Cuando llegué,
él ya estaba allí. Desde la puerta de entrada pude verle casi de espaldas, y
aunque se trataba de una persona mayor que, como es natural, en nada se parecía
al chico de cincuenta años atrás, algo me dijo que no me equivocaba. Conservaba
la cabeza proporcionada de entonces, su nariz casi griega, y las espaldas anchas
que ya destacaban entre los alumnos de los últimos años bachillerato, que
fueron cuando poco a poco empezamos a distanciarnos. Era él, y cuando por fin
me acerqué y nos saludamos, su voz me confirmó de inmediato que estaba en lo
cierto. Me había llamado días atrás por razones no del todo claras, pero que supuse tendrían que ver con la nostalgia que
con frecuencia nos envuelve a esa edad, bordeando ya los setenta. Era Chus, mi
entrañable amigo de la infancia y primera juventud, un chico especial, muy
afectuoso y simpático, que destacaba entre todos con su sola presencia.
Sin embargo, en esos primeros momentos de
nuestro reencuentro me sorprendió su seriedad, como si volver a vernos después
de tanto tiempo fuera algo intrascendente que podía haber sucedido en cualquier
momento durante aquellos años. La realidad es que apenas se levantó, y me dio
la mano con cierta frialdad, como si se tratara de algo protocolario, lejos de la natural efusión
de un reencuentro tanto tiempo postergado. La verdad es que yo esperaba algo
distinto, más cordial y relajado, pero su actitud me frenó en seco y marcó el
instante sin que yo supiera reaccionar y dale otro cariz, lo que me hizo
recordar cuando siendo unos críos, yo ya me plegaba a sus maneras, y esperaba que me hiciera saber lo que quería de mí.
Poco a poco, no
obstante, después de pedir la comida, fuimos haciéndonos las confidencias de
dos viejos amigos, tratando de esa manera de situarnos en el presente para
poder hablar con cierto sentido, y no solo de los viejos tiempos, medio siglo
atrás, de los que sorprendentemente él no parecía no recordar casi nada. Según
pasaba el tiempo, para mi perplejidad, fui teniendo la sensación de que aquel
hombre no se dirigía verdaderamente a mí, sino a una sombra del pasado de la que apenas tenía noticia, a
pesar de mis intentos reiterados en recordarle algunos momentos y situaciones
que yo recordaba con toda nitidez. En vista de ello, a partir de cierto momento
me dediqué exclusivamente a escucharle; estaba claro que necesitaba hablar, y
enseguida tuve la sensación de que se encontraba mal y trataba (inútilmente,
por otra parte) de aferrarse a los recuerdos de nuestra lejana infancia
buscando un alivio momentáneo. O quizás sería más apropiado decir de “su”
infancia, porque a medida que avanzaba su soliloquio, fui teniendo cada vez más
claro que no se dirigía a mí, sino a mi hermano mayor, al que por algún motivo
él consideraba su verdadero amigo. Según pasaba el tiempo, mi asombro fue en
aumento, al oírle referirse a momentos de aquellos años en los que yo no tenía
nada que ver, o como mucho, era un personaje secundario.
“La vida ha sido dura conmigo, José”, me dijo
ya casi al final de la comida, como si esa confesión fuera un resumen de aquel
encuentro, y el verdadero motivo de su llamada. Me miro intensamente, dando la
impresión de esperar una respuesta inmediata que pudiera tranquilizarle o darle
ánimos, pero desgraciadamente yo me sentía perplejo, casi en estado de shock, y
durante unos instantes que me parecieron interminables (y supongo que también a
él), me mantuve en silencio hasta que finalmente le hice un comentario banal
tratando de quitar importancia a su confesión, para pasar de inmediato a algo no tenía nada que ver con su situación. Mi
actitud debió sorprenderle, y poco después del café me dijo que le perdonase
por lo que iba a decirme, pero que me
encontraba raro, “extraño, más bien, con lo alegre y amigable que tú eras”,
matizó casi de inmediato. Le dije que me perdonase, y que aunque no hubiera
sabido transmitírselo, le comprendía perfectamente, porque a mí la vida tampoco
me había tratado demasiado bien, y que si a él, como me había contado, tuvieron
que extirparle un tumor de la cabeza tiempo atrás, yo había pasado dos años
encerrado en un psiquiátrico por una depresión muy profunda, durante la cual no
había querido ver a nadie. Tuve enseguida la sensación de que mi confidencia
(que no era cierta) le había dejado muy confuso y bastante alterado, como si de
mí solo hubiera esperado el apoyo de un antiguo amigo. Y en ese sentido, sus
palabras eran un claro reproche.
Cuando por fin
nos levantamos y nos despedimos, quedando vagamente en llamarnos pasado unos
meses para ver como nos rodaban las cosas, no quise ser cruel y decirle que, en
cualquier caso, yo no era José, sino Andrés, el hermano pequeño. Su verdadero
amigo de la infancia. O eso creía yo días atrás al recibir su llamada (en la
que, por cierto, habló de nuestra familia, pero no mencionó mi nombre). Salió
delante de mí precipitadamente y sin volver la cabeza, como si algo en toda
aquella situación le hubiera perturbado seriamente. Yo, sin embargo, al verle
alejarse, y a pesar de no ser prácticamente nadie en su memoria, sentí
verdadero afecto por aquel hombre, y no pude dejar de pensar por un instante
que quizás mi amigo Chus estaba perdiendo la cabeza.
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