El tránsito no
ha sido fácil, pero no debo quejarme. Al parecer, otros en mis circunstancias
lo han pasado aún peor y no pudieron terminar el viaje. Debe ser frustrante tan
larga espera para tan magros resultados, o falta de ellos, para ser más
preciso. La distancia es corta, esa es la pura verdad, pero no es esa la única
variable que ha de contemplarse en este tipo de itinerarios. Existe una
tendencia generalizada, en considerar la longitud del camino como un criterio
prácticamente definitivo en la evaluación del esfuerzo a realizar y los
peligros que acechan, pero tal cosa no siempre es exacta. Piénsese, por
ejemplo, la escasa distancia a la cima del Alpe d’Huez en la famosa etapa del Tour de
Francia, y lo endiablado sin embargo de su pendiente y sus terribles revueltas.
Pues bien, no teniendo ni punto de comparación, desde luego, algo así supuso mi
llegada a este mundo o mi descenso, oh paradoja, pues mi madre siendo una
persona estrecha de caderas, se las vio y se las deseó para llevarme a buen
término. Ya estoy, pues, aquí, entre vosotros, muchos en buena medida
ignorantes de estas dificultades, que solo la comadrona fue capaz de evaluar en
sus dimensiones exactas, teniendo en cuenta que mamá en esos momentos apenas
era consciente. “Este es mundo raro y agresivo”, creo que fue el primer
comentario que se me ocurrió, poco después de los vapuleos a que fui sometido de
inmediato, una vez libre de la placenta y cortado el cordón ese, con el que
casi me ahogo, y que estuvo también el origen de mi infausta arribada. Estoy
aquí por los pelos. Pero bueno, ahora que ya me siento algo más tranquilo y
estoy rodeado como es menester de lacitos y organdíes dentro de un serón de una
pulcritud extrema, lo que me ha llamado la atención al poco tiempo de llegar,
ha sido la aproximación de unas caras enormes con unos ojos desorbitados, que
parecían auscultarme con mucho detenimiento, y que al poco de hacerlo irrumpían
en una serie de sonidos extraños que deben corresponderse con lo que
supuestamente piensan que es lo adecuado para mí, cuando hubiera preferido que
me dejaran en paz y se mantuvieran en silencio. No puedo entender como les
puede gustar mi enorme cabeza y mi
rostro con indudables rasgos mongoloides, que sin embargo parecen entusiasmar a
esos besugos, pues tal es lo que me parecen quienes se aproximaban a mí en esos
momentos. Claro que lo que ellos no saben es que con independencia de mi
apariencia más o menos normal (al ser el canal del parto más estrecho de los
habitual, mis facciones dejan bastante que desear, incluso solo teniendo en
cuenta el modelo standard), soy un bebé superdotado, pues a través de un
mecanismo que ya trataré de aprender cuando tenga más pelo, resulta que en mi
cerebro ya se han producido millones de sinapsis que me hacen tener un concepto
de cuanto me rodea muy precoz, prácticamente el de un adolescente, por lo que
debo confesar que toda esta situación que me rodea me produce ya cierto rubor,
casi desnudo de mano en mano. Supongo que dadas estas circunstancias, debo
tratar de ser razonable y ceñirme al rol que se supone de mi en estos momentos,
pues otra cosa sería inquietarles de mala manera, y tampoco es cuestión de que
lleguen a suponer que me sucede algo raro. La vida, con la poca experiencia que
tengo, no me parece nada que pueda entusiasmarme en el futuro, teniendo sobre
todo en cuenta que procedo de un lugar en donde estaba divinamente. Habrá que
apechugar con las consecuencias y tratar de dar una orientación a mi existencia
lo más positiva posible. No debo olvidar que mis padres son dos personas muy
religiosas, muy cristianas exactamente, y no es cuestión de que me manifieste
de inmediato con todas mis potencialidades, pues creo no equivocarme si llego a
afirmar que una vez llegada la situación a ciertos límites, no dudarían en
llamar al exorcista.
sábado, 30 de marzo de 2013
miércoles, 20 de marzo de 2013
FUNCIONARIOS
Soy funcionario.
