jueves, 4 de diciembre de 2014

LECTURAS

Aunque se dice que durante toda su vida, Jacinto fue un lector empedernido, algunos de sus biógrafos opinan que en realidad leer siempre fue para él una tortura. Al parecer, según estos autores, Jacinto odiaba la literatura, y lo que es más, la letra impresa. Pero se sacrificó porque desde muy joven se dio cuenta de que hacerlo estaba bien visto, y no dudó en fingir, aunque luego sufriera lo indecible por decir algo que se aproxime a lo que pudo sentir. Por otro lado hay que considerar que en cualquier caso Jacinto siempre tuvo madera de héroe.
Otros opinan que eso no era totalmente cierto, y que Jacinto, aunque indudablemente tenía dificultades para la comprensión íntegra del texto (o como mínimo lagunas importantes al leerlo), se entretenía muchísimo con lo que otros consideran aspectos tangenciales del mismo, lo que justificaría los más de diez mil ejemplares encontrados en su domicilio tras su óbito. Le entusiasmaba recrearse en el tipo de letra elegido, el interlineado, los márgenes, la sangría, su tamaño, los espacios entre párrafos, las justificaciones y en general todo lo que tuviese que ver con la ortografía. Era capaz de pasarse horas calibrando estos y otros muchos aspectos que no hacen al caso, y de los que solo él podría dar rendida cuenta.
Claro que tampoco escasean quienes opinan que a Jacinto lo que verdaderamente le gustaba era “leer entre líneas”, pues afirmaba que una cosa era lo explicitado en el texto, y otra bien distinta su interpretación, que en general, nada tenía que ver con lo escrito. De hecho, en su opinión, el “Don Quijote” auténtico nada tiene que ver con La Mancha y ni siquiera con un hombre flaco y desgarbado a caballo, según suele desprenderse de una lectura superficial del texto. En realidad, según sus averiguaciones, se trata realmente de las infortunadas peripecias de una mujer, ya entrada en años, para recuperar a su hijo del  que fue separada vilmente apenas recién parida, por el comendador del lugar, que sería el verdadero protagonista (el episodio de los molinos de viento, sin embargo, afirmaba que era literal, y que fue introducido en el texto como un puro divertimento, a modo de morcilla). Y lo mismo cabría decir de “El mercader de Venecia”, que nada tiene que ver con la conocida ciudad italiana ni con un comerciante judío muy avaro (aquí Jacinto se liaba y acababa hablando de “El avaro” de Molière). De hecho, respecto a esta última, y a toda la obra de Shakeaspeare de quien se consideraba especialista, cabe decir que afirmaba haberlas leído en su lengua original, por mucho que de inglés él no tuviera demasiada idea. Aunque aquí hay que darle la razón, pues con su método de lectura tal cosa no tendría la menor importancia.
El mundo, según Jacinto, no es aquel en el que creemos vivir con menor o mayor desenvoltura, sino otro que cada cual debe descifrar a lo largo de toda su vida, levantando la piel de la realidad, que finalmente solo sería una impostura. Recomendaba que abordáramos nuestra vida cotidiana con el escepticismo, por ejemplo, con el que un calvo entra en una peluquería. Al cabo de cierto tiempo, aunque en el combate nos hayamos dejado muchas plumas (las metáforas eran su debilidad), descubriremos un paisaje nuevo, en el que nos será mucho más fácil habitar. Preguntarle a los locos por su locura, solía decir, y veréis que os responderá que los locos sois vosotros, solo dotados para ver la superficie de las cosas, e incapaces de apreciar las maravillas que subyacen bajo ellas, hecho que para estos hace tiempo que ya es evidente.

Siguió Jacinto leyendo incesantemente hasta el final de sus días, atestando su vivienda  con todo tipo de libros de los que lo de menos era su calidad. En cualquier caso, eso, según él, no era lo decisivo y ni siquiera  lo interesante. Después de todo, los temas de los que verdaderamente tratan los autores, nada tiene que ver con el contenido aparente de sus obras. Murió este hombre feliz a pesar de todo, y según los presentes sus últimas palabras fueron de agradecimiento a Gutenberg, que con su invento había sido capaz de haberle hecho la vida más llevadera, pues, llegado el fin, de lo que tenía una clara conciencia era de su incapacidad para haber hecho lo que hizo, si hubiera tenido que bregar con la caligrafía de los pocos autores que por entonces sabían escribir medianamente.

LA VIDA

LA VIDA

Después de todo
lo que importa es la vida
dices.
Luego callas y me miras
absorta.

Llegarán otros cuerpos
como llegó el mío
dices.
Y los ojos ya no serán
la coartada.

Ni las manos
ni nada de lo que creemos
que aún nos constituye.
Y el horizonte será solo
el vacío

Continuaremos sin embargo
caminando
sin mirar hacia atrás.
Llegar por fin a ningún sitio
desde ninguna parte.


LA MUERTE

Eres tú
por más que me resista
y piense
que aún estás aquí,
conmigo.

Y soy yo
aunque lo niegues
y pienses
que aun estoy aquí,
contigo.

Terminó la aventura
y tú estás aquí
y yo contigo.
Y yo estoy aquí
y tú conmigo.

Juntos por fin
como al principio
Tú aquí
y yo aquí.
Los dos aquí.

Definitivamente.


