martes, 4 de junio de 2019

SOY ESPAÑOL


Y una vez dicho lo anterior, quiero dejar claro enseguida algo que se puede añadir a tal afirmación: soy español incluso aunque no quiera serlo (que no es el caso, por cierto). El problema que surge de toda definición, es que poco después hay que  explicitarla con cierto detalle, al menos en algunos casos.  Fundamentalmente, soy español porque figuro en el Registro del Ministerio de Interior de España, y porque por mucho que me obstinara en decir otra cosa, como mínimo tendría que demostrarlo, porque ser español, francés o tibetano, al fin y a la postre es una cuestión administrativa. Y si no me cree, haga una prueba, asesine en propia defensa a su suegra, deje que la policía le detenga y punto seguido argumente que quiere ponerse en contacto con el embajador de Croacia porque usted es exclusivamente croata, verá que poco tiempo tardarán en desengañarle.
         El intríngulis de la identidad nacional consiste en que no estriba en una clase de sentimiento sino en una cuestión de hecho, y aquí reside uno de los problemas crónicos que con frecuencia a algunos les resulta tan difícil discernir. La pertenencia a una nación no es una cuestión emocional, no es algo que uno sienta, o al menos no es algo que uno solo sienta. Es posible, aunque poco probable, desde luego, que un nativo de la islas Fidji, manifieste sentirse español por los cuatro costados, pero si no está registrado en el ministerio más arriba mencionado, será inútil por mucha vehemencia que el isleño  ponga en su afirmación. La dificultad surge cuando alguien cree y manifiesta que existe algo por encima de su nacionalidad. Un ente abstracto con el que se identifica y al que se debe, con independencia que de lo que otros compatriotas puedan opinar. Posiblemente esto es debido a que el ser humano tiene la capacidad de inventar realidades fuera de lo evidente o demostrable, una especie de teoría platónica en la que lo real es algo exterior e indemostrable. Y que cada cual ponga los ejemplos que se le ocurran. Es cierto, desde luego, que para tener tal idea se suele partir de unos hechos básicos y absolutamente verificables. Hablando de España, por ejemplo, la pertenencia a un grupo de personas nacidas en determinado territorio y que se expresan en una lengua común, llámesela español o castellano (e incluso euskera, gallego o catalán, con independencia de algunas excepciones, como haber nacido en la embajada española en Botswana, por poner un ejemplo). El problema surge, como se ha dicho, cuando determinados individuos insisten en identificar sus emociones con ese ente abstracto al que hemos aludido por encima de las dos realidades mencionadas en el párrafo anterior, y ser de esa manera los verdaderos españoles. Y lo mismo sucede con el resto de los países, se llamen Francia, China, Rusia o Estados Unidos, además de otros cientos.

Porque vamos a ver, si resultara que soy un individuo nacido en Calatayud, en 1949, empadronado en Madrid en la calle tal y con DNI tal otro ¿seré español o tiene toda la pinta de que soy filipino, pongo por caso? Imaginemos que niego el hecho de ser español con todas mis fuerzas (ya no tan evidentes) de mis setenta años ¿tendré razón o llegará usted a pensar que no estoy del todo bien de la azotea? Supongamos además que frente a la evidencia de que soy español me ponga como me ponga ¿qué pasará si afirmo no gustarme la bandera o el himno nacional con 175 años de antigüedad la primera y poco más de un siglo el segundo? ¿Dejaría de ser español? Yo creo que en absoluto, y que tales argumentos no me servirían de nada ante un juez si los esgrimo en defensa de cualquier tropelía que pudiera haber cometido. Podré quizás ser autor de una falta o de una sanción por estar ambos recogidos en la Constitución española. Pero nada más. Bueno sí, es muy posible que aquellos que piensan o sienten que tales símbolos son lo mismo que España, digan que lo que verdaderamente soy es un auténtico hijoputa. Algo que yo no aceptaría y de cuyas consecuencias prefiero no hablar aquí. Resulta que un símbolo es una representación de algo, pero no es ese algo en sí mismo, de la misma manera que puedo asegurar que una fotografía de mi padre, no es mi verdadero padre en absoluto. Pobre papá. Ya sé que estas digamos sutilezas  pueden ser interpretadas por algunos como auténticas boutades o hablando en castellano, salidas de pata de banco. Considérese sin embargo que durante la República la bandera fue sustituida por otra, y que el general Franco modificó el escudo nacional sustituyéndolo por el águila                (peyorativamente conocida por el pajarraco o el pollo). Y lo mismo pasó con el himno nacional que pasó de ser la Marcha Real (o de Granaderos) al himno de Riego con la república, sin que España cambiara en absoluto en ninguno de ambos casos o ¿Dejó España de ser España y los españoles, españoles?
      Resulta evidente, no obstante, que mucha gente confunde el símbolo con la realidad y lo hace a mi parecer porque siente que tal símbolo representa algo más, un sentimiento muy profundo que identifican con determinados valores y hechos que, oh casualidad, son en los que ellos creen.

