lunes, 29 de julio de 2013

TEATROS


Asisto a una representación teatral y espero que comience la función con cierta intranquilidad, mi acompañante no para de hablar y supongo que al menos entonces se callará. Es tremenda la necesidad de esta persona de hablar ininterrumpidamente, como si fuera incapaz de mantener ciertos asuntos para sí misma: da la impresión que dice todo lo que se le pasa por la cabeza. La verdad es que llega un momento en que más que molesto empiezo a sentirme irritado, y tengo que hacer un verdadero esfuerzo para no soltarle una inconveniencia, pero me contengo porque  estoy seguro de que ni siquiera decírselo de buenas maneras serviría de nada, y tampoco se trata de alegar males imaginarios, aunque estoy a punto de decirle que me duele la cabeza. Conociéndola como la conozco, lo más probable es que  esto fuera inútil, y hasta es posible que me propusiera abandonar la sala para ir a pasear por los alrededores y tomar una aspirina en cualquier sitio. Ni hablar, sería lo que me faltaba, tampoco así se callaría y la pena sería doble: perderme el espectáculo y seguir oyéndola. Cuando por fin se apagan las luces y se levanta el telón, siento un alivio que solo comprenderá quien se haya visto en una situación parecida, pero ya desde ese instante temo la salida en apenas dos horas, momento en el que estoy seguro que se verborrea se disparará hasta límites difícilmente soportables. Como norma, tiene la costumbre de comentar la obra y exigirme una crítica casi profesional, algo de lo que tengo el convencimiento que le tiene sin cuidado, porque solo valora el run-run que llega a sus oídos. Se levanta el telón y durante unos minutos seis personajes, tres hombres y tres mujeres vestidos de época, se pasean de un lado a otro del escenario sin abrir la boca pero gesticulando desmesuradamente, lo que al parecer hace mucha gracia a buena parte del público que ríe de forma estentórea. María Luisa también parece muy divertida y trata de decirme algo al oído en repetidas ocasiones, de lo que puedo zafarme adoptando una actitud hierática lo más parecida que puedo a la de una momia, y no dándome por aludido. Finalmente, sin duda irritada por mi silencio, levanta la voz y alguien nos chita con vehemencia desde las filas de atrás. De repente, los seis personajes se ponen a hablar al mismo tiempo, lo que causa en la sala una hilaridad bordeando el histerismo que me deja perplejo, ya que, además, no entiendo absolutamente nada. Enseguida me doy cuenta de que no hablan en castellano sino en un idioma del que no tengo la menor idea. La miro atónito buscando una explicación, pero ella sigue impertérrita atenta al escenario y desternillándose de risa, por lo que recurro al programa de mano en cuya portada puedo leer a duras penas “texto original en polaco”, lo que deja todo bien claro. María Luisa, supongo que herida por mi falta de atención previa, no vuelve a dirigirme la mirada y permanece en tal actitud las dos horas que dura la función, durante las cuales recurro a varios métodos de relajación para llegar  hasta el final en mis cabales. Ella, sin embargo, parece asistir a la función no solo complacida sino con un entusiasmo que hace patente mediante carcajadas cada cierto tiempo, afortunadamente coincidentes con las del resto de la audiencia. Se trata al parecer de una especie de tragicomedia con los personajes mencionados, que en seis cuadros consecutivos interpretan a tres parejas amigas, que por diversos motivos sufren una serie de equívocos en sus relaciones, dando pie a seis finales diferentes en los cinco últimos minutos de cada cuadro. Resumiendo: durante los quince primeros minutos de cada uno de ellos, los personajes hacen y dicen exactamente lo mismo, hasta que uno varía el texto y desencadena un final en el que uno de los otros, siempre diferente, resulta culpable y sirve de chivo expiatorio a la ira de los demás, lo que pretendiendo dar un giro dramático a la situación, a mí me parece una verdadera astracanada (o seis, para ser exactos). Al salir del teatro, María Luisa adopta una actitud muy digna y no abre la boca hasta pasado un buen rato, en el que inopinadamente vuelve a su ser original y comienza a perorar con auténtico furor, producido sin duda por la represión a la que se ha sometido para estar callada, y posiblemente apoyada por el enfado ante mi actitud en la sala. Aliviado por esta vuelta a la normalidad, me dedico a tomar cañas de cerveza sin solución de continuidad durante un buen rato, hasta que en uno de los locales de la calle Echegaray me decido a hablar tratando de establecer algo lo más parecido que puedo a una conversación. La cerveza sin duda ha hecho su efecto, y soy incapaz de mantenerme a la defensiva o ser políticamente correcto, por lo que nada más empezar le pregunto si no cree que en su infancia fue una niña maltratada, en el sentido de no haber sido objeto de la atención necesaria por parte de sus padres. Se queda muy sorprendida por mi pregunta y tras intentar balbucear algo, permanece en silencio, lo que aprovecho para añadir que, en todo caso, la cosa no sería tan grave si tuvo una chacha o ama de cría cariñosas. Me mira con los ojos desmesuradamente abiertos, como si acabara de pronunciar un sacrilegio o asistiera al instante inicial de la creación del universo, pero sigue en silencio balbuceando algo que no comprendo en absoluto, semejante a un bebé tratando de pronunciar su primera palabra con sentido después de aprender a decir “mamá”. Siento cierta inquietud temiendo su reacción, y trato de tranquilizarme apurando de un trago una copa de vino y una buena porción del morcillo con ensalada  que nos han servido pocos momentos antes. No abre la boca y me mira sin pestañear durante cinco minutos, al cabo de los cuales se levanta y se va, después de llamarme en voz alta hijo de puta con una rotundidad que sorprende a los camareros creyendo que se trata de una comanda requerida de forma perentoria. La veo salir por la puerta muy digna, y lo que más lamento es que no me haya dejado terminar la batería de posibles causas de su incontinencia verbal que tenía preparadas, entre las que destaca la enunciada por algunos antropólogos referente a la necesidad de hablar y la desparasitación compulsiva de ciertos primates, especialmente chimpancés y bonobobos. Cuando poco después abandono el local un tanto decepcionado, trato de consolarme recordando el espectáculo al que he asistido poco antes en su compañía, en lo que lo único que faltó como colofón, por aquello del idioma, fue la presencia del Papa polaco, tiara, báculo y capa de armiño incluidos.

