sábado, 30 de marzo de 2013

TRÁNSITOS


El tránsito no ha sido fácil, pero no debo quejarme. Al parecer, otros en mis circunstancias lo han pasado aún peor y no pudieron terminar el viaje. Debe ser frustrante tan larga espera para tan magros resultados, o falta de ellos, para ser más preciso. La distancia es corta, esa es la pura verdad, pero no es esa la única variable que ha de contemplarse en este tipo de itinerarios. Existe una tendencia generalizada, en considerar la longitud del camino como un criterio prácticamente definitivo en la evaluación del esfuerzo a realizar y los peligros que acechan, pero tal cosa no siempre es exacta. Piénsese, por ejemplo, la escasa distancia a la cima del Alpe d’Huez  en la famosa etapa del Tour de Francia, y lo endiablado sin embargo de su pendiente y sus terribles revueltas. Pues bien, no teniendo ni punto de comparación, desde luego, algo así supuso mi llegada a este mundo o mi descenso, oh paradoja, pues mi madre siendo una persona estrecha de caderas, se las vio y se las deseó para llevarme a buen término. Ya estoy, pues, aquí, entre vosotros, muchos en buena medida ignorantes de estas dificultades, que solo la comadrona fue capaz de evaluar en sus dimensiones exactas, teniendo en cuenta que mamá en esos momentos apenas era consciente. “Este es mundo raro y agresivo”, creo que fue el primer comentario que se me ocurrió, poco después de los vapuleos a que fui sometido de inmediato, una vez libre de la placenta y cortado el cordón ese, con el que casi me ahogo, y que estuvo también el origen de mi infausta arribada. Estoy aquí por los pelos. Pero bueno, ahora que ya me siento algo más tranquilo y estoy rodeado como es menester de lacitos y organdíes dentro de un serón de una pulcritud extrema, lo que me ha llamado la atención al poco tiempo de llegar, ha sido la aproximación de unas caras enormes con unos ojos desorbitados, que parecían auscultarme con mucho detenimiento, y que al poco de hacerlo irrumpían en una serie de sonidos extraños que deben corresponderse con lo que supuestamente piensan que es lo adecuado para mí, cuando hubiera preferido que me dejaran en paz y se mantuvieran en silencio. No puedo entender como les puede gustar  mi enorme cabeza y mi rostro con indudables rasgos mongoloides, que sin embargo parecen entusiasmar a esos besugos, pues tal es lo que me parecen quienes se aproximaban a mí en esos momentos. Claro que lo que ellos no saben es que con independencia de mi apariencia más o menos normal (al ser el canal del parto más estrecho de los habitual, mis facciones dejan bastante que desear, incluso solo teniendo en cuenta el modelo standard), soy un bebé superdotado, pues a través de un mecanismo que ya trataré de aprender cuando tenga más pelo, resulta que en mi cerebro ya se han producido millones de sinapsis que me hacen tener un concepto de cuanto me rodea muy precoz, prácticamente el de un adolescente, por lo que debo confesar que toda esta situación que me rodea me produce ya cierto rubor, casi desnudo de mano en mano. Supongo que dadas estas circunstancias, debo tratar de ser razonable y ceñirme al rol que se supone de mi en estos momentos, pues otra cosa sería inquietarles de mala manera, y tampoco es cuestión de que lleguen a suponer que me sucede algo raro. La vida, con la poca experiencia que tengo, no me parece nada que pueda entusiasmarme en el futuro, teniendo sobre todo en cuenta que procedo de un lugar en donde estaba divinamente. Habrá que apechugar con las consecuencias y tratar de dar una orientación a mi existencia lo más positiva posible. No debo olvidar que mis padres son dos personas muy religiosas, muy cristianas exactamente, y no es cuestión de que me manifieste de inmediato con todas mis potencialidades, pues creo no equivocarme si llego a afirmar que una vez llegada la situación a ciertos límites, no dudarían en llamar al exorcista.

