre me parecieron una salvajada. Mejor
morirse en un incendio y listo. Así que siempre acabo apagando la televisión y
me digo “pues aquí estamos”, y lo
digo empleando el plural cuando lo adecuado sería decir “pues aquí estoy”, pero en mis pensamientos siempre
suelo emplear el plural mayestático. Eso me viene sin duda por mi admiración
hacia su Santidad el Papa, en mi opinión el único ser que merece la pena en
este desastre de planeta, sobre todo cuando habla ex-catedra en cuestiones
relacionadas con la fe. Y que conste que para mí siempre habla así, pues lo que
él dice va a misa, y que se me perdone la vulgaridad (y casi la redundancia).
Cada vez que abre la boca suelta una joya, aunque se trate de lo que para un
indocumentado pueda parecer algo banal. Por ejemplo, si un día dice “sor Margarita
hay que ir preparado el altar para la misa”, pues a mí me parece
maravilloso. Puede parecer algo sin
importancia, pero qué sería de la misa sin el altar instalado como Dios manda,
por ejemplo, con los candelabros colocados de mala manera. O las velas
desmochadas o el misal puesto del revés ¡Y no digo nada con el mantel sobre el
altar lleno de lamparones! Por eso cada frase que pronuncia Su Santidad tiene
un sentido fundamental, básico, sin el que el mundo no sería mundo ni nada que
se le parezca.
Pues bien, como dije, suelo apagar la
televisión sobre media tarde, y allí me quedo como una alelada pensando en
cualquier cosa que se me pase por la cabeza. O mejor, si debo ser sincera, sin
pensar nada en absoluto. Es una experiencia
relajante, aunque a veces amenazadora, pues en algunas ocasiones me ha
sucedido tener ganas de levantarme y hacer cualquier tontería para romper la monotonía. Por ejemplo, ayer sin ir más
lejos, tenía unas ganas tremendas de salir al balcón y echar un discurso dirigido
a los vecinos en el que quedase claro que son unos maleducados por no saludarme
cuando me ven al bajar las escaleras o en el supermercado. En ocasiones es que
ni me miran. Pero en fin, peor para ellos, raros que son. Otras veces, y eso sí
lo hago a diario, es ponerme a andar por el pasillo a varias velocidades. Al principio despacito para calentar, pero
enseguida a todo meter de aquí para
allá (hay que tener en cuenta que vivo en una casa grande y el pasillo no baja
de los quince metros). A todo esto hay que añadir que andando o no por el
pasillo, mantengo frecuentes charlas con mi marido Julián, el difunto Julián
quiero decir, al que normalmente pongo de chupa de domine y así me tomo el
desquite que no me atreví con él en vida. Cabrón, tirano, desgraciado que hiciste
de mi vida un infierno con tu puñetera manía de fumar a todas horas, pero sobre
todo por hurgarte la nariz viniera o no a cuento, que así se te acabó poniendo
como una patata. Qué falta de educación con una señora tan distinguida como yo.
Si debo ser sincera, sin embargo, la mayoría de las veces me quedo
sentada en el sofá supongo que con cara de pocos amigos, y allí estoy hasta que
anochece, a veces recordando algunos episodios de mi vida y otras literalmente
con la mente en blanco, como si mi cabeza se hubiera convertido en un corcho
incapaz de tener la menor idea. En algunas ocasiones, sin embargo, me viene a
las mientes, mi hermana pequeña Elvira con la que conviví la mayor parte de mi
vida, y aquí debo dar las gracias a Julián, que me permitió acogerla y en eso
debo confesar que se portó como un caballero. Vivió con nosotros hasta que
harta de todo, según me decía frecuentemente, se tiró por la ventana la pobre y
se fue para el otro barrio ¿Pero harta de
qué? le pregunté yo en cierta ocasión, y más me hubiera valido no hacerlo
dada su contestación: “harta del cosmos y
de ti, mira por dónde”. Pobrecilla, no tenía nada en la cabeza y se pasaba
el día haciendo punto y zurciendo nuestras cosas. Por lo menos debió hacer
cincuenta jerseycitos “para el niño que
iba a venir”, decía, y con ello se refería al bebé que siempre quiso tener y
que nunca tuvo. ¡A ver cómo! si jamás conoció varón. Como no fuera a aquel
sinvergüenza que durante unos años la sacaba a la cafetería de abajo, y que
según en su día me contó, le había propuesto visitar una pensión cercana “para intimar” (en sus propias palabras).