CENSOS


Mi casa está situada en un cuarto piso de un edificio de siete plantas, por lo que tres me separan del suelo y otras tres del techo, algo que me tiene muy satisfecho, teniendo en cuenta que soy un amante declarado de la simetría y el centro de gravedad (no considero los cimientos). Se accede a ella a través de una puerta acorazada de diez centímetros de grosor y no menos de dieciocho anclajes, lo que la hace prácticamente inviolable, a no ser derribándola por medio de una voladura. Este es un equívoco con el que me divierto, haciendo suponer a los vecinos que algo verdaderamente valioso debe esconderse en su interior, cuando un inquilino ha tomado tantas precauciones. Un error garrafal que no me voy a tomar la molestia de desmentir, considerando que la imaginación juega un papel importante en la vida de los primates superiores, y ellos lo son. Lo cierto, como ya se puede intuir de lo expuesto, es que soy prácticamente un anacoreta que ha prescindido de su cueva en la montaña o de su celda en el cenobio, para vivir en un piso barato de las afueras, pero al que si algo le caracteriza en ese sentido, es una austeridad que para sí hubiera querido San Jerónimo y otros entusiastas del ayuno, por poner un ejemplo. Una vez abierta la puerta, el visitante se va a topar, tras descorrer una modesta cortina de paño o de macarrones de plástico (las alterno), con una tosca mesa de pino gallego, dos banquetas y un viejo sillón con reposa brazos, en el que puedo apoyar la cabeza y abandonarme a mis ensoñaciones cuando me pongo a la labor. Ni un solo libro en una magra estantería, que lo único que contiene es un cenicero de terracota, por otro lado inútil puesto que no fumo, y un plumero de avestruz con el que diariamente quito al polvo a lo poco que allí pueda merecer tal faena. Es decir, aparte de lo ya mencionado, dos grabados con unas escenas del Lao-Tsé, a lomos de un yak cuando recorrió China de un extremo al otro predicando el Tao Te King. Lo verdaderamente reseñable de este lugar, aparte de la única bombilla que cuelga del techo, es una televisión de plasma de 47 pulgadas, con disco duro para grabar y puertos para CD, DVD y USB, además de otros cuyo empleo desconozco, esencialmente porque me tienen sin cuidado. De hecho, este aparato no deja de ser una metáfora con la que de algún modo juego conmigo mismo, pues para lo único que me sirve es para tener un testigo imparcial pero moderno de mis propias actividades, a través del cual dejo que el mundo penetre en mi intimidad y de esta forma no ser tachado de solipsista. Las demás habitaciones de mi casa apenas si tienen algo que añadir a lo ya reseñado, y no creo que merezca la pena especificarlo aquí, pues quien más y quien menos tiene una idea de los trastos que hacen falta para sobrevivir, teniendo en cuenta que comer, dormir, evacuar y una higiene adecuada, siempre han contado con mi aprobación. De todas maneras, cualquier cosa que se suponga idónea para tales  menesteres, debe considerarse en su versión más modesta. Huyo del lujo y el dispendio, no porque piense que otros deban imitarme, sino porque hace tiempo que lo superfluo dejó de tener sentido para mí, amante de minimalismo y la literatura conceptista, aunque puedo asegurar que aún así no he logrado que mi cuenta bancaria aumente ni un céntimo. No soy pobre de solemnidad ni lo pretendo, sino, con toda