jueves, 16 de abril de 2015

PERGAMINOS



Me miro en el espejo del cuarto de baño y mi primera impresión es que tengo cara de chino. Y si no de chino, sí de japonés o algo por el estilo. Aunque visto con más detalle, lo que acabo de decir no es totalmente cierto, mi cara es más alargada y los  pómulos menos prominentes que los de esos individuos, raza o como quieran llamarse, que no voy a entrar en disquisiciones solo adecuadas para antropólogos, biólogos y ese tipo de  científicos.
De hecho, y volviendo a lo anterior, sería más ajustado a la realidad decir que tengo unos ojos que podrían recordar a los de un chino. Claro que a decir verdad, la luz en el cuarto de baño no es la más indicada, pues me estoy mirando al espejo casi en la penumbra. No me gusta verme a plena luz, que hace demasiado evidentes los estragos de la edad, sobre todo manchas y arrugas, las primeras distribuidas a su antojo por toda la superficie de la cara, y las segundas especialmente allí donde suelen ser la consecuencia más evidentes de los gestos. Es decir ojos y boca. Y la frente. De pelo no ando mal para mi edad, todo hay que decirlo, aunque ya no es lo que fue y ha perdido densidad y color.
Por otro lado, con los años mis ojos también  han perdido color y sufrido una metamorfosis, que sin duda podrá ser estudiada desde el punto de vista riguroso de un oftalmólogo, pero que desde mi desconocimiento, solo puedo achacar a la proliferación desmedida de amaneceres y ocasos. Han adquirido una tonalidad translúcida que debe estar emparentada con su pérdida de eficacia, y que hace aconsejable el uso de gafas de sol además de las casi obligadas de vista cansada. No hace falta demasiada imaginación para suponer que unos botones podrían sustituirlos en un plazo bastante breve.
Mi piel, a pesar de hidratarla abundantemente dada mi prolongada exposición al sol desde hace tiempo, va adquiriendo esa textura tirante y seca tan característica de los balones de fútbol y los pergaminos, lo que si por un lado me descorazona, por otro me hace evocar con agradecimiento algunas tardes de gloria en los estadios y a ciertos seres vivos que, desde los asirios, nos han proporcionado la suya para inaugurar lo que en adelante ha sido conocido pura y simplemente como “historia”. “La leyenda de Gigalmesh” para empezar. Percibo además, en supuesta contradicción con lo que acabo de decir, que en algunas partes de mi cara (para ser más exactos en la nariz, las mejillas y el mentón), la piel se abre con unos poros poco agradables que me recuerdan a los cañones de las plumas de las aves. En el mentón, por cierto, ya se perciben los pelos saliendo después de un día sin afeitarme. Pelos blanquecinos y rígidos, que en un esfuerzo de imaginación, prolongo en una barba luenga y poblada, tratando de imaginármela perteneciente a don Ramón María del Valle Inclán. O a la de Walt Whitman cubierta de margaritas y flores silvestres, momento que aprovecho para, a pesar de la ausencia de espectadores, recitar en voz alta algún fragmento de “Hojas de hierba”. De vuelta a la realidad, estoy a punto de coger la maquinilla de afeitar y proceder, pero finalmente prefiero esperar hasta mañana para seguir mi modus operandi habitual. Como era de esperar, también hay otros lugares de la cara donde, siguiendo una costumbre milenaria en el homo sapiens, los pelos también están presentes. En primer lugar en las pestañas, sin embargo poco significativos, y a continuación en las cejas, bastante pobladas y poco dibujadas (¿afortunadamente?), que me recuerdan a las de Anthony Quinn cazando focas. De ellas, como ya suele ser habitual a partir de cierta edad, algunas, más largas y rebeldes se lanzan hacia arriba, y debo cortarlas con frecuencia para, pareciendo un viejo, no parecer un viejo loco. Existen otras pilosidades a las que llevado por una coquetería impropia de mi edad, no las dejo siquiera ver la luz del sol.
Mis orejas, no siendo de soplillo, vistas de frente no son demasiado significativas, por lo que para observarlas con cierto detalle debo volver la cabeza hacia uno u otro lado, momento en el que contemplo ambas excrecencias con cierto asombro, como si no me pertenecieran, sobre todo porque en mi opinión merecen una valoración estética poco favorable. Son de tamaño mediano tirando a pequeñas, pero el hecho de carecer de lóbulo, les confieren un aspecto digno de una criatura extraterrestre (de la que hasta entonces no tenía noticia). Observándolas con cierto detalle, no puedo dejar de pensar que la evolución se complicó inútilmente su trabajo. A mi modo de ver, hubieran bastado dos simples agujeritos, respetando en su interior las trompas de Eustaquio, la cadena de huesecillos y toda la parafernalia ad hoc. De pelos, por cierto, nada. En otro orden de cosas, este afán de estudiar pormenorizadamente mi rostro, me brinda (con un poco de imaginación) la oportunidad al verme las orejas como queda dicho, de ponerme en contacto con la mitología romana y evocar a Jano bifronte, a quien quiero desde aquí dedicar un sentido homenaje, por más que mi sabiduría apenas me permita recordar gran cosa de mi pasado y del futuro solo sé lo que todos (repito: todos) sabemos.
Después de estos pormenores y la disquisición final, vuelvo a mirarme a los ojos y sonrío, no porque esté satisfecho, sino para comprobar de esta manera hasta donde es cierto que mis ojos tienen algo de chinos, como dije al principio, comprobando para mi satisfacción, que incluso podrían tener rasgos mongoloides. En esos instantes me siento un descendiente legítimo del homo erectus, que al parecer fue el homínido que poco después de salir de África ocupó el continente asiático, dando lugar miles de años después a una cierta controversia científica que no viene al caso. Mantengo la sonrisa durante un buen rato y poco después aprovecho la coyuntura para abrir la boca y tratar de ver su interior. La escasa luz del lugar me lo impide y frustra mi deseo de observar la úvula, por lo que debo limitarme a emitir un gemido poco decoroso, y percibir la oscuridad de la cavidad, lo que por un momento me hace recordar el mito la caverna de Platón y sus esclavos prisioneros en el interior, lejos de la luz del sol. Debo contentarme y ver con nitidez los dientes superiores, de cuya perfección debo de estar agradecido a un protésico que me hizo un puente con muy buen aspecto. De los de abajo mejor no hablar.
Antes de irme y abandonar el espejo a su suerte (¿qué harán los espejos cuando nadie se refleja en ellos?), decido que debo echarle valor y conocer definitivamente mi rostro bajo una luz auténtica (fuerte, intensa), y atenerme de esta manera a las consecuencias. La luz que le corresponde a una investigación seria.  Lo haré temblando, pero con el convencimiento que mi vida podrá tener por fin en adelante el sentido que he querido hurtarle durante tantos años. Cumplir de esa manera el mandato socrático de conocerse a sí mismo, pero por vías menos discursivas de las que proponían aquellos famosos filósofos en sus interminables paseos. Verme cuando la luz se haga y decir: este soy yo. Sin olvidar que, llegado el caso, la cicuta nunca estaría demasiado lejos.

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