Asisto a una
representación teatral y espero que comience la función con cierta
intranquilidad, mi acompañante no para de hablar y supongo que al menos
entonces se callará. Es tremenda la necesidad de esta persona de hablar
ininterrumpidamente, como si fuera incapaz de mantener ciertos asuntos para sí
misma: da la impresión que dice todo lo que se le pasa por la cabeza. La verdad
es que llega un momento en que más que molesto empiezo a sentirme irritado, y
tengo que hacer un verdadero esfuerzo para no soltarle una inconveniencia, pero
me contengo porque estoy seguro de que
ni siquiera decírselo de buenas maneras serviría de nada, y tampoco se trata de
alegar males imaginarios, aunque estoy a punto de decirle que me duele la
cabeza. Conociéndola como la conozco, lo más probable es que esto fuera inútil, y hasta es posible que me
propusiera abandonar la sala para ir a pasear por los alrededores y tomar una
aspirina en cualquier sitio. Ni hablar, sería lo que me faltaba, tampoco así se
callaría y la pena sería doble: perderme el espectáculo y seguir oyéndola.
Cuando por fin se apagan las luces y se levanta el telón, siento un alivio que
solo comprenderá quien se haya visto en una situación parecida, pero ya desde
ese instante temo la salida en apenas dos horas, momento en el que estoy seguro
que se verborrea se disparará hasta límites difícilmente soportables. Como
norma, tiene la costumbre de comentar la obra y exigirme una crítica casi profesional,
algo de lo que tengo el convencimiento que le tiene sin cuidado, porque solo
valora el run-run que llega a sus oídos. Se levanta el telón y durante unos
minutos seis personajes, tres hombres y tres mujeres vestidos de época, se
pasean de un lado a otro del escenario sin abrir la boca pero gesticulando
desmesuradamente, lo que al parecer hace mucha gracia a buena parte del público
que ríe de forma estentórea. María Luisa también parece muy divertida y trata
de decirme algo al oído en repetidas ocasiones, de lo que puedo zafarme
adoptando una actitud hierática lo más parecida que puedo a la de una momia, y
no dándome por aludido. Finalmente, sin duda irritada por mi silencio, levanta
la voz y alguien nos chita con vehemencia desde las filas de atrás. De repente,
los seis personajes se ponen a hablar al mismo tiempo, lo que causa en la sala
una hilaridad bordeando el histerismo que me deja perplejo, ya que, además, no
entiendo absolutamente nada. Enseguida me doy cuenta de que no hablan en
castellano sino en un idioma del que no tengo la menor idea. La miro atónito
buscando una explicación, pero ella sigue impertérrita atenta al escenario y
desternillándose de risa, por lo que recurro al programa de mano en cuya
portada puedo leer a duras penas “texto original en polaco”, lo que deja todo
bien claro. María Luisa, supongo que herida por mi falta de atención previa, no
vuelve a dirigirme la mirada y permanece en tal actitud las dos horas que dura
la función, durante las cuales recurro a varios métodos de relajación para
llegar hasta el final en mis cabales.