CONFUSIONES

Cuando llegué, él ya estaba allí. Desde la puerta de entrada pude verle casi de espaldas, y aunque se trataba de una persona mayor que, como es natural, en nada se parecía al chico de cincuenta años atrás, algo me dijo que no me equivocaba. Conservaba la cabeza proporcionada de entonces, su nariz casi griega, y las espaldas anchas que ya destacaban entre los alumnos de los últimos años bachillerato, que fueron cuando poco a poco empezamos a distanciarnos. Era él, y cuando por fin me acerqué y nos saludamos, su voz me confirmó de inmediato que estaba en lo cierto. Me había llamado días atrás por razones no del todo claras, pero que  supuse tendrían que ver con la nostalgia que con frecuencia nos envuelve a esa edad, bordeando ya los setenta. Era Chus, mi entrañable amigo de la infancia y primera juventud, un chico especial, muy afectuoso y simpático, que destacaba entre todos con su sola presencia.
 Sin embargo, en esos primeros momentos de nuestro reencuentro me sorprendió su seriedad, como si volver a vernos después de tanto tiempo fuera algo intrascendente que podía haber sucedido en cualquier momento durante aquellos años. La realidad es que apenas se levantó, y me dio la mano con cierta frialdad, como si se tratara  de algo protocolario, lejos de la natural efusión de un reencuentro tanto tiempo postergado. La verdad es que yo esperaba algo distinto, más cordial y  relajado,  pero su actitud me frenó en seco y marcó el instante sin que yo supiera reaccionar y dale otro cariz, lo que me hizo recordar cuando siendo unos críos, yo ya me plegaba a sus maneras, y esperaba  que me hiciera saber lo que quería de mí.
Poco a poco, no obstante, después de pedir la comida, fuimos haciéndonos las confidencias de dos viejos amigos, tratando de esa manera de situarnos en el presente para poder hablar con cierto sentido, y no solo de los viejos tiempos, medio siglo atrás, de los que sorprendentemente él no parecía no recordar casi nada. Según pasaba el tiempo, para mi perplejidad, fui teniendo la sensación de que aquel hombre no se dirigía verdaderamente a mí, sino a una sombra  del pasado de la que apenas tenía noticia, a pesar de mis intentos reiterados en recordarle algunos momentos y situaciones que yo recordaba con toda nitidez. En vista de ello, a partir de cierto momento me dediqué exclusivamente a escucharle; estaba claro que necesitaba hablar, y enseguida tuve la sensación de que se encontraba mal y trataba (inútilmente, por otra parte) de aferrarse a los recuerdos de nuestra lejana infancia buscando un alivio momentáneo. O quizás sería más apropiado decir de “su” infancia, porque a medida que avanzaba su soliloquio, fui teniendo cada vez más claro que no se dirigía a mí, sino a mi hermano mayor, al que por algún motivo él consideraba su verdadero amigo. Según pasaba el tiempo, mi asombro fue en aumento, al oírle referirse a momentos de aquellos años en los que yo no tenía nada que ver, o como mucho, era un personaje secundario.
 “La vida ha sido dura conmigo, José”, me dijo ya casi al final de la comida, como si esa confesión fuera un resumen de aquel encuentro, y el verdadero motivo de su llamada. Me miro intensamente, dando la impresión de esperar una respuesta inmediata que pudiera tranquilizarle o darle ánimos, pero desgraciadamente yo me sentía perplejo, casi en estado de shock, y durante unos instantes que me parecieron interminables (y supongo que también a él), me mantuve en silencio hasta que finalmente le hice un comentario banal tratando de quitar importancia a su confesión, para pasar de inmediato a algo  no tenía nada que ver con su situación. Mi actitud debió sorprenderle, y poco después del café me dijo que le perdonase por lo que iba a decirme,  pero que me encontraba raro, “extraño, más bien, con lo alegre y amigable que tú eras”, matizó casi de inmediato. Le dije que me perdonase, y que aunque no hubiera sabido transmitírselo, le comprendía perfectamente, porque a mí la vida tampoco me había tratado demasiado bien, y que si a él, como me había contado, tuvieron que extirparle un tumor de la cabeza tiempo atrás, yo había pasado dos años encerrado en un psiquiátrico por una depresión muy profunda, durante la cual no había querido ver a nadie. Tuve enseguida la sensación de que mi confidencia (que no era cierta) le había dejado muy confuso y bastante alterado, como si de mí solo hubiera esperado el apoyo de un antiguo amigo. Y en ese sentido, sus palabras eran un claro reproche.

Cuando por fin nos levantamos y nos despedimos, quedando vagamente en llamarnos pasado unos meses para ver como nos rodaban las cosas, no quise ser cruel y decirle que, en cualquier caso, yo no era José, sino Andrés, el hermano pequeño. Su verdadero amigo de la infancia. O eso creía yo días atrás al recibir su llamada (en la que, por cierto, habló de nuestra familia, pero no mencionó mi nombre). Salió delante de mí precipitadamente y sin volver la cabeza, como si algo en toda aquella situación le hubiera perturbado seriamente. Yo, sin embargo, al verle alejarse, y a pesar de no ser prácticamente nadie en su memoria, sentí verdadero afecto por aquel hombre, y no pude dejar de pensar por un instante que quizás mi amigo Chus estaba perdiendo la cabeza.