Siempre lo he sido. De hecho no recuerdo ninguna época de mi vida en que no lo
fuera. Ya sé que puede parecer una exageración, pues a nadie se le puede pasar
por la cabeza que uno pueda serlo siendo un niño o un adolescente. Pero tal es
mi caso. Al menos yo tengo esa impresión. Quizás la razón consista en que a lo largo
de mi vida tal oficio ha constituido para mí una categoría, y no un simple
trabajo del que uno se sirve para ganarse la vida, como, a su manera, pueden
serlo un albañil o un fontanero. O, con los matices que se quiera, un ingeniero
de caminos. Y estoy orgulloso de ello, aunque afirmar eso en estos momentos no
venga a cuento, pues que duda cabe que existen otras profesiones tanto o más
dignas, pero, después de todo, que cada cual que se alegre con lo que le ha
tocado vivir, ya sea por propia voluntad o porque el azar lo ha querido así. En mi caso he de decir que desde muy pequeño,
según me contó mamá ya mayor, siempre fui un chico ejemplar, siempre a la
espera de sus menores deseos para satisfacerla y verla contenta, aunque, en su
opinión, no tenía la seguridad de que tal cosa redundara en mi propio
beneficio, pero me asegurara un lugar a la derecha de Dios Padre, y aquí hay
tengo que confesar que mi madre era extremadamente piadosa. Decir beata me
avergüenza, y además, si he de ser sincero, ni siquiera lo considero cierto,
porque en el fondo, a pesar de sus rosarios, misas y oficios religiosos de todo
tipo, siempre me pareció guardar una distancia evidente con el clero, como si
el misterio del que al parecer se trataba en tales ceremonias no necesitara
para ella intermediarios. De todas maneras, sea como fuere, el hecho es que yo
desde que el uso de razón me lo permitió, he sido una persona de orden, y ser
funcionario ha supuesto el paradigma de lo que yo considero una vida virtuosa.
Ya sé que de ninguna de las maneras he sido un oficinista de una oficina de
patentes en Berna ni un gris empleado de
otra en Praga, que en tal caso otro gallo me hubiera cantado, pero no por eso
me siento menos orgulloso, a pesar de no haber descubierto la teoría de la relatividad
ni escrito la azarosa vida de un insecto en su casa paterna. Mi misión en este
mundo no ha requerido de otros trabajos que el cumplir diariamente con las
mínimas pero rigurosas tareas de la administración, consistentes, en líneas
generales, en acarrear escritos de una mesa a otra durante veinticinco años. Mis
jefes, sin embargo, siempre se mostraron satisfechos con mi labor, y nunca me
recriminaron el no haber alcanzado las cotas a las que otros llegaron, por
cierto, hurtando horas a su labor profesional, algo que posiblemente no se ha
tenido suficientemente en cuenta en sus biografías. Los últimos tiempos sin
embargo resultan para mí un tanto azarosos, pues acostumbrado al papel, el mero
hecho de tener que prescindir de él, anulado por los discos duros de los
ordenadores y toda esa parafernalia electrónica, ha supuesto un duro golpe para
mí y mi eficacia como administrativo distinguido. No obstante, la superioridad
me permite, como cosa propia, llevar un registro paralelo en un armario viejo,
en donde ubico los oficios y escritos, que me sirven de acicate para seguir
trabajando con el mismo entusiasmo, esperando que la nueva tecnología no
suponga el derrumbe de una estética que con tanto primor cultivaron los
amanuenses y escribanos. Nadie sin embargo podrá reprocharme nada, pues mi
actividad doble no supone ningún incordio, teniendo en cuenta que mis trabajos
de esa índole los llevo a cabo fuera de las horas de oficina, y que yo mismo
pago el dispendio en papel y tinta. Es cierto, sin embargo, que mi vida tan
metódica y ordenada no siempre ha contado con la aquiescencia de todo el mundo
en mi departamento, y ha habido sin duda alguna quienes ni siquiera me han
dirigido la palabra a lo largo de tantos años, movidos dicen ellos por un
carácter, el mío, bordeando lo obsesivo, incapaces sin duda de entender el amor
que le profeso al orden y la geometría. En resumidas cuentas, no pueden
soportar mi puntualidad y costumbres metódicas que ellos toman por manías. ¡Qué
les importará, me digo para mis adentros, que llegue a la oficina exactamente a
las ocho y veinticinco, y que mi pausa matinal para desayunar sea precisamente
de ocho minutos! Por cierto, no sería la primera vez que encuentro mi mesa
manga por hombro, acción sin duda debida a quienes no pueden soportar la
eficacia de mi meticulosidad, pero ni aún así han conseguido desmoralizarme y
para mi satisfacción, como ya he dicho más arriba, siempre he contado con el
beneplácito de mis superiores. Cierto es que la jubilación que se aproxima va a
suponer para mí un duro golpe, teniendo en cuenta que mi esposa no es tan
aficionada como yo a obrar de esta manera, incluso creo que en ocasiones me
toma el pelo por mi afán de que nuestra casa esté limpia como una patena y todo
en su sitio, pero sé que después de tantos años, me tiene un cariño que dudo mucho
que me profesara si fuese un Adán. Si ella se incomoda y no me deja que le
ayude en el hogar, siempre me quedará la calle, donde a poco que uno permanezca
despierto, reina una confusión que hace la vida mucho más desagradable. El
tráfico alocado, la suciedad de los edificios y el trasiego desordenado de los
peatones, creo que tienen fácil arreglo si me dejan intervenir. Quien sabe si
en esos momentos el Ayuntamiento podría sacar todavía de mí algunas ideas.