probabilidad, una victima más de sus sinapsis neuronales, que me inclinan hacia este modo de vida, pero que de la misma manera podían haberme llevado al barroco y el  gongorismo. En cualquier caso, puedo aquí confesar sin sonrojo que mi cama, de apenas de 70x180 cms, consta de cuatro patas y somier, sin cabecero ni dosel, pero con colchón (las tablas con púas las dejo para los santones y los samyasines que abundan en la lejana India, si tal cosa les alivia los dolores de espalda). El pasillo es un corredor de diez metros de longitud, algo bastante incomprensible, teniendo en cuenta las modestas dimensiones de la casa, lo que me hace suponer que su propietario (vivo de alquiler) es una persona en tránsito permanente, pues las habitaciones apenas son habitables. Paradójicamente, tal anomalía me viene bien para practicar mis ejercicios, consistentes en su inmensa mayoría en pruebas atléticas de velocidad y fondo sin obstáculos. Cuando llega el invierno, lo cubro completamente con una esterilla de cáñamo que, por cierto, debo ir pensando en sustituir, pues desprende unas partículas de polvo que  me hacen necesario el empleo de una mascarilla para respirar, algo aconsejable por motivos sobre los que no creo que sea necesario alargarme aquí. También practico yoga a base de asanas, al parecer muy adecuado para conseguir tener la flexibilidad de un contorsionista, lo que me estimula sobremanera, pues no descarto en un futuro próximo, llegar a introducirme en una caja de zapatos y trabajar en un circo. Dos de las tres habitaciones del lugar están totalmente vacías y son redundantes (en el sentido de que sobran), pero no me atrevo a decir al propietario que las alquile a otras personas  para obtener una renta suplementaria y bajarme el alquiler, pues, bien pensado, podía ser un incordio: no soporto a nadie en mis proximidades. Estos habitáculos cumplen, sin embargo, una función que, sin lugar a dudas, contribuye a mantener dentro de los márgenes adecuados mi cordura, pues en una de ellas guardo sobre una mesa, que quizás no merezca tal nombre, un inventario pormenorizado de todos los enseres caseros a los que renuncio dada la escasez de mi peculio. Entre ellos pueden contarse el home-cinema, las cuberterías de plata, las vajillas de Sèvres y el Ko-i-noor. Otra vez será. En la segunda habitación, sobre un antiguo chifonier adquirido en el Rastro a precio de ganga, se encuentra otro inventario con los objetos y utensilios a los que, entrando dentro de mis posibles, he renunciado en homenaje a los poderosos que pasaron las largas noches de sus vidas en habitaciones mínimas, yaciendo poco más que sobre jergones de borra, impropios de sus espaldas y augustas posaderas. Y los dos que me vienen a las mientes casi de inmediato, son Felipe II, el rey gotoso, alojado en un cuchitril deleznable de el monasterio de El Escorial, y el general Franco, refugiado tras su apenas perceptible lucecita de El Pardo. Claro que tengo hacia ellos un sentimiento ambivalente, pues si por un lado valoro su austeridad y contención del gasto (fundamentales ambos en tiempos de crisis), por otro no puedo dejar de pensar que el censo de indios americanos sufrió una brusca caída durante el reinado del primero, algo a lo que finalmente no pudo sustraerse el segundo mucho tiempo después, echando mano de sus propios compatriotas para incrementar el estadillo de bajas.