miércoles, 20 de marzo de 2013

FUNCIONARIOS


Soy funcionario. Siempre lo he sido. De hecho no recuerdo ninguna época de mi vida en que no lo fuera. Ya sé que puede parecer una exageración, pues a nadie se le puede pasar por la cabeza que uno pueda serlo siendo un niño o un adolescente. Pero tal es mi caso. Al menos yo tengo esa impresión. Quizás la razón consista en que a lo largo de mi vida tal oficio ha constituido para mí una categoría, y no un simple trabajo del que uno se sirve para ganarse la vida, como, a su manera, pueden serlo un albañil o un fontanero. O, con los matices que se quiera, un ingeniero de caminos. Y estoy orgulloso de ello, aunque afirmar eso en estos momentos no venga a cuento, pues que duda cabe que existen otras profesiones tanto o más dignas, pero, después de todo, que cada cual que se alegre con lo que le ha tocado vivir, ya sea por propia voluntad o porque el azar lo ha querido así.  En mi caso he de decir que desde muy pequeño, según me contó mamá ya mayor, siempre fui un chico ejemplar, siempre a la espera de sus menores deseos para satisfacerla y verla contenta, aunque, en su opinión, no tenía la seguridad de que tal cosa redundara en mi propio beneficio, pero me asegurara un lugar a la derecha de Dios Padre, y aquí hay tengo que confesar que mi madre era extremadamente piadosa. Decir beata me avergüenza, y además, si he de ser sincero, ni siquiera lo considero cierto, porque en el fondo, a pesar de sus rosarios, misas y oficios religiosos de todo tipo, siempre me pareció guardar una distancia evidente con el clero, como si el misterio del que al parecer se trataba en tales ceremonias no necesitara para ella intermediarios. De todas maneras, sea como fuere, el hecho es que yo desde que el uso de razón me lo permitió, he sido una persona de orden, y ser funcionario ha supuesto el paradigma de lo que yo considero una vida virtuosa. Ya sé que de ninguna de las maneras he sido un oficinista de una oficina de patentes en Berna ni un  gris empleado de otra en Praga, que en tal caso otro gallo me hubiera cantado, pero no por eso me siento menos orgulloso, a pesar de no haber descubierto la teoría de la relatividad ni escrito la azarosa vida de un insecto en su casa paterna. Mi misión en este mundo no ha requerido de otros trabajos que el cumplir diariamente con las mínimas pero rigurosas tareas de la administración, consistentes, en líneas generales, en acarrear escritos de una mesa a otra durante veinticinco años. Mis jefes, sin embargo, siempre se mostraron satisfechos con mi labor, y nunca me recriminaron el no haber alcanzado las cotas a las que otros llegaron, por cierto, hurtando horas a su labor profesional, algo que posiblemente no se ha tenido suficientemente en cuenta en sus biografías. Los últimos tiempos sin embargo resultan para mí un tanto azarosos, pues acostumbrado al papel, el mero hecho de tener que prescindir de él, anulado por los discos duros de los ordenadores y toda esa parafernalia electrónica, ha supuesto un duro golpe para mí y mi eficacia como administrativo distinguido. No obstante, la superioridad me permite, como cosa propia, llevar un registro paralelo en un armario viejo, en donde ubico los oficios y escritos, que me sirven de acicate para seguir trabajando con el mismo entusiasmo, esperando que la nueva tecnología no suponga el derrumbe de una estética que con tanto primor cultivaron los amanuenses y escribanos. Nadie sin embargo podrá reprocharme nada, pues mi actividad doble no supone ningún incordio, teniendo en cuenta que mis trabajos de esa índole los llevo a cabo fuera de las horas de oficina, y que yo mismo pago el dispendio en papel y tinta. Es cierto, sin embargo, que mi vida tan metódica y ordenada no siempre ha contado con la aquiescencia de todo el mundo en mi departamento, y ha habido sin duda alguna quienes ni siquiera me han dirigido la palabra a lo largo de tantos años, movidos dicen ellos por un carácter, el mío, bordeando lo obsesivo, incapaces sin duda de entender el amor que le profeso al orden y la geometría. En resumidas cuentas, no pueden soportar mi puntualidad y costumbres metódicas que ellos toman por manías. ¡Qué les importará, me digo para mis adentros, que llegue a la oficina exactamente a las ocho y veinticinco, y que mi pausa matinal para desayunar sea precisamente de ocho minutos! Por cierto, no sería la primera vez que encuentro mi mesa manga por hombro, acción sin duda debida a quienes no pueden soportar la eficacia de mi meticulosidad, pero ni aún así han conseguido desmoralizarme y para mi satisfacción, como ya he dicho más arriba, siempre he contado con el beneplácito de mis superiores. Cierto es que la jubilación que se aproxima va a suponer para mí un duro golpe, teniendo en cuenta que mi esposa no es tan aficionada como yo a obrar de esta manera, incluso creo que en ocasiones me toma el pelo por mi afán de que nuestra casa esté limpia como una patena y todo en su sitio, pero sé que después de tantos años, me tiene un cariño que dudo mucho que me profesara si fuese un Adán. Si ella se incomoda y no me deja que le ayude en el hogar, siempre me quedará la calle, donde a poco que uno permanezca despierto, reina una confusión que hace la vida mucho más desagradable. El tráfico alocado, la suciedad de los edificios y el trasiego desordenado de los peatones, creo que tienen fácil arreglo si me dejan intervenir. Quien sabe si en esos momentos el Ayuntamiento podría sacar todavía de mí algunas ideas. Abogo, por ejemplo que las aceras sean solo vías de dirección única, con lo que se suprimirían esos desagradables encontronazos, inevitables cuando uno se apresura a llegar puntualmente a su trabajo, como fue en algunos momentos mi caso.

