jueves, 4 de diciembre de 2014

CONFUSIONES

Cuando llegué, él ya estaba allí. Desde la puerta de entrada pude verle casi de espaldas, y aunque se trataba de una persona mayor que, como es natural, en nada se parecía al chico de cincuenta años atrás, algo me dijo que no me equivocaba. Conservaba la cabeza proporcionada de entonces, su nariz casi griega, y las espaldas anchas que ya destacaban entre los alumnos de los últimos años bachillerato, que fueron cuando poco a poco empezamos a distanciarnos. Era él, y cuando por fin me acerqué y nos saludamos, su voz me confirmó de inmediato que estaba en lo cierto. Me había llamado días atrás por razones no del todo claras, pero que  supuse tendrían que ver con la nostalgia que con frecuencia nos envuelve a esa edad, bordeando ya los setenta. Era Chus, mi entrañable amigo de la infancia y primera juventud, un chico especial, muy afectuoso y simpático, que destacaba entre todos con su sola presencia.
 Sin embargo, en esos primeros momentos de nuestro reencuentro me sorprendió su seriedad, como si volver a vernos después de tanto tiempo fuera algo intrascendente que podía haber sucedido en cualquier momento durante aquellos años. La realidad es que apenas se levantó, y me dio la mano con cierta frialdad, como si se tratara  de algo protocolario, lejos de la natural efusión de un reencuentro tanto tiempo postergado. La verdad es que yo esperaba algo distinto, más cordial y  relajado,  pero su actitud me frenó en seco y marcó el instante sin que yo supiera reaccionar y dale otro cariz, lo que me hizo recordar cuando siendo unos críos, yo ya me plegaba a sus maneras, y esperaba  que me hiciera saber lo que quería de mí.
Poco a poco, no obstante, después de pedir la comida, fuimos haciéndonos las confidencias de dos viejos amigos, tratando de esa manera de situarnos en el presente para poder hablar con cierto sentido, y no solo de los viejos tiempos, medio siglo atrás, de los que sorprendentemente él no parecía no recordar casi nada. Según pasaba el tiempo, para mi perplejidad, fui teniendo la sensación de que aquel hombre no se dirigía verdaderamente a mí, sino a una sombra  del pasado de la que apenas tenía noticia, a pesar de mis intentos reiterados en recordarle algunos momentos y situaciones que yo recordaba con toda nitidez. En vista de ello, a partir de cierto momento me dediqué exclusivamente a escucharle; estaba claro que necesitaba hablar, y enseguida tuve la sensación de que se encontraba mal y trataba (inútilmente, por otra parte) de aferrarse a los recuerdos de nuestra lejana infancia buscando un alivio momentáneo. O quizás sería más apropiado decir de “su” infancia, porque a medida que avanzaba su soliloquio, fui teniendo cada vez más claro que no se dirigía a mí, sino a mi hermano mayor, al que por algún motivo él consideraba su verdadero amigo. Según pasaba el tiempo, mi asombro fue en aumento, al oírle referirse a momentos de aquellos años en los que yo no tenía nada que ver, o como mucho, era un personaje secundario.
 “La vida ha sido dura conmigo, José”, me dijo ya casi al final de la comida, como si esa confesión fuera un resumen de aquel encuentro, y el verdadero motivo de su llamada. Me miro intensamente, dando la impresión de esperar una respuesta inmediata que pudiera tranquilizarle o darle ánimos, pero desgraciadamente yo me sentía perplejo, casi en estado de shock, y durante unos instantes que me parecieron interminables (y supongo que también a él), me mantuve en silencio hasta que finalmente le hice un comentario banal tratando de quitar importancia a su confesión, para pasar de inmediato a algo  no tenía nada que ver con su situación. Mi actitud debió sorprenderle, y poco después del café me dijo que le perdonase por lo que iba a decirme,  pero que me encontraba raro, “extraño, más bien, con lo alegre y amigable que tú eras”, matizó casi de inmediato. Le dije que me perdonase, y que aunque no hubiera sabido transmitírselo, le comprendía perfectamente, porque a mí la vida tampoco me había tratado demasiado bien, y que si a él, como me había contado, tuvieron que extirparle un tumor de la cabeza tiempo atrás, yo había pasado dos años encerrado en un psiquiátrico por una depresión muy profunda, durante la cual no había querido ver a nadie. Tuve enseguida la sensación de que mi confidencia (que no era cierta) le había dejado muy confuso y bastante alterado, como si de mí solo hubiera esperado el apoyo de un antiguo amigo. Y en ese sentido, sus palabras eran un claro reproche.

Cuando por fin nos levantamos y nos despedimos, quedando vagamente en llamarnos pasado unos meses para ver como nos rodaban las cosas, no quise ser cruel y decirle que, en cualquier caso, yo no era José, sino Andrés, el hermano pequeño. Su verdadero amigo de la infancia. O eso creía yo días atrás al recibir su llamada (en la que, por cierto, habló de nuestra familia, pero no mencionó mi nombre). Salió delante de mí precipitadamente y sin volver la cabeza, como si algo en toda aquella situación le hubiera perturbado seriamente. Yo, sin embargo, al verle alejarse, y a pesar de no ser prácticamente nadie en su memoria, sentí verdadero afecto por aquel hombre, y no pude dejar de pensar por un instante que quizás mi amigo Chus estaba perdiendo la cabeza.

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