lunes, 1 de julio de 2013

MAIZALES


Apenas lo recuerdo, pero sé que alguna vez estuvo allí. Era un enorme maizal que se extendía delante de la casa de mis padres al otro lado de la carretera, y que ahora que he vuelto ha desaparecido. A los chicos nos tenían prohibido pasar, decían que era muy peligroso atravesar la carretera porque nos podían atropellar los coches. Yo era el menor de cinco hermanos y tal cosa podía tener su sentido en lo que a mí atañía, pero ya entonces me parecía extraño que tal prohibición nos incluyera a todos, teniendo en cuenta que mis hermanos ya eran bastante mayores, y con frecuencia la utilizaban para ir en bicicleta al pueblo. No tenía sentido, y pronto empecé a sospechar que me ocultaban algo, que mis padres mantenían un secreto que no querían que conociéramos. Mis hermanos, cuando les preguntaba la razón de no dejarnos entrar en el maizal, no me respondían y se reían de mí con gestos procaces que yo no podía entender, y acababan haciéndome burlas y llamándome crío o enano. Me sentía ridículo, y con el tiempo fue surgiendo en mí la idea de transgredir la prohibición y aprovechar cualquier tarde de  verano en la que todos dormían la siesta, para entrar en el maizal y ver que misterio se ocultaba en su interior. Y así lo hice, un día cuando después de comer todos dijeron que se iban a sus habitaciones, deje transcurrir cierto tiempo y una vez que estuve seguro de que todos dormían, salí de casa sin hacer ruido, crucé la carretera a la carrera y me interné en el maizal con aprensión y el corazón batiendo alocadamente en el pecho. Las plantas del maíz era bastantes más altas que yo, y sobre ellas pude ver el azul del cielo y un sol abrasador en lo alto, entre unos nubarrones oscuros que presagiaban una tormenta que no tardaría en desencadenarse. Me desplacé jadeando en todas direcciones, y lo único que pude escuchar era el canto estridente de las chicharras en los árboles próximos, y el de los grillos que a aquellas horas parecían celebrar un aquelarre batiendo con furor sus élitros. Ni una brizna de aire que pudiera aliviar mi cuerpo empapado de sudor, ni mi cara por la que se deslizaban gruesos goterones que llevaban a mi boca un amargo sabor de salitre. Sentí que me mareaba y que todo empezaba a dar vueltas a mi alrededor al tiempo que el ruido  se hizo ensordecedor, como si en esos momentos estuviera asistiendo a una revelación que nunca debía haber conocido. Me sentí terriblemente culpable de haber desobedecido a mis padres y supe que algo terrible iba a suceder de un momento a otro. Y entonces sucedió lo que hasta ahora sigo sin poder comprender. Tirado en el suelo jadeando, pude oír como el maizal se abría con violencia por todos lados y surgían ante mi unos seres espantosos, una especie de brujos con barba que gritaban desaforadamente y se ponían a bailar a mi alrededor mostrando en sus manos unas mazorcas de maíz que dirigían hacia mí como si se tratara de una exhibición o de un rito cuyo significado desconocía. Cuando por fin se fueron y pude regresar a casa, la encontré vacía. Ni mis padres ni mis hermanos al parecer habían dormido la siesta. Sin embargo, por la noche, rompiendo la costumbre,  cenamos juntos y todos parecían muy alegres, como si celebraran algo a lo que yo me sentía ajeno, a pesar de que me repitieran con insistencia que ya era todo un hombre.

