miércoles, 16 de enero de 2019

BELTRÁN


Salimos con el niño a la calle, andamos un poco por la acera y al llegar a la esquina nos paramos y nos quedamos a su lado para que vea pasar a la gente. El niño les mira y dice cosas, la mayor parte de las veces totalmente incomprensibles. La gente también mira, primero a él y luego a nosotros, que somos sus padres. No dicen nada, pero en su mirada se adivina que les gustaría saber exactamente qué le pasa a Beltrán, por qué está así y es tan raro. Pero no dicen nada, se alejan y muchos menean la cabeza como si después de todo, la cosa estuviera suficientemente clara. Algunos días cuando hace fresco o a él se le antoja, le bajamos con una boina, y cuando le miro a veces tengo la impresión de que no parece un niño sino un señor mayor muy pequeñito. Posiblemente por eso le llamamos Beltrán, que es mi apellido, y que a él, cuando se enteró siendo casi un bebé, le dio por repetirlo con cierto entusiasmo. A continuación con frecuencia me da por pensar en lo que le hemos dado de comer ese día, pero especialmente durante toda su vida, no fuera a ser que su aspecto de retrasado, a pesar de lo que nos ha dicho el médico, fuera una cuestión de alimentación. Nosotros comemos sobre todo garbanzos y él participa de ellos con entusiasmo. Manuela, que es mi mujer, me dice cuando se lo comunico que no diga tonterías, que no hay cosa mejor, que las legumbres son fenomenales y que el niño siempre ha comido bien. Que en todo caso será de otra cosa, que busque en mi familia que abunda en gente poco espabilada. En esos momentos se pone muy nerviosa y se dedica a ponerle y quitarle la gorra a Beltrán sin parar, hasta que éste se la quita de un manotazo.
        Lo que más me irrita del chico es cuando se empeña en que nos vayamos un poco más arriba ¿Un poco más arriba? suelo decir yo ¡si después de todo estamos en una puta acera que es igual por todos lados! Pero Manuela me dice que no nos cuesta nada y que hay que hacerle caso, no vaya a ser que el niño se ponga de mala hostia (literal) y arme la marimorena. Un día le dio un ataque tremendo y se levantó de la silla ¡Dios mío, gritamos Manuela y yo al mismo tiempo, milagro, milagro! Pero la cosa no se ha repetido y Beltrán sigue en su sillita como siempre. Precisamente desde entonces por razones que me son totalmente ajenas, tengo la impresión que a mi mujer le ha crecido la nariz o la tiene más ancha, como si en vez de ser ella fuera otra mujer, pero no le digo nada no vaya a ser que tal cosa le confirme que el primero que anda mal de la cabeza soy yo mismo, y lo del crío es la herencia que le he dejado, si seré desgraciado.
        A veces Beltrán me pone de los nervios, pues se dedica a abrir mucho la boca y enseñar los dientes, enormes para su edad, apenas seis añitos, y dice a todo el mundo ¡mira, mira! Yo a veces doy explicaciones a la gente y les digo que no tienen nada que ver con la alimentación, que el chico come estupendamente tres o cuatro veces al día pero que han salido así de raros. Y en ocasiones lo que ya me desquicia es que él repite como loco así, así, pero con acento andaluz ¡azí, azí!... que no sé de donde cojones lo ha sacado porque nosotros de andaluces nada de nada. De Zamora mismamente. Hasta que ya harto, le digo calla ya, jodido, que a los señores no les importa donde has nacido si en Sevilla, miento, o en Tegucigalpa ¡Tegucigalpa, Tegucigalpa! dice el tonto los cojones, porque esa es la puta verdad por mucho que me cueste reconocerlo, y después bese y abrace a este desgraciado hijo mío. Me paso todo el día enseñándole a comportarse, pero todo inútilmente, y no digo nada de los días que le da por hacerse todo encima ¡Que me cago, que me cago! chilla el muy cabrón, y claro que se caga, que ni siquiera es suficiente con el montón de pañales que le ponemos. Debe ser cosa de los garbanzos pienso yo. “Creo que vamos a tener que cambiarle la dieta”, le digo a Manuela, que siempre me responde que no diga más sandeces y vaya a limpiarle el culo. Esto, con ser una buena faena, no es nada comparado con los momentos en los que a Beltrán se le va la olla totalmente y se pone a insultar a la gente. “¡Cabrón, sinvergüenza, a ti te iba yo a dar! ¿Y tú qué coño miras…a tu madre debías mirar, hijoputa!
 Este angelito nos va a matar a disgustos.

