lunes, 4 de marzo de 2013

ESCABECHINAS


Abrió la puerta y me preguntó qué se me ofrecía, a la antigua usanza, algo que yo en mi fuero interno agradecí, pues de tal manera se identificaba como alguien de mi generación, en la que las formas todavía cuentan. Le dije que era un vendedor de comercio, representante de una conocida editorial de Barcelona, y que mi objetivo era darle la oportunidad de adquirir una nueva colección sobre la historia de España, contada de una forma absolutamente imparcial por los más afamados historiadores nacionales y algunos europeos, especialmente británicos. Al oírlo me pidió de inmediato que entrara y me sentase, pues era algo que siempre le había interesado, a pesar de poseer ya varias colecciones sobre tema, pero en su opinión nunca había que perder la esperanza de hallar algo nuevo que le pudiera dar la clave de las múltiples escabechinas que se habían organizado en el solar patrio en los dos últimos siglos, especialmente la originada por el celebérrimo Alzamiento del 18 de Julio. Como es natural, yo de inmediato traté de convencerle de la oportunidad que se le presentaba dado su precio reducido (considerando que yo me llevaba el treinta por ciento, algo que lógicamente no le comuniqué), y, por supuesto, a pagar en cómodos plazos. Pronto, sin embargo, me di cuenta de que aquel individuo no iba a ser fácil de convencer, en primer lugar porque era un entendido en la materia, y en segundo, porque empezó a hacerme una serie de preguntas que me cogieron totalmente desprevenido. En el cursillo  al que los vendedores habíamos asistido previamente, nadie nos habló de la posible relación de las primeras invasiones bárbaras con el hombre del neandertal, al parecer muy frecuente en la península ibérica tiempo atrás, que era lo que al parecer más le interesaba a aquel tipo. En su opinión, tales individuos, siendo tan inteligentes como el homo sapiens, del que todos procedíamos, tenían muy malas pulgas, y en trataban de solucionar el menor conflicto por la vía rápida, mediante el empleo virtuoso de los instrumentos de los que ya por entonces se servían para cortar los filetes de la caza de la que subsistían. Su pregunta apuntaba a una posible influencia de tal especie (los neandertales), en el mal humor del que nuestros antepasados habían hecho gala para solucionar sus problemas. Después de este preámbulo, Juan Luis, que así se llamaba el hombre, me preguntó mi opinión sobre la posible influencia de tal destemplanza en la expulsión de los judíos, la conquista de América y las guerras carlistas y aunque a esas alturas de nuestra charla empecé a sospechar que aquel tipo desvariaba, no quise permanecer con la boca cerrada, y le dije con toda la convicción de la que fui capaz, que en mi opinión, siendo un darwinista convencido, era más que posible que la conducta de los homínidos a través de las generaciones, tuvieran mucho que ver con la selección natural, y que por lo tanto, seguramente el hombre celtibérico tuviera un adn cargado de derivas belicosas. Pareció satisfecho con mi respuesta, y hasta un punto sorprendido, como si hasta ese momento hubiera estado esperando un fallo garrafal por mi parte para ponerme en la calle. Sin embargo no fue así, y poco después se disculpó y desapareció pasillo adelante durante varios minutos, apareciendo al cabo de los mismos con un batín casero bajo el que se adivinaba el pijama. Me quedé un tanto sorprendido, aunque pensé de inmediato que más valía aceptar los hechos según iban presentándose, pues, después de todo, uno en su propio domicilio está en su perfecto derecho a vestirse como le venga en gana. La conversación continuó durante unos momentos en el mismo tono que antes, aunque yo tenía la sensación que a Juan Luis empezaba a tenerle sin cuidado la adquisición de su enésima enciclopedia de la historia de España, y por sus gestos y posturas, estaba más bien pendiente de otras aficiones, que debía cultivar en su tiempo libre. Tal cosa me fue pronto confirmada cuando, sentándose a mi lado en el sofá, me dijo que después de todo la historia solo la escriben los vencedores, y que en su opinión, podíamos pasar a otros asuntos más interesantes, para los cuales, si no me parecía mal, sería muy adecuado que me fuera poniendo cómodo, instante en el que amagó con quitarme los zapatos,  y en el que yo sentí perder definitivamente un treinta por ciento del precio en origen de los libros en cuestión, al no estar dispuesto a otras transacciones que las puramente comerciales, pudiendo todavía oírle antes de cerrar la puerta en mi huída: “eres una estrecha”.

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