Soy funcionario.
Siempre lo he sido. De hecho no recuerdo ninguna época de mi vida en que no lo
fuera. Ya sé que puede parecer una exageración, pues a nadie se le puede pasar
por la cabeza que uno pueda serlo siendo un niño o un adolescente. Pero tal es
mi caso. Al menos yo tengo esa impresión. Quizás la razón consista en que a lo largo
de mi vida tal oficio ha constituido para mí una categoría, y no un simple
trabajo del que uno se sirve para ganarse la vida, como, a su manera, pueden
serlo un albañil o un fontanero. O, con los matices que se quiera, un ingeniero
de caminos. Y estoy orgulloso de ello, aunque afirmar eso en estos momentos no
venga a cuento, pues que duda cabe que existen otras profesiones tanto o más
dignas, pero, después de todo, que cada cual que se alegre con lo que le ha
tocado vivir, ya sea por propia voluntad o porque el azar lo ha querido así. En mi caso he de decir que desde muy pequeño,
según me contó mamá ya mayor, siempre fui un chico ejemplar, siempre a la
espera de sus menores deseos para satisfacerla y verla contenta, aunque, en su
opinión, no tenía la seguridad de que tal cosa redundara en mi propio
beneficio, pero me asegurara un lugar a la derecha de Dios Padre, y aquí hay
tengo que confesar que mi madre era extremadamente piadosa. Decir beata me
avergüenza, y además, si he de ser sincero, ni siquiera lo considero cierto,
porque en el fondo, a pesar de sus rosarios, misas y oficios religiosos de todo
tipo, siempre me pareció guardar una distancia evidente con el clero, como si
el misterio del que al parecer se trataba en tales ceremonias no necesitara
para ella intermediarios. De todas maneras, sea como fuere, el hecho es que yo
desde que el uso de razón me lo permitió, he sido una persona de orden, y ser
funcionario ha supuesto el paradigma de lo que yo considero una vida virtuosa.
Ya sé que de ninguna de las maneras he sido un oficinista de una oficina de
patentes en Berna ni un gris empleado de
otra en Praga, que en tal caso otro gallo me hubiera cantado, pero no por eso
me siento menos orgulloso, a pesar de no haber descubierto la teoría de la relatividad
ni escrito la azarosa vida de un insecto en su casa paterna. Mi misión en este
mundo no ha requerido de otros trabajos que el cumplir diariamente con las
mínimas pero rigurosas tareas de la administración, consistentes, en líneas
generales, en acarrear escritos de una mesa a otra durante veinticinco años. Mis
jefes, sin embargo, siempre se mostraron satisfechos con mi labor, y nunca me
recriminaron el no haber alcanzado las cotas a las que otros llegaron, por
cierto, hurtando horas a su labor profesional, algo que posiblemente no se ha
tenido suficientemente en cuenta en sus biografías. Los últimos tiempos sin
embargo resultan para mí un tanto azarosos, pues acostumbrado al papel, el mero
hecho de tener que prescindir de él, anulado por los discos duros de los
ordenadores y toda esa parafernalia electrónica, ha supuesto un duro golpe para
mí y mi eficacia como administrativo distinguido. No obstante, la superioridad
me permite, como cosa propia, llevar un registro paralelo en un armario viejo,
en donde ubico los oficios y escritos, que me sirven de acicate para seguir
trabajando con el mismo entusiasmo, esperando que la nueva tecnología no
suponga el derrumbe de una estética que con tanto primor cultivaron los
amanuenses y escribanos. Nadie sin embargo podrá reprocharme nada, pues mi
actividad doble no supone ningún incordio, teniendo en cuenta que mis trabajos
de esa índole los llevo a cabo fuera de las horas de oficina, y que yo mismo
pago el dispendio en papel y tinta. Es cierto, sin embargo, que mi vida tan
metódica y ordenada no siempre ha contado con la aquiescencia de todo el mundo
en mi departamento, y ha habido sin duda alguna quienes ni siquiera me han
dirigido la palabra a lo largo de tantos años, movidos dicen ellos por un
carácter, el mío, bordeando lo obsesivo, incapaces sin duda de entender el amor
que le profeso al orden y la geometría. En resumidas cuentas, no pueden
soportar mi puntualidad y costumbres metódicas que ellos toman por manías. ¡Qué
les importará, me digo para mis adentros, que llegue a la oficina exactamente a
las ocho y veinticinco, y que mi pausa matinal para desayunar sea precisamente
de ocho minutos! Por cierto, no sería la primera vez que encuentro mi mesa
manga por hombro, acción sin duda debida a quienes no pueden soportar la
eficacia de mi meticulosidad, pero ni aún así han conseguido desmoralizarme y
para mi satisfacción, como ya he dicho más arriba, siempre he contado con el
beneplácito de mis superiores. Cierto es que la jubilación que se aproxima va a
suponer para mí un duro golpe, teniendo en cuenta que mi esposa no es tan
aficionada como yo a obrar de esta manera, incluso creo que en ocasiones me
toma el pelo por mi afán de que nuestra casa esté limpia como una patena y todo
en su sitio, pero sé que después de tantos años, me tiene un cariño que dudo mucho
que me profesara si fuese un Adán. Si ella se incomoda y no me deja que le
ayude en el hogar, siempre me quedará la calle, donde a poco que uno permanezca
despierto, reina una confusión que hace la vida mucho más desagradable. El
tráfico alocado, la suciedad de los edificios y el trasiego desordenado de los
peatones, creo que tienen fácil arreglo si me dejan intervenir. Quien sabe si
en esos momentos el Ayuntamiento podría sacar todavía de mí algunas ideas.
Abogo, por ejemplo que las aceras sean solo vías de dirección única, con lo que
se suprimirían esos desagradables encontronazos, inevitables cuando uno se
apresura a llegar puntualmente a su trabajo, como fue en algunos momentos mi
caso.
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