Ella, sin embargo, parece asistir a la función no solo complacida sino con un
entusiasmo que hace patente mediante carcajadas cada cierto tiempo,
afortunadamente coincidentes con las del resto de la audiencia. Se trata al
parecer de una especie de tragicomedia con los personajes mencionados, que en
seis cuadros consecutivos interpretan a tres parejas amigas, que por diversos
motivos sufren una serie de equívocos en sus relaciones, dando pie a seis finales
diferentes en los cinco últimos minutos de cada cuadro. Resumiendo: durante los
quince primeros minutos de cada uno de ellos, los personajes hacen y dicen
exactamente lo mismo, hasta que uno varía el texto y desencadena un final en el
que uno de los otros, siempre diferente, resulta culpable y sirve de chivo
expiatorio a la ira de los demás, lo que pretendiendo dar un giro dramático a
la situación, a mí me parece una verdadera astracanada (o seis, para ser
exactos). Al salir del teatro, María Luisa adopta una actitud muy digna y no
abre la boca hasta pasado un buen rato, en el que inopinadamente vuelve a su
ser original y comienza a perorar con auténtico furor, producido sin duda por
la represión a la que se ha sometido para estar callada, y posiblemente apoyada
por el enfado ante mi actitud en la sala. Aliviado por esta vuelta a la
normalidad, me dedico a tomar cañas de cerveza sin solución de continuidad
durante un buen rato, hasta que en uno de los locales de la calle Echegaray me
decido a hablar tratando de establecer algo lo más parecido que puedo a una
conversación. La cerveza sin duda ha hecho su efecto, y soy incapaz de
mantenerme a la defensiva o ser políticamente correcto, por lo que nada más
empezar le pregunto si no cree que en su infancia fue una niña maltratada, en
el sentido de no haber sido objeto de la atención necesaria por parte de sus
padres. Se queda muy sorprendida por mi pregunta y tras intentar balbucear
algo, permanece en silencio, lo que aprovecho para añadir que, en todo caso, la
cosa no sería tan grave si tuvo una chacha o ama de cría cariñosas. Me mira con
los ojos desmesuradamente abiertos, como si acabara de pronunciar un sacrilegio
o asistiera al instante inicial de la creación del universo, pero sigue en
silencio balbuceando algo que no comprendo en absoluto, semejante a un bebé
tratando de pronunciar su primera palabra con sentido después de aprender a
decir “mamá”. Siento cierta inquietud temiendo su reacción, y trato de
tranquilizarme apurando de un trago una copa de vino y una buena porción del
morcillo con ensalada que nos han
servido pocos momentos antes. No abre la boca y me mira sin pestañear durante
cinco minutos, al cabo de los cuales se levanta y se va, después de llamarme en
voz alta hijo de puta con una rotundidad que sorprende a los camareros creyendo
que se trata de una comanda requerida de forma perentoria. La veo salir por la
puerta muy digna, y lo que más lamento es que no me haya dejado terminar la
batería de posibles causas de su incontinencia verbal que tenía preparadas,
entre las que destaca la enunciada por algunos antropólogos referente a la
necesidad de hablar y la desparasitación compulsiva de ciertos primates,
especialmente chimpancés y bonobobos. Cuando poco después abandono el local un
tanto decepcionado, trato de consolarme recordando el espectáculo al que he
asistido poco antes en su compañía, en lo que lo único que faltó como colofón,
por aquello del idioma, fue la presencia del Papa polaco, tiara, báculo y capa
de armiño incluidos.
lunes, 29 de julio de 2013
CENSOS
Mi casa está situada en un cuarto piso de un edificio de siete plantas,
por lo que tres me separan del suelo y otras tres del techo, algo que me tiene
muy satisfecho, teniendo en cuenta que soy un amante declarado de la simetría y
el centro de gravedad (no considero los cimientos). Se accede a ella a través
de una puerta acorazada de diez centímetros de grosor y no menos de dieciocho
anclajes, lo que la hace prácticamente inviolable, a no ser derribándola por medio
de una voladura. Este es un equívoco con el que me divierto, haciendo suponer a
los vecinos que algo verdaderamente valioso debe esconderse en su interior,
cuando un inquilino ha tomado tantas precauciones. Un error garrafal que no me
voy a tomar la molestia de desmentir, considerando que la imaginación juega un
papel importante en la vida de los primates superiores, y ellos lo son. Lo
cierto, como ya se puede intuir de lo expuesto, es que soy prácticamente un
anacoreta que ha prescindido de su cueva en la montaña o de su celda en el
cenobio, para vivir en un piso barato de las afueras, pero al que si algo le