Abogo, por ejemplo que las aceras sean solo vías de dirección única, con lo que
se suprimirían esos desagradables encontronazos, inevitables cuando uno se
apresura a llegar puntualmente a su trabajo, como fue en algunos momentos mi
caso.
lunes, 4 de marzo de 2013
CARACTERÍSTICAS
Al poco de llegar me di cuenta de que era
objeto de una atención que no creía merecer. Sin duda soy una persona con unas
cualidades sobresalientes, según me dicen mis amistades y allegados, pero en
aquel barucho infecto nadie podía estar al corriente de mi excelencia
ajedrecística, o de que tuviera dos costillas menos de lo normal, aunque esto
último más que una cualidad se trata de una característica de mi esqueleto de
la que no voy aquí a vanagloriarme. Solo diré que me permite una flexibilidad
que para sí quisieran algunos contorsionistas, pero nada más. Es posible que a
los parroquianos del lugar les llamara la atención mi indumentaria, un traje
gris marengo de buena factura, una camisa azul pálido y una corbata con los
colores de la enseña nacional. Los zapatos, unos Sebago, que no estaban nada
mal. Quizás en aquel sitio de mala muerte, solo frecuentado por camioneros y
desgraciados buscando trabajo, tal hecho fue considerado una provocación,
estando más cerca su ideología de los puntos de vista de Carlos Marx que de
José María Aznar. Quien sabe. Lo cierto es que a los pocos minutos, al tiempo
que desayunaba un café con leche y churros, me di cuenta de que la concurrencia
seguía con los ojos clavados en mí, y haciendo comentarios que poco a poco
ganaron en volumen, pudiendo mis oídos distinguir algunas palabras que no
dejaban lugar a dudas, entre las que destacaba por su frecuencia una expresión
muy común en el solar patrio: “hijo de puta”, concretamente. La situación hizo
que de inmediato me pidiera dos carajillos bien cargados y una ginebra Larios,
tratando de esta manera que se dieran cuenta que estaba con ellos, aunque mi
atuendo pareciera separarnos, pues no siempre la vestimenta es una metáfora
fácilmente interpretable. Con el tercer carajillo, cuando los clientes ya
habían iniciado una aproximación a mi mesa con la evidente intención de
romperme la cara, me levanté súbitamente y grité “¡viva la revolución
proletaria! y ¡trabajadores del mundo uníos!”, dando entrada a continuación al
himno de la Internacional Comunista. Los parias del mundo presentes se
detuvieron frustrados, incapaces todavía de captar la ironía con la que les había
sorprendido, y a partir de ese momento el lugar se transformó en una fiesta en
la que lo único que se echó de menos fue la presencia de Vladimir Illich
Ulianov “Lenin”, aunque el importe de la misma me salió por un ojo de la cara.
ESCABECHINAS
Abrió la puerta
y me preguntó qué se me ofrecía, a la antigua usanza, algo que yo en mi fuero
interno agradecí, pues de tal manera se identificaba como alguien de mi
generación, en la que las formas todavía cuentan. Le dije que era un vendedor
de comercio, representante de una conocida editorial de Barcelona, y que mi
objetivo era darle la oportunidad de adquirir una nueva colección sobre la
historia de España, contada de una forma absolutamente imparcial por los más
afamados historiadores nacionales y algunos europeos, especialmente británicos.