EL SOFÁ


Algunas tardes se me hacen terriblemente largas, agotadoras, aunque este adjetivo no parezca ser el más adecuado para definir el hecho de no tener nada que hacer. Y quien dice nada que hacer, podría añadir nada que pensar. Estoy allí arrellenada en el sofá de toda la vida viendo la televisión, con la impresión nítida de estar perdiendo el tiempo, de estar realizando una actividad sin ningún sentido, con independencia de lo que esté viendo. Lo mismo me resultan las telenovelas (casi todas tratan de familias acomodadas de nuestra posguerra), que algunos debates sobre temas políticos o sociales que ni me van ni me vienen. Y no digo nada de los documentales de todo tipo de bichos, sobre todo de los de la sabana y la selva, pero también de otros muy raros y simplemente repulsivos. Todos me parecen majaderías que nada tienen que ver conmigo, que suelo solucionar apagando el aparato para descabezar un sueño, porque la tarde, como ya he dicho, se me hace interminable.
           Estoy allí como podría estar en cualquier sitio, en la cama (en donde en muchas ocasiones acabo echándome) o en Katmandú en compañía  de todos esos perturbados haciendo idioteces metiéndose en el agua del río (y me tiene sin cuidado que sea un río muy famoso) o en las escaleras de acceso quemando a sus parientes recién fallecidos. Qué asco y que falta de higiene. Y si digo esto es porque es lo primero que se me viene a la cabeza, no porque me interese en absoluto. A mis las incineraciones siempre me parecieron una salvajada. Mejor morirse en un incendio y listo. Así que siempre acabo apagando la televisión y me digo “pues aquí estamos”, y lo digo empleando el plural cuando lo adecuado sería decir “pues aquí estoy”, pero en mis pensamientos siempre suelo emplear el plural mayestático. Eso me viene sin duda por mi admiración hacia su Santidad el Papa, en mi opinión el único ser que merece la pena en este desastre de planeta, sobre todo cuando habla ex-catedra en cuestiones relacionadas con la fe. Y que conste que para mí siempre habla así, pues lo que él dice va a misa, y que se me perdone la vulgaridad (y casi la redundancia). Cada vez que abre la boca suelta una joya, aunque se trate de lo que para un indocumentado pueda parecer algo banal. Por ejemplo, si un día dice “sor Margarita hay que ir preparado el altar para la misa”, pues a mí me parece maravilloso.  Puede parecer algo sin importancia, pero qué sería de la misa sin el altar instalado como Dios manda, por ejemplo, con los candelabros colocados de mala manera. O las velas desmochadas o el misal puesto del revés ¡Y no digo nada con el mantel sobre el altar lleno de lamparones! Por eso cada frase que pronuncia Su Santidad tiene un sentido fundamental, básico, sin el que el mundo no sería mundo ni nada que se le parezca.
          Pues bien, como dije, suelo apagar la televisión sobre media tarde, y allí me quedo como una alelada pensando en cualquier cosa que se me pase por la cabeza. O mejor, si debo ser sincera, sin pensar nada en absoluto. Es una experiencia  relajante, aunque a veces amenazadora, pues en algunas ocasiones me ha sucedido tener ganas de levantarme y hacer cualquier tontería para romper  la monotonía. Por ejemplo, ayer sin ir más lejos, tenía unas ganas tremendas de salir al balcón y echar un discurso dirigido a los vecinos en el que quedase claro que son unos maleducados por no saludarme cuando me ven al bajar las escaleras o en el supermercado. En ocasiones es que ni me miran. Pero en fin, peor para ellos, raros que son. Otras veces, y eso sí lo hago a diario, es ponerme a andar por el pasillo a varias velocidades.  Al principio despacito para calentar, pero enseguida a todo meter de aquí para allá (hay que tener en cuenta que vivo en una casa grande y el pasillo no baja de los quince metros). A todo esto hay que añadir que andando o no por el pasillo, mantengo frecuentes charlas con mi marido Julián, el difunto Julián quiero decir, al que normalmente pongo de chupa de domine y así me tomo el desquite que no me atreví con él en vida. Cabrón, tirano, desgraciado que hiciste de mi vida un infierno con tu puñetera manía de fumar a todas horas, pero sobre todo por hurgarte la nariz viniera o no a cuento, que así se te acabó poniendo como una patata. Qué falta de educación con una señora tan distinguida como yo.