caracteriza en ese sentido, es una austeridad que para sí hubiera querido San Jerónimo
y otros entusiastas del ayuno, por poner un ejemplo. Una vez abierta la puerta,
el visitante se va a topar, tras descorrer una modesta cortina de paño o de
macarrones de plástico (las alterno), con una tosca mesa de pino gallego, dos
banquetas y un viejo sillón con reposa brazos, en el que puedo apoyar la cabeza
y abandonarme a mis ensoñaciones cuando me pongo a la labor. Ni un solo libro
en una magra estantería, que lo único que contiene es un cenicero de terracota,
por otro lado inútil puesto que no fumo, y un plumero de avestruz con el que diariamente
quito al polvo a lo poco que allí pueda merecer tal faena. Es decir, aparte de
lo ya mencionado, dos grabados con unas escenas del Lao-Tsé, a lomos de un yak
cuando recorrió China de un extremo al otro predicando el Tao Te King. Lo
verdaderamente reseñable de este lugar, aparte de la única bombilla que cuelga
del techo, es una televisión de plasma de 47 pulgadas , con disco duro para
grabar y puertos para CD, DVD y USB, además de otros cuyo empleo desconozco,
esencialmente porque me tienen sin cuidado. De hecho, este aparato no deja de
ser una metáfora con la que de algún modo juego conmigo mismo, pues para lo
único que me sirve es para tener un testigo imparcial pero moderno de mis
propias actividades, a través del cual dejo que el mundo penetre en mi
intimidad y de esta forma no ser tachado de solipsista. Las demás habitaciones
de mi casa apenas si tienen algo que añadir a lo ya reseñado, y no creo que
merezca la pena especificarlo aquí, pues quien más y quien menos tiene una idea
de los trastos que hacen falta para sobrevivir, teniendo en cuenta que comer,
dormir, evacuar y una higiene adecuada, siempre han contado con mi aprobación. De
todas maneras, cualquier cosa que se suponga idónea para tales menesteres, debe considerarse en su versión
más modesta. Huyo del lujo y el dispendio, no porque piense que otros deban
imitarme, sino porque hace tiempo que lo superfluo dejó de tener sentido para
mí, amante de minimalismo y la literatura conceptista, aunque puedo asegurar
que aún así no he logrado que mi cuenta bancaria aumente ni un céntimo. No soy
pobre de solemnidad ni lo pretendo, sino, con toda probabilidad, una victima
más de sus sinapsis neuronales, que me inclinan hacia este modo de vida, pero
que de la misma manera podían haberme llevado al barroco y el gongorismo. En cualquier caso, puedo aquí
confesar sin sonrojo que mi cama, de apenas de 70x180 cms, consta de cuatro
patas y somier, sin cabecero ni dosel, pero con colchón (las tablas con púas
las dejo para los santones y los samyasines que abundan en la lejana India, si
tal cosa les alivia los dolores de espalda). El pasillo es un corredor de diez metros
de longitud, algo bastante incomprensible, teniendo en cuenta las modestas
dimensiones de la casa, lo que me hace suponer que su propietario (vivo de
alquiler) es una persona en tránsito permanente, pues las habitaciones apenas
son habitables. Paradójicamente, tal anomalía me viene bien para practicar mis
ejercicios, consistentes en su inmensa mayoría en pruebas atléticas de
velocidad y fondo sin obstáculos. Cuando llega el invierno, lo cubro
completamente con una esterilla de cáñamo que, por cierto, debo ir pensando en
sustituir, pues desprende unas partículas de polvo que me hacen necesario el empleo de una mascarilla
para respirar, algo aconsejable por motivos sobre los que no creo que sea
necesario alargarme aquí. También practico yoga a base de asanas, al parecer
muy adecuado para conseguir tener la flexibilidad de un contorsionista, lo que
me estimula sobremanera, pues no descarto en un futuro próximo, llegar a introducirme
en una caja de zapatos y trabajar en un circo. Dos de las tres habitaciones del
lugar están totalmente vacías y son redundantes (en el sentido de que sobran),
pero no me atrevo a decir al propietario que las alquile a otras personas para obtener una renta suplementaria y
bajarme el alquiler, pues, bien pensado, podía ser un incordio: no soporto a
nadie en mis proximidades. Estos habitáculos cumplen, sin embargo, una función
que, sin lugar a dudas, contribuye a mantener dentro de los márgenes adecuados
mi cordura, pues en una de ellas guardo sobre una mesa, que quizás no merezca
tal nombre, un inventario pormenorizado de todos los enseres caseros a los que
renuncio dada la escasez de mi peculio. Entre ellos pueden contarse el
home-cinema, las cuberterías de plata, las vajillas de Sèvres y el Ko-i-noor.
