Aunque nunca lo
dije, tenía la certeza de lo que les preocupaba. Siempre les parecí un niño
tímido al que más valía espabilar pronto, si no se quería que con el tiempo
llegara a ser un joven raro y un adulto definitivamente desquiciado. Con
frecuencia les oía hablar sobre mí desde la habitación de al lado después de
comer. Ellos no podían imaginar que pudiera hacerlo porque hablaban
intencionadamente en voz baja, pero ya por entonces yo había aprendido una
técnica infalible para escuchar las conversaciones a través de los tabiques.
Bastaba con poner un vaso con los bordes contra la pared y la oreja bien pegada
a su base. No era sencillo y llevaba cierto aprendizaje, pero con el tiempo
acabé encontrando un lugar en el tabique donde podía oírles como si hablaran
por un altavoz. Normalmente era papá el que solía empezar la conversación,
aludiendo a algo que había sucedido durante la comida y de lo que, como no, yo
era el desafortunado protagonista. Lo que parecía molestarle más era que
hablase poco o que, como mucho, solo comentara algo cuando se me preguntaba
directamente, pero el hecho de que jamás tomara la iniciativa le desquiciaba, y
a través de la pared podía intuir la cara de mal genio con la que se dirigía a
mamá, como si la pobre tuviera la culpa. Ella trataba siempre de echarme una
mano, e intentaba hacerle ver que el que yo fuera de pocas palabras no era un
síntoma negativo, sino solo una forma de ser. “Es un niño introvertido, eso es
todo, Luis”, era su expresión favorita, con la que pretendía calmar a papá,
cuyo enfado parecía aumentar según pasaban los minutos, hasta que finalmente
daba un puñetazo en la mesa y se levantaba airadamente, momento en el que yo
salía por la puerta opuesta, no fuera a ser que me sorprendiera espiándoles.
En algunas
ocasiones, para capear el temporal, mamá se ponía de su lado y confirmaba lo
que decía mi padre con afirmaciones breves y poco significativas, tipo “sí,
claro”, “puede ser”, “eso parece” y otras por el estilo, con las que intentaba
desinflarle y que se tranquilizara. Mis otros hermanos no querían saber nada, y
normalmente ya se habían ido, aunque era evidente que estaban al corriente y
que también ellos me consideraban un bicho raro, pero tenían otras cosas más
importantes en las que pensar. En algunas ocasiones, al cruzarse conmigo me daban pescozones, o
hacían una mueca significativa burlándose y queriéndome transmitir que no
andaba muy bien de la cabeza (bizqueaban, sacaban la lengua y cosas por el
estilo), aunque para no tomármelo demasiado a mal, prefería acabar pensando que
eran muestras de afecto que no sabían como demostrarme de otra manera, a una
edad en las que todos deberían andar con las hormonas revueltas. Yo era el
pequeño y tenía once años, los otros cuatro, todos chicos, andaban entre los
catorce y los veinte. La situación con el tiempo se me hizo verdaderamente
desagradable, y empecé a urdir estrategias para tranquilizar a todo el mundo,
pero sobre todo a mi padre, del que temía que de seguir así, acabaría
llevándome a un reformatorio o un colegio para niños retrasados o algo
parecido. Pero lo cierto es que no se me ocurría nada, y que, a pesar de todo,
yo me sentía bien en aquella familia de seres malhumorados o excesivamente
hormonados (excluyo de ambas acepciones a mi madre, naturalmente). Para mí era
suficiente escucharles y estar atento a las majaderías que contaban, aunque
algunas, todo hay que decirlo, me resultaban muy divertidas. Mi padre era otra
cosa, pero también me gustaba oírle contando los acontecimientos de la fábrica
donde trabajaba, a los que solía aludir como si se tratara de una tragedia
griega, independientemente de que el asunto versara sobre una caída súbita en
la tensión eléctrica, que había parado la producción durante media hora, o
simplemente de lo difícil que le resultaba hablar con el subdirector por la
tremenda halitosis que padecía. Según pasaban los días, sentía que me iba
poniendo más nervioso, pues no se me ocurría nada para ser más participativo y
que mamá no tuviera que escuchar, día tras día, las diatribas de papá
contándole lo preocupado que estaba por mi actitud. Además, de tanto pegar las
orejas al culo del vaso, empecé a darme cuenta de que se estaban empezando a
poner moradas, lo que pronto iba a levantar sospechas y se acabaría
descubriendo mi costumbre, lo que debo confesar que me espantaba, no solo por
lo que podían decir de mí, sino porque en algunas ocasiones les oía hablar de
otros temas, que sin saber exactamente a qué se referían, intuía que era algo
no apto para menores. Por ejemplo, un día mamá muy irritada le dijo a mi padre “¿qué
quieres que te diga, Luis? No me apetece, y ya está”. Finalmente se me ocurrió
una idea que en principio me pareció genial, impropia de un crío como yo, que
no destacaba en absoluto en su clase de los primeros años del bachillerato. Al
menos de esta manera, estaba seguro de llenar el hueco que mi oprobioso
silencio durante la comida hacía que mi padre se saliera de sus casillas. Así
que un día me decidí a tomar la palabra entre el primer y segundo plato, cuando
papá empezaba a dar síntomas de agitación ante mi mutismo. Ante el asombro de
todos, me levanté y dije elevando la voz: “En un lugar de la Mancha, de cuyo
nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de
lanza en astillero, adarga en antigua, rocín flaco y galgo corredor…”. Y así
durante dos minutos durante los cuales todos me miraron con cara de perplejidad,
que en mi padre era simplemente de estupor, de tal manera que al terminar mis
hermanos me aplaudieron, mi madre me miró con emoción y mi padre se levantó de
la mesa temblando y no volvió a aparecer. La verdad es que no supe como
interpretar correctamente sus reacciones, y solo cuando el jolgorio de mis
hermanos rompió el silencio que se había establecido, supe que algo no encajaba
en la situación, lo que a su vez me dejó tan preocupado que me limité a
encerrarme en la habitación sin emplear ese día el vaso ni el tabique, después
de que mamá me pasara una mano por el pelo y me llamara “mi amor”, como hacía
algunas veces.
Quizás el
fracaso había consistido en que no había elegido el libro adecuado, aunque es
verdad de que no tenía demasiadas opciones, pues en casa tampoco había
demasiados. Días después, sin embargo, me atreví a reiniciar mi táctica, y a
los postres, después de anunciarlo, les recité algo que había encontrado en un
librito casi escondido detrás de los otros y que decía así: “Fabio, las
esperanzas cortesanas, prisiones son do el ambicioso muere y donde al más astuto
nacen canas. El que no las limare o las rompiere, ni el nombre de varón ha
merecido, ni subir al honor que pretendiere…”. No pude terminar, mamá se echó a
llorar y papá permanecía demudado en su silla sin pestañear. Mis hermanos esta
vez se mantuvieron en silencio, porque cuando uno de ellos intentó reírse, papá
le echo una mirada fulminante que le hizo cerrar la boca de inmediato.
Permanecimos así un buen rato en el que nadie dijo ni una sola palabra, hasta
que papá se dirigió a mí con una cara que me emocionó, porque nunca le había
visto llorar, y dijo “Ya, dulce amigo, huyo y me retiro de cuanto simple amé;
rompí los lazos. Ven y verás al alto fin que aspiro, antes que el tiempo muera
en nuestros brazos”. Todos lloramos durante un buen rato, aunque si debo decir
la verdad, yo no entendía nada.
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