María Eugenia
olía a caca. Fue una tragedia. Supongo que no tanto para ella, pero sí para mí
que hasta entonces le profesaba un amor incondicional. Fue algo repentino, no
esperado para nada. Sucedió en el cine, cuando al poco rato de empezar la
película me alcanzaron unos efluvios que como es natural achaqué de inmediato a
otro. Recuerdo que incluso se lo comenté al terminar la película, aunque ahora
que hago memoria, no recuerdo que me hiciera ningún comentario, y eso ya es un
dato. A lo mejor, estaba al corriente de la situación, y tenía claro que más
valía no indagar demasiado porque ella era la causante y tenía conciencia del
hecho. Para mí, la cena que tuvimos tras salir del cine, fue absolutamente
esclarecedora, pues iba a ser demasiada casualidad que en el restaurante
estuviéramos al lado de nuestros vecinos de la sala. Fue un drama, y de
inmediato, procurando disimular y frecuentemente mirando hacia otro lado,
empecé a imaginar hipótesis que justificaran tan desagradable situación. Era
cierto, por ejemplo, que poco antes de entrar en el cine, se excusó y fue a los
servicios, y quien sabe si aquel día no había ido con anterioridad donde es
preciso, y ya se sabe que algunas toilettes andan escasas de papel, o quien
sabe si una mala utilización del mismo habían dejado huellas indeseadas en el
lugar por otro lado adorable de María Eugenia (ella nunca había sido demasiado
mañosa). Estuve entonces tentado de soltárselo a bocajarro, pero sé que nunca
me hubiera perdonado mi falta de delicadeza, más cuando, según pasaba el tiempo
y se acercaban los postres, el asunto se recrudecía como si no se tratara de
algo pretérito, sino de una acontecimiento que podía estar teniendo lugar en
aquellos precisos instantes, algo verdaderamente impensable, porque la primera
alertada hubiera sido ella. Para más inri y desolación, los comensales a
nuestro lado abandonaron precipitadamente su mesa al poco de llegar, lo que me
hizo ratificarme en mi opinión, al tiempo que sentía que un sudor frío e
insidioso me empapaba la frente, incapaz de tomar ninguna determinación que aliviara
la situación. Finalmente le dije que algo me había sentado mal, y que era mejor
pagar y que la llevara ya de vuelta a su casa, a lo que accedió de inmediato, no sé si totalmente
inconsciente de lo que estaba ocurriendo o demasiado consciente de lo mismo, lo
que justificaría que no se quejase de prescindir de la copa que luego solíamos
tomar en una disco de las inmediaciones.
De camino hacia su casa no le importó que abriera las ventanillas del
coche de par en par, a pesar de que hacía bastante fresco, lo que me dio otra
pista de que en el fondo de sí misma era consciente del drama. De vuelta en casa
estuve un buen rato dándole vueltas a lo acontecido aquella tarde, que después
de todo, no era diferente de las de otros fines de semana, a no ser por el
misterioso añadido, que en esos momentos me tenía contra las cuerdas. Traté de
calmarme para que el incidente no terminara en una tragedia, que es como en
aquellos momentos consideraba yo el hecho de tener que dejarlo con María
Eugenia. Qué cosa tan rara, pensé para mis adentros, al considerar que hasta
entonces tal hecho nunca había sucedido, aunque de inmediato quise pensar que
se trataba de un desgraciado incidente que no acabaría suponiendo nada en una
relación que se prolongaba felizmente desde hacía cuatro años, y que pensábamos
prolongar casándonos al siguiente. Intenté ser razonable, y barajé la serie de
posibilidades que podían haber hecho que aquello sucediera. María Eugenia me
había comentado hacía poco tiempo que pronto tendría que visitar al dentista, y
esa fue la posibilidad que más me tranquilizó, pues de todo el mundo es sabido
que las caries pueden dejar rastros bastante desagradables. Otra posibilidad era
su fragilidad estomacal a causa de del colon irritable que padecía hacía tiempo,
y que con frecuencia hacía difícil sus digestiones. En cualquier caso, nada