Otra vez será. En la segunda habitación, sobre un antiguo chifonier adquirido
en el Rastro a precio de ganga, se encuentra otro inventario con los objetos y
utensilios a los que, entrando dentro de mis posibles, he renunciado en
homenaje a los poderosos que pasaron las largas noches de sus vidas en habitaciones
mínimas, yaciendo poco más que sobre jergones de borra, impropios de sus
espaldas y augustas posaderas. Y los dos que me vienen a las mientes casi de
inmediato, son Felipe II, el rey gotoso, alojado en un cuchitril deleznable de
el monasterio de El Escorial, y el general Franco, refugiado tras su apenas
perceptible lucecita de El Pardo. Claro que tengo hacia ellos un sentimiento
ambivalente, pues si por un lado valoro su austeridad y contención del gasto
(fundamentales ambos en tiempos de crisis), por otro no puedo dejar de pensar
que el censo de indios americanos sufrió una brusca caída durante el reinado
del primero, algo a lo que finalmente no pudo sustraerse el segundo mucho
tiempo después, echando mano de sus propios compatriotas para incrementar el
estadillo de bajas.
lunes, 1 de julio de 2013
MAIZALES
Apenas lo recuerdo, pero sé que alguna vez estuvo allí. Era un enorme
maizal que se extendía delante de la casa de mis padres al otro lado de la
carretera, y que ahora que he vuelto ha desaparecido. A los chicos nos tenían
prohibido pasar, decían que era muy peligroso atravesar la carretera porque nos
podían atropellar los coches. Yo era el menor de cinco hermanos y tal cosa
podía tener su sentido en lo que a mí atañía, pero ya entonces me parecía
extraño que tal prohibición nos incluyera a todos, teniendo en cuenta que mis
hermanos ya eran bastante mayores, y con frecuencia la utilizaban para ir en
bicicleta al pueblo. No tenía sentido, y pronto empecé a sospechar que me
ocultaban algo, que mis padres mantenían un secreto que no querían que
conociéramos. Mis hermanos, cuando les preguntaba la razón de no dejarnos
entrar en el maizal, no me respondían y se reían de mí con gestos procaces que
yo no podía entender, y acababan haciéndome burlas y llamándome crío o enano.
Me sentía ridículo, y con el tiempo fue surgiendo en mí la idea de transgredir
la prohibición y aprovechar cualquier tarde de verano en la que todos dormían la siesta, para
entrar en el maizal y ver que misterio se ocultaba en su interior. Y así lo
hice, un día cuando después de comer todos dijeron que se iban a sus
habitaciones, deje transcurrir cierto tiempo y una vez que estuve seguro de que
todos dormían, salí de casa sin hacer ruido, crucé la carretera a la carrera y
me interné en el maizal con aprensión y el corazón batiendo alocadamente en el
pecho. Las plantas del maíz era bastantes más altas que yo, y sobre ellas pude
ver el azul del cielo y un sol abrasador en lo alto, entre unos nubarrones
oscuros que presagiaban una tormenta que no tardaría en desencadenarse. Me
desplacé jadeando en todas direcciones, y lo único que pude escuchar era el
canto estridente de las chicharras en los árboles próximos, y el de los grillos
que a aquellas horas parecían celebrar un aquelarre batiendo con furor sus
élitros. Ni una brizna de aire que pudiera aliviar mi cuerpo empapado de sudor,
ni mi cara por la que se deslizaban gruesos goterones que llevaban a mi boca un
amargo sabor de salitre. Sentí que me mareaba y que todo empezaba a dar vueltas
a mi alrededor al tiempo que el ruido se
hizo ensordecedor, como si en esos momentos estuviera asistiendo a una
revelación que nunca debía haber conocido. Me sentí terriblemente culpable de
haber desobedecido a mis padres y supe que algo terrible iba a suceder de un
momento a otro. Y entonces sucedió lo que hasta ahora sigo sin poder comprender.