CABALLERÍAS


Me alisté en el ejército por razones que he mantenido ocultas a lo largo de mi prolongada vida militar. Sé que muchos achacan mi vocación a las historias que nos contaba papá (llegó a General de Brigada de Caballería) algunas tardes, cuando al regresar de maniobras, y especialmente en las ocasiones en las que volvía de un destacamento en una plaza de la frontera a la espera de que en cualquier momento al enemigo se decidiera a atacar, nos reunía a toda la familia cerca de la chimenea del salón ,encendida o apagada según la época del año, y nos contaba pormenorizadamente las penalidades que había tenido que soportar para estar de nuevo entre nosotros (yo entonces apenas era consciente de la sonrisa de mamá, con un gesto que, evaluado en la distancia, tenía más de guasa que de orgullo). Lo cierto, sin embargo, era mucho más prosaico, pues la verdad es que lo que verdaderamente me motivaba de su presencia era la contemplación de sus botas de montar, que ni siquiera se quitaba aunque se hubiera despojado del uniforme y puesto el batín de andar por casa. Para él constituían sin duda alguna un símbolo, una metáfora a la que solo le faltaba la grupa del caballo entre sus piernas para ser más completa, algo de lo que prescindía seguramente para no hacer entrar a la noble bruto en la habitación y causar un desbarajuste que sin duda mamá no vería con buenos ojos. Esa y no otra es la razón que me llevó a ingresar en el Arma de Caballería, a pesar de ser un adolescente poco dotado para las matemáticas que entonces se nos exigían, y no ser aficionado a la hípica ni a los hipódromos. Yo quería por encima de todo llegar a calzar con propiedad aquel tipo de botas relucientes, que en cualquier circunstancia utilizaba mi padre, pues, todo hay que decirlo,  Juana, la criada, debía afanarse con todas sus energías en dejarlas brillantes y limpias como una patena, como si más que regresar del imaginado campo de batalla, el general volviera de una puesta de largo, tan comunes por aquella época. Es incluso posible, y esto puedo decirlo ahora, ya retirado y curado de espantos, que tal hecho estuviera relacionado por lo que pronto se me hizo evidente en la propia Academia, mi fascinación por la pulcritud y el fetichismo. No creo que nunca haya existido otro oficial que llevara tan limpias como yo mis estrellas, distintivos, condecoraciones y espuelas, aunque quizás lo más significativo haya sido como, con el tiempo, tal amor se transformó en una obsesión que llevé al terreno de las relaciones eróticas y amorosas. Mis amantes y esposas (pues después de viudo, me casé en segundas nupcias), nunca hubieran podido reprocharme el que no las haya tratado como reinas y no les regalara unos conjuntos de lencería íntima, que hubieran causado asombro en las corte de Scherezade, y un rubor vergonzoso a la firma H&M. Incluso las putas, afición que como buen oficial de mi tiempo cultivé con moderación, tendrían que estarme agradecidas. Mantendré otros detalles más íntimos en silencio, pero para quien se sienta interesado, le sería suficiente consultar algunas obras divulgativas al respecto, o un somero vistazo a las del marques de Sade.