lunes, 4 de marzo de 2013

CARACTERÍSTICAS

Al poco de llegar me di cuenta de que era objeto de una atención que no creía merecer. Sin duda soy una persona con unas cualidades sobresalientes, según me dicen mis amistades y allegados, pero en aquel barucho infecto nadie podía estar al corriente de mi excelencia ajedrecística, o de que tuviera dos costillas menos de lo normal, aunque esto último más que una cualidad se trata de una característica de mi esqueleto de la que no voy aquí a vanagloriarme. Solo diré que me permite una flexibilidad que para sí quisieran algunos contorsionistas, pero nada más. Es posible que a los parroquianos del lugar les llamara la atención mi indumentaria, un traje gris marengo de buena factura, una camisa azul pálido y una corbata con los colores de la enseña nacional. Los zapatos, unos Sebago, que no estaban nada mal. Quizás en aquel sitio de mala muerte, solo frecuentado por camioneros y desgraciados buscando trabajo, tal hecho fue considerado una provocación, estando más cerca su ideología de los puntos de vista de Carlos Marx que de José María Aznar. Quien sabe. Lo cierto es que a los pocos minutos, al tiempo que desayunaba un café con leche y churros, me di cuenta de que la concurrencia seguía con los ojos clavados en mí, y haciendo comentarios que poco a poco ganaron en volumen, pudiendo mis oídos distinguir algunas palabras que no dejaban lugar a dudas, entre las que destacaba por su frecuencia una expresión muy común en el solar patrio: “hijo de puta”, concretamente. La situación hizo que de inmediato me pidiera dos carajillos bien cargados y una ginebra Larios, tratando de esta manera que se dieran cuenta que estaba con ellos, aunque mi atuendo pareciera separarnos, pues no siempre la vestimenta es una metáfora fácilmente interpretable. Con el tercer carajillo, cuando los clientes ya habían iniciado una aproximación a mi mesa con la evidente intención de romperme la cara, me levanté súbitamente y grité “¡viva la revolución proletaria! y ¡trabajadores del mundo uníos!”, dando entrada a continuación al himno de la Internacional Comunista. Los parias del mundo presentes se detuvieron frustrados, incapaces todavía de captar la ironía con la que les había sorprendido, y a partir de ese momento el lugar se transformó en una fiesta en la que lo único que se echó de menos fue la presencia de Vladimir Illich Ulianov “Lenin”, aunque el importe de la misma me salió por un ojo de la cara.