     Si debo ser sincera, sin embargo, la mayoría de las veces me quedo sentada en el sofá supongo que con cara de pocos amigos, y allí estoy hasta que anochece, a veces recordando algunos episodios de mi vida y otras literalmente con la mente en blanco, como si mi cabeza se hubiera convertido en un corcho incapaz de tener la menor idea. En algunas ocasiones, sin embargo, me viene a las mientes, mi hermana pequeña Elvira con la que conviví la mayor parte de mi vida, y aquí debo dar las gracias a Julián, que me permitió acogerla y en eso debo confesar que se portó como un caballero. Vivió con nosotros hasta que harta de todo, según me decía frecuentemente, se tiró por la ventana la pobre y se fue para el otro barrio ¿Pero harta de qué? le pregunté yo en cierta ocasión, y más me hubiera valido no hacerlo dada su contestación: “harta del cosmos y de ti, mira por dónde”. Pobrecilla, no tenía nada en la cabeza y se pasaba el día haciendo punto y zurciendo nuestras cosas. Por lo menos debió hacer cincuenta jerseycitos  “para el niño que iba a venir”, decía, y con ello se refería al bebé que siempre quiso tener y que nunca tuvo. ¡A ver cómo! si jamás conoció varón. Como no fuera a aquel sinvergüenza que durante unos años la sacaba a la cafetería de abajo, y que según en su día me contó, le había propuesto visitar una pensión cercana “para intimar” (en sus propias palabras).
    Otras veces, por raro que parezca a quien me lea, lo que hago es quedarme muy quieta mirando a la pared, cansada de recordar o imaginar tonterías, y trato de concentrarme en ella. Es toda una experiencia, y que quede claro que lo es para mí, que soy una persona muy capaz de ello. Otros podrían volverse tarumbas, estoy de acuerdo, concentrados en el gotelé como si se tratase de una visión maravillosa, que por extraño que parezca, es lo que acaba siendo para mí. Donde ellos podrían ver un simple amontonamiento anodino de relieves más o menos irregulares (vistos de cerca se darían cuenta de que siguen ciertos patrones) yo me invento mundos extraordinarios, sin duda solo al alcance de los que tienen una imaginación fecunda como la mía. Ya sé que esto puede parecer contradictorio con lo dicho más arriba, pero yo lo hago con suma facilidad. Y qué no se me pregunte cómo. Suceden ambas cosas. Original que debo ser. Y lo mismo me sucede con el techo de mi habitación sobre la cama, ayudada además por los reflejos de la lámpara de araña que compramos el difunto Julián y yo al poco de casarnos. A Elvira no le gustaba y solía decirnos que el día que se nos cayera encima nos íbamos enterar de la tontería, y solía acompañar sus palabras con un gesto muy significativo mirando a la cama, la muy pilla.
La cama. Porque esa es otra. En esta casa como en muchas había una cama, la nuestra, la de matrimonio y otra, la de mi hermana Elvira, la de huéspedes podríamos decir, aunque la huésped en este caso llevara cuarenta años alojándose en ella. Como es natural la cama principal era la nuestra, no solo porque era el doble de tamaño, ni porque nosotros fuéramos dos, sino porque siendo Julián tan corpulento, otra cosa hubiera sido un estropicio (estropicio para mi, naturalmente). Pero hablábamos de nuestra cama, a la que mi hermana Elvira señalaba con cierta sorna refiriéndose a la araña sobre nuestras cabezas. Si a estas alturas de la vida debiera definir esa cama, precisamente esa, ahora me atrevería a decir que, sobre todo, fue una cama totalmente inútil. Una cama donde no sucedió nada relevante, y decir eso ya es decir prácticamente todo, como creo que fácilmente se entiende. Allí pasamos horas y horas y horas, noches y noches, una eternidad, mi difunto esposo y yo. Juntos, sí, pero cada cual sumergido en su mundo. Como dos embarcaciones fondeadas en el mismo rio y nada más.  Las dos perfectamente capaces de mantenerse a flote e incluso con todo el aparejo listo para salir a navegar, pero a la postre, incapaces. Varadas inútilmente en la orilla. Y dicho esto me callo porque no creo que haya que ser más explícita. Julián allí tumbado como un rinoceronte malhumorado, leyendo la prensa deportiva a manotazos y fumando como una chimenea, hasta que de repente se daba media vuelta y decía invariablemente hasta mañana, mi amor. Mi amor, decía el muy cabrón, que luego me enteré que durante años algunas tardes entre semana se entendía con aquella desgraciada de Leganés. Fue desde allí donde un día me avisaron que podría ver a Julián Sánchez Regalado en el tanatorio. No hizo falta que se cayera la lámpara, el hecho sucedió casi de la misma manera pero en otro lugar y en otra cama. El corazón tiene sus antojos y para dejar de latir no necesita que se le caiga encima nada. Basta con un exceso de entusiasmo aunque no sea en el lugar adecuado ni con la persona adecuada, mira por dónde. El muy hijo de puta.