Al oírlo me pidió de inmediato que entrara y me sentase, pues era algo que
siempre le había interesado, a pesar de poseer ya varias colecciones sobre
tema, pero en su opinión nunca había que perder la esperanza de hallar algo
nuevo que le pudiera dar la clave de las múltiples escabechinas que se habían
organizado en el solar patrio en los dos últimos siglos, especialmente la
originada por el celebérrimo Alzamiento del 18 de Julio. Como es natural, yo de
inmediato traté de convencerle de la oportunidad que se le presentaba dado su
precio reducido (considerando que yo me llevaba el treinta por ciento, algo que
lógicamente no le comuniqué), y, por supuesto, a pagar en cómodos plazos.
Pronto, sin embargo, me di cuenta de que aquel individuo no iba a ser fácil de
convencer, en primer lugar porque era un entendido en la materia, y en segundo,
porque empezó a hacerme una serie de preguntas que me cogieron totalmente
desprevenido. En el cursillo al que los
vendedores habíamos asistido previamente, nadie nos habló de la posible
relación de las primeras invasiones bárbaras con el hombre del neandertal, al
parecer muy frecuente en la península ibérica tiempo atrás, que era lo que al
parecer más le interesaba a aquel tipo. En su opinión, tales individuos, siendo
tan inteligentes como el homo sapiens, del que todos procedíamos, tenían muy
malas pulgas, y en trataban de solucionar el menor conflicto por la vía rápida,
mediante el empleo virtuoso de los instrumentos de los que ya por entonces se
servían para cortar los filetes de la caza de la que subsistían. Su pregunta
apuntaba a una posible influencia de tal especie (los neandertales), en el mal
humor del que nuestros antepasados habían hecho gala para solucionar sus
problemas. Después de este preámbulo, Juan Luis, que así se llamaba el hombre,
me preguntó mi opinión sobre la posible influencia de tal destemplanza en la
expulsión de los judíos, la conquista de América y las guerras carlistas y aunque
a esas alturas de nuestra charla empecé a sospechar que aquel tipo desvariaba,
no quise permanecer con la boca cerrada, y le dije con toda la convicción de la
que fui capaz, que en mi opinión, siendo un darwinista convencido, era más que
posible que la conducta de los homínidos a través de las generaciones, tuvieran
mucho que ver con la selección natural, y que por lo tanto, seguramente el
hombre celtibérico tuviera un adn cargado de derivas belicosas. Pareció
satisfecho con mi respuesta, y hasta un punto sorprendido, como si hasta ese
momento hubiera estado esperando un fallo garrafal por mi parte para ponerme en
la calle. Sin embargo no fue así, y poco después se disculpó y desapareció
pasillo adelante durante varios minutos, apareciendo al cabo de los mismos con
un batín casero bajo el que se adivinaba el pijama. Me quedé un tanto
sorprendido, aunque pensé de inmediato que más valía aceptar los hechos según
iban presentándose, pues, después de todo, uno en su propio domicilio está en
su perfecto derecho a vestirse como le venga en gana. La conversación continuó
durante unos momentos en el mismo tono que antes, aunque yo tenía la sensación
que a Juan Luis empezaba a tenerle sin cuidado la adquisición de su enésima
enciclopedia de la historia de España, y por sus gestos y posturas, estaba más
bien pendiente de otras aficiones, que debía cultivar en su tiempo libre. Tal
cosa me fue pronto confirmada cuando, sentándose a mi lado en el sofá, me dijo
que después de todo la historia solo la escriben los vencedores, y que en su
opinión, podíamos pasar a otros asuntos más interesantes, para los cuales, si
no me parecía mal, sería muy adecuado que me fuera poniendo cómodo, instante en
el que amagó con quitarme los zapatos, y
en el que yo sentí perder definitivamente un treinta por ciento del precio en origen
de los libros en cuestión, al no estar dispuesto a otras transacciones que las
puramente comerciales, pudiendo todavía oírle antes de cerrar la puerta en mi
huída: “eres una estrecha”.
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