jueves, 10 de enero de 2019

MASTURBACIONES


Para masturbarse Andrés sigue lo que un teórico de cualquier disciplina llamaría una metodología. Es decir, una secuencia coherente de pasos para llegar el efecto deseado. De no ser así, todo se quedaría en una especie de simulación sin sentido. Masturbarse es una actividad estrictamente teleológica. Uno no lo hace para nada, es decir, para llegar a un impasse, plegar bártulos y se acabó: no tiene por lo tanto nada que ver con el absurdo ni el surrealismo Eso lo sabe cualquiera que se haya puesto a la labor, y por lo tanto también Andrés, que según sus propias declaraciones, que no le sonrojan lo más mínimo, es un consumado artista.
     Centrándonos en el tema que nos ocupa, diremos que este hombre antes de proceder busca el sitio adecuado, que lo mismo puede en ser su cama, sentado y bien apoyado en unos almohadones, o en el sofá repantingado convenientemente, con todo al aire y listo para empezar. Lo primero consiste en quitarse los pantalones o la prenda utilizada en su lugar, y apartar el slip o similar para que las partes interesadas queden sueltas y no constreñidas por la sujeción del mismo. Este es un aspecto vital de la operación para que el resultado sea el previsible, hasta el punto de que con frecuencia es preferible arriar toda la impedimenta Suele comenzar según él mismo asegura a quien le quiera oír, cogiéndose los cojones por debajo con la mano izquierda haciendo de inmediato un leve y cauteloso movimiento para soltarlos, comprobando al mismo tiempo su peso y consistencia (*), y preparándolos de esta manera para la que se avecina.
Una vez finalizada esta etapa, con la mano derecha (estamos hablando de un diestro), se sujeta el órgano interesado (y aquí que cada cual le de el nombre que más le agrade, desde el correcto y académico pene hasta el más popular de polla), y extrae con un movimiento sosegado, prácticamente a cámara lenta, el llamado balano, contemplándolo con cierto regocijo, como diciéndose con alborozo “helo aquí”, aunque solo se trate de una porción menor (la antigua costumbre de tomar la parte por el todo). En otros ambientes menos relajados se alude a lo descrito mediante el verbo descapullar (Andrés afirma que tuvo que hacerlo con frecuencia en la mili, aunque en aquella institución el movimiento debía ser enérgico y decidido). Son momentos que para él revisten una importancia vital, pues es entonces cuando finalmente se decide si dado su estado psicofísico es el adecuado para pasar a mayores. Hay días en los que a pesar de haber llevado a cabo con precisión y un gesto decidido los pasos previos, se da cuenta de que verdaderamente no le apetece y decide dejarlo para mejor ocasión. Aunque con frecuencia, todo hay que decirlo, una discreta insistencia logra reconducir la situación y enderezar lo que parecía haberse venido abajo.
              Llega pues el momento de seguir adelante con decisión, de tal forma que la parte del miembro descrita en el párrafo anterior vea definitivamente la luz del día, y el volumen de su conjunto sobrepase ampliamente al de los dedos que lo facilitan. Es el momento preciso en el que los cuerpos cavernosos hacen que el aparato cobre su dimensión definitiva, alcanzando unas proporciones de las que Andrés dice hallarse moderadamente satisfecho. Pronto llega lo que podría denominarse la parte central de la operación, en la cual de una forma progresiva la mecánica aplicada a una parte del organismo se va paulatinamente transformando en una sensación generalizada de plenitud, que algunos casi podrían denominar de metafísica. Algo parecido a la relación establecida entre el cerebro y la mente, en la que esta última viene a ser una emanación espiritual del conjunto de las operaciones que tienen lugar entre las neuronas del primero a través de sus sinapsis en las dendritas. A este respecto se puede afirmar que no pocos neurólogos y especialistas creen que era eso lo que le sucedía a san Juan de la Cruz en sus arrobos místicos. Lo mismo que a santa Teresa de Jesús por otras vías, pues su anatomía para tal función no coincidía en absoluto con la de su colega.
     Llegados a este punto –manifiesta Andrés- el actuante puede dedicarse a bombear el instrumento con mayor o menor empeño, dependiendo de la motivación y exigencias de su sistema nervioso. Pero especialmente del estado en el escroto de sus espermatozoides, que pronto empezarán a dar síntomas evidentes de nerviosismo, ansiosos de desalojar el encierro en el que viven recluidos permanentemente. Cuando la expulsión se aproxima y el interior de los testículos parece ocupado por una multitud de individuos afectados por el síndrome de Tourette, su exterior se repliega formando en la base del pene algo parecido a un trapo de cocina húmedo y arrugado, señal inequívoca de la inminencia del disparo. Llegado éste, el poseedor de tan afortunado mecanismo parece entrar en un estado semi catatónico, eso sí, acompañado la mayoría de las veces de profundos suspiros, jadeos de diversa facturas y ahogos anaeróbicos que necesitan varios minutos de recuperación.
                     El estado psíquico del protagonista, una vez que tiempo después ha alcanzado la tranquilidad habitual que posibilita la recarga y posterior puesta de nuevo en marcha de toda la utillería empleada, depende en buena medida de la educación recibida y de los años de práctica. Algunos, al borde ya de la senectud –continúa Andrés- se siguen considerando culpables, pues recuerdan a Onán, reprendido en el Antiguo Testamento por obrar de tal guisa, pues al parecer el tesoro que acumulaba en su entrepierna, solo debería ser destinado a su amada y preferentemente para la reproducción de la especie. Aquí puede afirmarse que si el número de eyaculaciones habido desde que el hombre es hombre, hubiera dado como resultado a otro semejante, ni todos los mares y desiertos del mundo serían suficientes para contenerlos. Recobrada pues la calma, el individuo suele entrar en un estado de beatitud que, por decir algo, sería incapaz de declarar la guerra al más hijo puta de sus enemigos. Queda pues en manos (y nunca mejor dicho)  del lector la actuación que decida acometer en su persona referida al tema que nos ocupa. Por mi parte solo recordarles el momento de crispación internacional en el que vivimos y la conveniencia de preservar la paz a toda costa, para lo cual, según lo expuesto, no estaría demás que en el plazo más breve posible procedan para lograrlo según el método expuesto.

