Abrió la puerta
y me preguntó qué se me ofrecía, a la antigua usanza, algo que yo en mi fuero
interno agradecí, pues de tal manera se identificaba como alguien de mi
generación, en la que las formas todavía cuentan. Le dije que era un vendedor
de comercio, representante de una conocida editorial de Barcelona, y que mi
objetivo era darle la oportunidad de adquirir una nueva colección sobre la
historia de España, contada de una forma absolutamente imparcial por los más
afamados historiadores nacionales y algunos europeos, especialmente británicos.
Al oírlo me pidió de inmediato que entrara y me sentase, pues era algo que
siempre le había interesado, a pesar de poseer ya varias colecciones sobre
tema, pero en su opinión nunca había que perder la esperanza de hallar algo
nuevo que le pudiera dar la clave de las múltiples escabechinas que se habían
organizado en el solar patrio en los dos últimos siglos, especialmente la
originada por el celebérrimo Alzamiento del 18 de Julio. Como es natural, yo de
inmediato traté de convencerle de la oportunidad que se le presentaba dado su
precio reducido (considerando que yo me llevaba el treinta por ciento, algo que
lógicamente no le comuniqué), y, por supuesto, a pagar en cómodos plazos.
Pronto, sin embargo, me di cuenta de que aquel individuo no iba a ser fácil de
convencer, en primer lugar porque era un entendido en la materia, y en segundo,
porque empezó a hacerme una serie de preguntas que me cogieron totalmente
desprevenido. En el cursillo al que los
vendedores habíamos asistido previamente, nadie nos habló de la posible
relación de las primeras invasiones bárbaras con el hombre del neandertal, al
parecer muy frecuente en la península ibérica tiempo atrás, que era lo que al
parecer más le interesaba a aquel tipo. En su opinión, tales individuos, siendo
tan inteligentes como el homo sapiens, del que todos procedíamos, tenían muy
malas pulgas, y en trataban de solucionar el menor conflicto por la vía rápida,
mediante el empleo virtuoso de los instrumentos de los que ya por entonces se
servían para cortar los filetes de la caza de la que subsistían. Su pregunta
apuntaba a una posible influencia de tal especie (los neandertales), en el mal
humor del que nuestros antepasados habían hecho gala para solucionar sus
problemas. Después de este preámbulo, Juan Luis, que así se llamaba el hombre,
me preguntó mi opinión sobre la posible influencia de tal destemplanza en la
expulsión de los judíos, la conquista de América y las guerras carlistas y aunque
a esas alturas de nuestra charla empecé a sospechar que aquel tipo desvariaba,
no quise permanecer con la boca cerrada, y le dije con toda la convicción de la
que fui capaz, que en mi opinión, siendo un darwinista convencido, era más que
posible que la conducta de los homínidos a través de las generaciones, tuvieran
mucho que ver con la selección natural, y que por lo tanto, seguramente el
hombre celtibérico tuviera un adn cargado de derivas belicosas. Pareció
satisfecho con mi respuesta, y hasta un punto sorprendido, como si hasta ese
momento hubiera estado esperando un fallo garrafal por mi parte para ponerme en
la calle. Sin embargo no fue así, y poco después se disculpó y desapareció
pasillo adelante durante varios minutos, apareciendo al cabo de los mismos con
un batín casero bajo el que se adivinaba el pijama. Me quedé un tanto
sorprendido, aunque pensé de inmediato que más valía aceptar los hechos según
iban presentándose, pues, después de todo, uno en su propio domicilio está en
su perfecto derecho a vestirse como le venga en gana. La conversación continuó
durante unos momentos en el mismo tono que antes, aunque yo tenía la sensación
que a Juan Luis empezaba a tenerle sin cuidado la adquisición de su enésima
enciclopedia de la historia de España, y por sus gestos y posturas, estaba más
bien pendiente de otras aficiones, que debía cultivar en su tiempo libre. Tal
cosa me fue pronto confirmada cuando, sentándose a mi lado en el sofá, me dijo
que después de todo la historia solo la escriben los vencedores, y que en su
opinión, podíamos pasar a otros asuntos más interesantes, para los cuales, si
no me parecía mal, sería muy adecuado que me fuera poniendo cómodo, instante en
el que amagó con quitarme los zapatos, y
en el que yo sentí perder definitivamente un treinta por ciento del precio en origen
de los libros en cuestión, al no estar dispuesto a otras transacciones que las
puramente comerciales, pudiendo todavía oírle antes de cerrar la puerta en mi
huída: “eres una estrecha”.
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