Tirado en el suelo jadeando, pude oír como el maizal se abría con violencia por
todos lados y surgían ante mi unos seres espantosos, una especie de brujos con
barba que gritaban desaforadamente y se ponían a bailar a mi alrededor
mostrando en sus manos unas mazorcas de maíz que dirigían hacia mí como si se
tratara de una exhibición o de un rito cuyo significado desconocía. Cuando por
fin se fueron y pude regresar a casa, la encontré vacía. Ni mis padres ni mis
hermanos al parecer habían dormido la siesta. Sin embargo, por la noche,
rompiendo la costumbre, cenamos juntos y
todos parecían muy alegres, como si celebraran algo a lo que yo me sentía
ajeno, a pesar de que me repitieran con insistencia que ya era todo un hombre.
CABALLERÍAS
Me alisté en el
ejército por razones que he mantenido ocultas a lo largo de mi prolongada vida
militar. Sé que muchos achacan mi vocación a las historias que nos contaba papá
(llegó a General de Brigada de Caballería) algunas tardes, cuando al regresar de
maniobras, y especialmente en las ocasiones en las que volvía de un destacamento
en una plaza de la frontera a la espera de que en cualquier momento al enemigo
se decidiera a atacar, nos reunía a toda la familia cerca de la chimenea del
salón ,encendida o apagada según la época del año, y nos contaba
pormenorizadamente las penalidades que había tenido que soportar para estar de
nuevo entre nosotros (yo entonces apenas era consciente de la sonrisa de mamá,
con un gesto que, evaluado en la distancia, tenía más de guasa que de orgullo).
Lo cierto, sin embargo, era mucho más prosaico, pues la verdad es que lo que
verdaderamente me motivaba de su presencia era la contemplación de sus botas de
montar, que ni siquiera se quitaba aunque se hubiera despojado del uniforme y
puesto el batín de andar por casa. Para él constituían sin duda alguna un
símbolo, una metáfora a la que solo le faltaba la grupa del caballo entre sus
piernas para ser más completa, algo de lo que prescindía seguramente para no
hacer entrar a la noble bruto en la habitación y causar un desbarajuste que sin
duda mamá no vería con buenos ojos. Esa y no otra es la razón que me llevó a
ingresar en el Arma de Caballería, a pesar de ser un adolescente poco dotado
para las matemáticas que entonces se nos exigían, y no ser aficionado a la
hípica ni a los hipódromos. Yo quería por encima de todo llegar a calzar con
propiedad aquel tipo de botas relucientes, que en cualquier circunstancia utilizaba
mi padre, pues, todo hay que decirlo,
Juana, la criada, debía afanarse con todas sus energías en dejarlas
brillantes y limpias como una patena, como si más que regresar del imaginado
campo de batalla, el general volviera de una puesta de largo, tan comunes por
aquella época. Es incluso posible, y esto puedo decirlo ahora, ya retirado y curado
de espantos, que tal hecho estuviera relacionado por lo que pronto se me hizo
evidente en la propia Academia, mi fascinación por la pulcritud y el
fetichismo. No creo que nunca haya existido otro oficial que llevara tan
limpias como yo mis estrellas, distintivos, condecoraciones y espuelas, aunque
quizás lo más significativo haya sido como, con el tiempo, tal amor se
transformó en una obsesión que llevé al terreno de las relaciones eróticas y
amorosas. Mis amantes y esposas (pues después de viudo, me casé en segundas
nupcias), nunca hubieran podido reprocharme el que no las haya tratado como
reinas y no les regalara unos conjuntos de lencería íntima, que hubieran causado
asombro en las corte de Scherezade, y un rubor vergonzoso a la firma H&M.
Incluso las putas, afición que como buen oficial de mi tiempo cultivé con
moderación, tendrían que estarme agradecidas. Mantendré otros detalles más
íntimos en silencio, pero para quien se sienta interesado, le sería suficiente
consultar algunas obras divulgativas al respecto, o un somero vistazo a las del
marques de Sade.
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