(*) Mencionado por el escritor italiano Alberto Moravia en una de sus novelas, en la que el protagonista que frecuentaba a una prostituta que le había cogido cariño, era expulsado con cajas destempladas por ésta cuando sus testículos no reunían las condiciones apropiadas para el apareamiento.

LOBOS

Duermo con la persiana de la habitación subida. Quiero decir “de la ventana”, o más exactamente “con la persiana de la ventana de la habitación subida”, pero suena demasiado prolijo y cacofónico, y por eso digo lo que digo. Creo que queda claro.
Respecto a las cortinas de la ventana, suelo dormir con ellas abiertas, de forma que pueda ver la claridad del día en cuanto comienza a amanecer, algo solo posible si al mismo tiempo se cumple lo dicho al principio. En caso contrario sería inútil. Además, durante la noche, en plena oscuridad, llego a percibir tenuamente la luz de la luna y la de la ciudad no tan lejana.
Resumiendo, duermo con las cortinas descorridas y la persiana levantada. De la única ventana de la habitación, por cierto, que esa es otra, pues podría tratarse de una habitación con dos o más ventanas, por raro que parezca. Y no todas estar en la misma situación, que yo aquí no voy a especificar, porque sin duda usted no es tonto y se lo puede imaginar. Al menos, eso creo yo, pero claro, lo que digo no es artículo de fe. Ojo.
    Porqué duermo de esta manera en lo tocante a ventanas, cortinas y persianas no lo tengo tan claro. Creo, no obstante, que soy algo claustrofóbico, y que, por lo tanto, quiero percibir desde la cama que al otro lado hay algo, que el mundo existe y que no estoy preso, que son dos de las grandes pesadillas que suelo tener cuando las tengo, que es con frecuencia. En cualquier caso, debo aquí confesar que al otro lado de la ventana no suelo ver nada. En este lugar cerca del desierto, el cielo está permanentemente despejado y por lo tanto lo que puedo ver no es nada interesante, un cielo intensamente azul, y por la noche negro, que incluso sin pensar demasiado, es como no ver nada, repito. Cuando raramente puedo ver dos nubecillas que pasan tímidamente por el cielo, me alegro mucho y siempre pienso “¡Dios mío, la atmósfera existe!”. (*) Creo que lo dicho resulta fácilmente comprensible para los seres sensibles y libres de prejuicios apriorísticos.
      Sería terrible, dicho lo dicho, o al menos eso pienso yo, dormir con las cortinas cerradas y la persiana bajada, y que al descorrerlas y subirla respectivamente, al otro lado solo pudiera ver  una ventana tapiada. Que el mundo más allá solo consiste en un muro de ladrillo como le sucedió aproximadamente al escribiente de Melville. “Yo que usted no lo haría”, espero que usted recuerde si es un hombre (o mujer) medianamente leído. Si no lo recuerda, aunque solo sea metafóricamente, ese muro ya está en usted. Usted es el muro. No sé si me explico.
   En próximas entregas creo que me dedicaré a analizar otras posibilidades nocturnas en el ámbito de mi habitación. Una habitación con vistas, por ejemplo, o una habitación propia, que soy una señorita y estimo mucho la prosa de la que se hizo llamar  Dolloway. No sé si me sigue. Y si no, las olas del mar y mi amiga Virginia se lo podrán explicar. Los lobos son otra cosa, pero no tan diferente. Dios mío, el muro existe y este último párrafo debe ser una prueba. O quizás no.
(*) Dos veces al año se desatan unas tormentas tremendas con lluvias torrenciales que duran varios días. Entonces soy feliz.