miércoles, 20 de marzo de 2013

FUNCIONARIOS


Soy funcionario. Siempre lo he sido. De hecho no recuerdo ninguna época de mi vida en que no lo fuera. Ya sé que puede parecer una exageración, pues a nadie se le puede pasar por la cabeza que uno pueda serlo siendo un niño o un adolescente. Pero tal es mi caso. Al menos yo tengo esa impresión. Quizás la razón consista en que a lo largo de mi vida tal oficio ha constituido para mí una categoría, y no un simple trabajo del que uno se sirve para ganarse la vida, como, a su manera, pueden serlo un albañil o un fontanero. O, con los matices que se quiera, un ingeniero de caminos. Y estoy orgulloso de ello, aunque afirmar eso en estos momentos no venga a cuento, pues que duda cabe que existen otras profesiones tanto o más dignas, pero, después de todo, que cada cual que se alegre con lo que le ha tocado vivir, ya sea por propia voluntad o porque el azar lo ha querido así.  En mi caso he de decir que desde muy pequeño, según me contó mamá ya mayor, siempre fui un chico ejemplar, siempre a la espera de sus menores deseos para satisfacerla y verla contenta, aunque, en su opinión, no tenía la seguridad de que tal cosa redundara en mi propio beneficio, pero me asegurara un lugar a la derecha de Dios Padre, y aquí hay tengo que confesar que mi madre era extremadamente piadosa. Decir beata me avergüenza, y además, si he de ser sincero, ni siquiera lo considero cierto, porque en el fondo, a pesar de sus rosarios, misas y oficios religiosos de todo tipo, siempre me pareció guardar una distancia evidente con el clero, como si el misterio del que al parecer se trataba en tales ceremonias no necesitara para ella intermediarios. De todas maneras, sea como fuere, el hecho es que yo desde que el uso de razón me lo permitió, he sido una persona de orden, y ser funcionario ha supuesto el paradigma de lo que yo considero una vida virtuosa. Ya sé que de ninguna de las maneras he sido un oficinista de una oficina de patentes en Berna ni un  gris empleado de otra en Praga, que en tal caso otro gallo me hubiera cantado, pero no por eso me siento menos orgulloso, a pesar de no haber descubierto la teoría de la relatividad ni escrito la azarosa vida de un insecto en su casa paterna. Mi misión en este mundo no ha requerido de otros trabajos que el cumplir diariamente con las mínimas pero rigurosas tareas de la administración, consistentes, en líneas generales, en acarrear escritos de una mesa a otra durante veinticinco años. Mis jefes, sin embargo, siempre se mostraron satisfechos con mi labor, y nunca me recriminaron el no haber alcanzado las cotas a las que otros llegaron, por cierto, hurtando horas a su labor profesional, algo que posiblemente no se ha tenido suficientemente en cuenta en sus biografías. Los últimos tiempos sin embargo resultan para mí un tanto azarosos, pues acostumbrado al papel, el mero hecho de tener que prescindir de él, anulado por los discos duros de los ordenadores y toda esa parafernalia electrónica, ha supuesto un duro golpe para mí y mi eficacia como administrativo distinguido. No obstante, la superioridad me permite, como cosa propia, llevar un registro paralelo en un armario viejo, en donde ubico los oficios y escritos, que me sirven de acicate para seguir trabajando con el mismo entusiasmo, esperando que la nueva tecnología no suponga el derrumbe de una estética que con tanto primor cultivaron los amanuenses y escribanos. Nadie sin embargo podrá reprocharme nada, pues mi actividad doble no supone ningún incordio, teniendo en cuenta que mis trabajos de esa índole los llevo a cabo fuera de las horas de oficina, y que yo mismo pago el dispendio en papel y tinta. Es cierto, sin embargo, que mi vida tan metódica y ordenada no siempre ha contado con la aquiescencia de todo el mundo en mi departamento, y ha habido sin duda alguna quienes ni siquiera me han dirigido la palabra a lo largo de tantos años, movidos dicen ellos por un carácter, el mío, bordeando lo obsesivo, incapaces sin duda de entender el amor que le profeso al orden y la geometría. En resumidas cuentas, no pueden soportar mi puntualidad y costumbres metódicas que ellos toman por manías. ¡Qué les importará, me digo para mis adentros, que llegue a la oficina exactamente a las ocho y veinticinco, y que mi pausa matinal para desayunar sea precisamente de ocho minutos! Por cierto, no sería la primera vez que encuentro mi mesa manga por hombro, acción sin duda debida a quienes no pueden soportar la eficacia de mi meticulosidad, pero ni aún así han conseguido desmoralizarme y para mi satisfacción, como ya he dicho más arriba, siempre he contado con el beneplácito de mis superiores. Cierto es que la jubilación que se aproxima va a suponer para mí un duro golpe, teniendo en cuenta que mi esposa no es tan aficionada como yo a obrar de esta manera, incluso creo que en ocasiones me toma el pelo por mi afán de que nuestra casa esté limpia como una patena y todo en su sitio, pero sé que después de tantos años, me tiene un cariño que dudo mucho que me profesara si fuese un Adán. Si ella se incomoda y no me deja que le ayude en el hogar, siempre me quedará la calle, donde a poco que uno permanezca despierto, reina una confusión que hace la vida mucho más desagradable. El tráfico alocado, la suciedad de los edificios y el trasiego desordenado de los peatones, creo que tienen fácil arreglo si me dejan intervenir. Quien sabe si en esos momentos el Ayuntamiento podría sacar todavía de mí algunas ideas. Abogo, por ejemplo que las aceras sean solo vías de dirección única, con lo que se suprimirían esos desagradables encontronazos, inevitables cuando uno se apresura a llegar puntualmente a su trabajo, como fue en algunos momentos mi caso.

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