ESCABECHINAS


Abrió la puerta y me preguntó qué se me ofrecía, a la antigua usanza, algo que yo en mi fuero interno agradecí, pues de tal manera se identificaba como alguien de mi generación, en la que las formas todavía cuentan. Le dije que era un vendedor de comercio, representante de una conocida editorial de Barcelona, y que mi objetivo era darle la oportunidad de adquirir una nueva colección sobre la historia de España, contada de una forma absolutamente imparcial por los más afamados historiadores nacionales y algunos europeos, especialmente británicos. Al oírlo me pidió de inmediato que entrara y me sentase, pues era algo que siempre le había interesado, a pesar de poseer ya varias colecciones sobre tema, pero en su opinión nunca había que perder la esperanza de hallar algo nuevo que le pudiera dar la clave de las múltiples escabechinas que se habían organizado en el solar patrio en los dos últimos siglos, especialmente la originada por el celebérrimo Alzamiento del 18 de Julio. Como es natural, yo de inmediato traté de convencerle de la oportunidad que se le presentaba dado su precio reducido (considerando que yo me llevaba el treinta por ciento, algo que lógicamente no le comuniqué), y, por supuesto, a pagar en cómodos plazos. Pronto, sin embargo, me di cuenta de que aquel individuo no iba a ser fácil de convencer, en primer lugar porque era un entendido en la materia, y en segundo, porque empezó a hacerme una serie de preguntas que me cogieron totalmente desprevenido. En el cursillo  al que los vendedores habíamos asistido previamente, nadie nos habló de la posible relación de las primeras invasiones bárbaras con el hombre del neandertal, al parecer muy frecuente en la península ibérica tiempo atrás, que era lo que al parecer más le interesaba a aquel tipo. En su opinión, tales individuos, siendo tan inteligentes como el homo sapiens, del que todos procedíamos, tenían muy malas pulgas, y en trataban de solucionar el menor conflicto por la vía rápida, mediante el empleo virtuoso de los instrumentos de los que ya por entonces se servían para cortar los filetes de la caza de la que subsistían. Su pregunta apuntaba a una posible influencia de tal especie (los neandertales), en el mal humor del que nuestros antepasados habían hecho gala para solucionar sus problemas. Después de este preámbulo, Juan Luis, que así se llamaba el hombre, me preguntó mi opinión sobre la posible influencia de tal destemplanza en la expulsión de los judíos, la conquista de América y las guerras carlistas y aunque a esas alturas de nuestra charla empecé a sospechar que aquel tipo desvariaba, no quise permanecer con la boca cerrada, y le dije con toda la convicción de la que fui capaz, que en mi opinión, siendo un darwinista convencido, era más que posible que la conducta de los homínidos a través de las generaciones, tuvieran mucho que ver con la selección natural, y que por lo tanto, seguramente el hombre celtibérico tuviera un adn cargado de derivas belicosas. Pareció satisfecho con mi respuesta, y hasta un punto sorprendido, como si hasta ese momento hubiera estado esperando un fallo garrafal por mi parte para ponerme en la calle. Sin embargo no fue así, y poco después se disculpó y desapareció pasillo adelante durante varios minutos, apareciendo al cabo de los mismos con un batín casero bajo el que se adivinaba el pijama. Me quedé un tanto sorprendido, aunque pensé de inmediato que más valía aceptar los hechos según iban presentándose, pues, después de todo, uno en su propio domicilio está en su perfecto derecho a vestirse como le venga en gana. La conversación continuó durante unos momentos en el mismo tono que antes, aunque yo tenía la sensación que a Juan Luis empezaba a tenerle sin cuidado la adquisición de su enésima enciclopedia de la historia de España, y por sus gestos y posturas, estaba más bien pendiente de otras aficiones, que debía cultivar en su tiempo libre. Tal cosa me fue pronto confirmada cuando, sentándose a mi lado en el sofá, me dijo que después de todo la historia solo la escriben los vencedores, y que en su opinión, podíamos pasar a otros asuntos más interesantes, para los cuales, si no me parecía mal, sería muy adecuado que me fuera poniendo cómodo, instante en el que amagó con quitarme los zapatos,  y en el que yo sentí perder definitivamente un treinta por ciento del precio en origen de los libros en cuestión, al no estar dispuesto a otras transacciones que las puramente comerciales, pudiendo todavía oírle antes de cerrar la puerta en mi huída: “eres una estrecha”.