excesivamente grave y tratable a base de algunos fármacos que al parecer dan
buen resultado. No quería imaginar que el problema fuese algo más complicado,
tipo una halitosis galopante o un problema de incontinencia, que la forzara a
tener que operarse para hacerse un ano artificial, algo todo lo respetable que
se quiera, pero que en esos momentos se me hacía poco estimulante, o para ser
sincero, insufrible. Ya tendríamos tiempo si envejecíamos juntos de soportar
mutuamente nuestras goteras, pero un viaje de novios en esas condiciones no era
una perspectiva alentadora. Por fin me dormí y tuve unos sueños de lo más
relajantes. Me imaginé con ella en Bora-Bora, bañándonos en sus aguas
cristalinas, aunque si debo decir toda la verdad, ahora que lo pienso, no sé
por qué en el sueño ella siempre estaba masticando chicle y chupando caramelos
de menta. Esa semana hablamos por teléfono más de lo habitual, e incluso
utilizamos el skype, lo que me levantó la moral al contemplar la auténtica
belleza con la que estaba comprometido. Quedamos para ir a comer el sábado a un
chiringuito en el campo cerca de El Pardo, en donde supuse que en cualquier
caso, si se prolongaba la situación desagradable del día anterior, la cosa no
sería tan grave teniendo en cuenta que el aire corre libremente y que
proliferan el romero y el tomillo, que siempre jugarían a mi favor. Cuando nos
vimos sin que mi pituitaria alcanzase a percibir nada fuera de lo corriente, me
dije que era realmente un maniático y una mala persona, que había hecho todo un
mundo de un incidente que puede ocurrirle a cualquiera, quien sabe si a mi
mismo en alguna ocasión (padezco de gases y reflujo), y jamás me había hecho el
menor reproche ni comentario negativo. La paella estaba exquisita, quizás para
mi gusto algo apelmazada, pero a ella le
pareció deliciosa y dijo que era el estilo que le agradaba más, pues le sentaba
bien y hacía sus digestiones más ligeras. Fue con las natillas del postre
cuando de improviso surgió de nuevo lo que hasta ese momento yo había estado
temiendo. Era algo inconfundible, y tuve casi un vahído al ser plenamente
consciente de que no estábamos en el cine ni en el restaurante, sino al aire
libre donde la dispersión de las partículas hacía muy difícil la persistencia
de cualquier aroma indeseado. Y aquello desde luego en nada se parecía al de la
albahaca. Como era previsor, me había llevado un tarrito de colonia, que cuando
ella se puso a contemplar a unos niños que jugaban en los columpios, apliqué
solapadamente en las cercanías de mi nariz, lo que me provocó una serie de
estornudos compulsivos e hizo que María Eugenia se aprestara ayudarme en plan
íntimo, momento en el que salí disparado hacia el baño con una excusa que ya no
recuerdo. No volví. Nuestra relación quedó cortada de raíz en aquel momento, y
ya un año después debo decir que me siento avergonzado, aunque ni siquiera he
sido capaz de disculparme, porque se me hace insoportable suponer que tal hecho
podría dar lugar a un acercamiento que temo. Miro a veces las fotografías de la
que a estas alturas se supone que debía ser mi mujer, y no puedo impedir que la
congoja me atenace, pensando que quizás podríamos haber sido felices juntos. La
vida es así, y de repente algo aparentemente banal te asalta y destruye lo que
creías más valioso. Hay, sin embargo ocasiones, las menos, todo hay que
decirlo, en el que llego a pensar si después de todo, lo acontecido no ha sido
una estratagema de ella para alejarme. Con los datos que tengo no sería de extrañar
que recurriera en determinados momentos a aliviarse, para disuadirme de
continuar una relación que por su parte ya daba por finiquitada. Es una mujer
muy inteligente y hasta astuta, aunque no sea esta una palabra precisamente
adecuada para un ser tan delicado. No sé, tengo mis dudas, y quien sabe si a
pesar de mi actual renuencia llegará un día en el que quiera de nuevo poner a
prueba mi sentido del olfato y su honestidad como novia.
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