Otras veces, por raro que parezca a quien me lea, lo que hago es
quedarme muy quieta mirando a la pared, cansada de recordar o imaginar
tonterías, y trato de concentrarme en
ella. Es toda una experiencia, y que quede claro que lo es para mí, que soy
una persona muy capaz de ello. Otros podrían volverse tarumbas, estoy de
acuerdo, concentrados en el gotelé como si se tratase de una visión
maravillosa, que por extraño que parezca, es lo que acaba siendo para mí. Donde
ellos podrían ver un simple amontonamiento anodino de relieves más o menos
irregulares (vistos de cerca se darían cuenta de que siguen ciertos patrones)
yo me invento mundos extraordinarios, sin duda solo al alcance de los que
tienen una imaginación fecunda como la mía. Ya sé que esto puede parecer
contradictorio con lo dicho más arriba, pero yo lo hago con suma facilidad. Y
qué no se me pregunte cómo. Suceden ambas cosas. Original que debo ser. Y lo
mismo me sucede con el techo de mi habitación sobre la cama, ayudada además por
los reflejos de la lámpara de araña que compramos el difunto Julián y yo al
poco de casarnos. A Elvira no le gustaba y solía decirnos que el día que se nos
cayera encima nos íbamos enterar de la tontería, y solía acompañar sus palabras
con un gesto muy significativo mirando a la cama, la muy pilla.
La cama. Porque esa es otra. En esta
casa como en muchas había una cama, la nuestra, la de matrimonio y otra, la de
mi hermana Elvira, la de huéspedes podríamos decir, aunque la huésped en este
caso llevara cuarenta años alojándose en ella. Como es natural la cama
principal era la nuestra, no solo porque era el doble de tamaño, ni porque
nosotros fuéramos dos, sino porque siendo Julián tan corpulento, otra cosa
hubiera sido un estropicio (estropicio para mi, naturalmente). Pero hablábamos
de nuestra cama, a la que mi hermana Elvira señalaba con cierta sorna
refiriéndose a la araña sobre nuestras cabezas. Si a estas alturas de la vida debiera
definir esa cama, precisamente esa, ahora me atrevería a decir que, sobre todo,
fue una cama totalmente inútil. Una cama donde no sucedió nada relevante, y
decir eso ya es decir prácticamente todo, como creo que fácilmente se entiende.
Allí pasamos horas y horas y horas, noches y noches, una eternidad, mi difunto
esposo y yo. Juntos, sí, pero cada cual sumergido en su mundo. Como dos
embarcaciones fondeadas en el mismo rio y nada más. Las dos perfectamente capaces de mantenerse a
flote e incluso con todo el aparejo listo para salir a navegar, pero a la
postre, incapaces. Varadas inútilmente en la orilla. Y dicho esto me callo
porque no creo que haya que ser más explícita. Julián allí tumbado como un
rinoceronte malhumorado, leyendo la prensa deportiva a manotazos y fumando como
una chimenea, hasta que de repente se daba media vuelta y decía invariablemente
hasta mañana, mi amor. Mi amor, decía
el muy cabrón, que luego me enteré que durante años algunas tardes entre semana
se entendía con aquella desgraciada de Leganés. Fue desde allí donde un día me
avisaron que podría ver a Julián Sánchez Regalado en el tanatorio. No hizo
falta que se cayera la lámpara, el hecho sucedió casi de la misma manera pero
en otro lugar y en otra cama. El corazón tiene sus antojos y para dejar de
latir no necesita que se le caiga encima nada. Basta con un exceso de
entusiasmo aunque no sea en el lugar adecuado ni con la persona adecuada, mira
por dónde. El muy hijo de puta.
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