Y una vez dicho lo
anterior, quiero dejar claro enseguida algo que se puede añadir a tal
afirmación: soy español incluso aunque no quiera serlo (que no es el caso, por
cierto). El problema que surge de toda definición, es que poco después hay que explicitarla con cierto detalle, al menos en
algunos casos. Fundamentalmente, soy
español porque figuro en el Registro del Ministerio de Interior de España, y
porque por mucho que me obstinara en decir otra cosa, como mínimo tendría que
demostrarlo, porque ser español, francés o tibetano, al fin y a la postre es
una cuestión administrativa. Y si no me cree, haga una prueba, asesine en
propia defensa a su suegra, deje que la policía le detenga y punto seguido
argumente que quiere ponerse en contacto con el embajador de Croacia porque
usted es exclusivamente croata, verá que poco tiempo tardarán en desengañarle.
El intríngulis de la identidad
nacional consiste en que no estriba en una clase de sentimiento sino en una
cuestión de hecho, y aquí reside uno de los problemas crónicos que con
frecuencia a algunos les resulta tan difícil discernir. La pertenencia a una
nación no es una cuestión emocional, no es algo que uno sienta, o al
menos no es algo que uno solo sienta. Es posible, aunque poco probable,
desde luego, que un nativo de la islas Fidji, manifieste sentirse español por
los cuatro costados, pero si no está registrado en el ministerio más arriba
mencionado, será inútil por mucha vehemencia que el isleño ponga en su afirmación. La dificultad surge
cuando alguien cree y manifiesta que existe algo por encima de su
nacionalidad. Un ente abstracto con el que se identifica y al que se
debe, con independencia que de lo que otros compatriotas puedan opinar.
Posiblemente esto es debido a que el ser humano tiene la capacidad de inventar realidades
fuera de lo evidente o demostrable, una especie de teoría platónica en la
que lo real es algo exterior e indemostrable. Y que cada cual ponga los
ejemplos que se le ocurran. Es cierto, desde luego, que para tener tal idea se
suele partir de unos hechos básicos y absolutamente verificables. Hablando de
España, por ejemplo, la pertenencia a un grupo de personas nacidas en
determinado territorio y que se expresan en una lengua común, llámesela español
o castellano (e incluso euskera, gallego o catalán, con independencia de
algunas excepciones, como haber nacido en la embajada española en Botswana, por
poner un ejemplo). El problema surge, como se ha dicho, cuando determinados
individuos insisten en identificar sus emociones con ese ente abstracto al
que hemos aludido por encima de las dos realidades mencionadas en el párrafo
anterior, y ser de esa manera los verdaderos españoles. Y lo mismo sucede con el resto de los países,
se llamen Francia, China, Rusia o Estados Unidos, además de otros cientos.
Porque vamos a ver, si
resultara que soy un individuo nacido en Calatayud, en 1949, empadronado en
Madrid en la calle tal y con DNI tal otro ¿seré español o tiene toda la pinta
de que soy filipino, pongo por caso? Imaginemos que niego el hecho de ser
español con todas mis fuerzas (ya no tan evidentes) de mis setenta años ¿tendré
razón o llegará usted a pensar que no estoy del todo bien de la azotea?
Supongamos además que frente a la evidencia de que soy español me ponga como me
ponga ¿qué pasará si afirmo no gustarme la bandera o el himno nacional con 175
años de antigüedad la primera y poco más de un siglo el segundo? ¿Dejaría de
ser español? Yo creo que en absoluto, y que tales argumentos no me servirían de
nada ante un juez si los esgrimo en defensa de cualquier tropelía que pudiera
haber cometido. Podré quizás ser autor de una falta o de una sanción por estar
ambos recogidos en la Constitución española. Pero nada más. Bueno sí, es muy
posible que aquellos que piensan o sienten que tales símbolos son lo mismo que España, digan que lo que
verdaderamente soy es un auténtico hijoputa.
Algo que yo no aceptaría y de cuyas consecuencias prefiero no hablar aquí.
Resulta que un símbolo es una representación
de algo, pero no es ese algo en sí mismo, de la misma manera que puedo asegurar
que una fotografía de mi padre, no es mi verdadero padre en absoluto. Pobre
papá. Ya sé que estas digamos sutilezas
pueden ser interpretadas por algunos como auténticas boutades o hablando en castellano,
salidas de pata de banco. Considérese sin embargo que durante la República la
bandera fue sustituida por otra, y que el general Franco modificó el escudo
nacional sustituyéndolo por el águila (peyorativamente conocida por el pajarraco o el pollo). Y lo mismo pasó
con el himno nacional que pasó de ser la Marcha Real (o de Granaderos) al himno
de Riego con la república, sin que España cambiara en absoluto en ninguno de
ambos casos o ¿Dejó España de ser España y los españoles, españoles?
Resulta evidente, no obstante, que mucha
gente confunde el símbolo con la realidad y lo hace a mi parecer porque siente
que tal símbolo representa algo más,
un sentimiento muy profundo que identifican con determinados valores y hechos que, oh casualidad, son en los que ellos creen.
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