Anduvieron por Nueva York como si se tratara de una ciudad cualquiera. Habían decidido que era absurdo considerarla con unos criterios diferentes, y que la única forma de valorarla en su justa medida, era verla con la misma mirada con la que uno contempla una capital de provincia en Castilla-León, por ejemplo. En ese sentido, estuvieron de inmediato de acuerdo en que su gigantismo les retrotraía a visitas ya perdidas en el tiempo, como cuando se quedaron anonadados contemplando las pirámides de Gizah o las esculturas gigantes de Karnak. A Ismael tal desproporción no le agradaba, y le producía casi de inmediato un fenomenal dolor de cabeza con palpitaciones, como si aquellos gigantescos edificios se le hubieran metido en la cabeza, y desde adentro pugnaran por salir haciendo fuerza sobre el cráneo. Era absurdo, y se cuidaba mucho de darle tales detalles a Ingrid, porque creía que iba a pensar que estaba mal de la cabeza. A ella, sin embargo, que era una mujer imponente de casi dos metros de altura, la situación era la contraria, tenía complejo de gigante, lo que no distaba mucho de la realidad, y verse minúscula entre aquellos enormes armatostes de acero y hormigón, la devolvían a una proporción mas adecuada, lo que la reconfortaba mucho, y hacía que se pasara el rato extasiada y sonriente en su recién adquirido reino interior de Liliput.
Tenían pues aquí un desacuerdo básico, que sin embargo no se comunicaban, por lo que ambos se veían forzados a aceptar el punto de vista del otro con pequeñas matizaciones, lo que llevaba a Ismael a minimizar su dolor de cabeza, y a Ingrid a contener su euforia. Ismael no podía evitar comparar aquellos monstruos con los edificios de su ciudad natal, Valladolid, e incluso con algunas de las torres más altas de Madrid donde ahora vivía. Se decía que era absurdo, pero en relación al Empire State, la torre de la Plaza de España le parecía una construcción familiar, casi íntima, a la que evocaba con nostalgia al pasear por la Quinta Avenida, aunque desde luego no se lo dijera a Ingrid. Para ella, que también era de la noble ciudad castellana, verse literalmente sepultada bajo aquellas inmensidad de acero y cristal, la devolvía a su primera adolescencia, donde aún era una chica dentro de los cánones habituales, y paseaba por el paseo de Zorrilla y el Campo Grande, con el reconfortante convencimiento de ser semejante en todos los aspectos a sus amigas de entonces. Contemplaba a los pavos reales y las grullas del parque, con la satisfacción de compartir el mismo mundo, algo que se truncó poco después, cuando al dar el estirón definitivo hacia los diecisiete años, todas las aves del lugar se convirtieron para ella en gallinas. Suponía para sus adentros que su estatura se la debía a su madre, que siendo la típica mujer española más bien bajita, deseó que su hija no heredada sus reducidas dimensiones, para lo cual le puso de nombre Ingrid, pensando que por una especie de milagro, la estatura de las vikingas se hiciera realidad en el cuerpo de su hija, algo que sucedió con creces cuando ya empezaba a perder la esperanza.
Para más INRI, se enamoró de Ismael, un hombre pequeño, con lo que su sensación de gigantismo se hizo todavía más evidente, algo que sin decírselo le reprochaba, obligándole a
llevar zapatos o botines de doble alzada. Existía pues en la pareja una asimetría evidente, aunque ambos optaran por mantenerla oculta, enmascarándola con buenas maneras, a pesar de provocar en algunas ocasiones cierta hilaridad en los más íntimos, que sin embargo trataban de que no fuera evidente, teniendo en cuenta que su diferencia provocaba algo más que una sonrisa, y no era cuestión de reírse delante de ellos a carcajadas. En Nueva York, debido a los rascacielos y la diferente impresión que causaban en los dos, supieron que se dilucidaba algo definitivo, y que en adelante nada sería igual. Como en otras ocasiones, sabían que tenían que recurrir a algún tipo de estrategia que al menos les reconciliara hasta su vuelta a territorio nacional, y dado que ninguno estaba muy dotado para la oratoria ni las sutilezas semánticas, decidieron recurrir a lo que sus cuerpos quisieran expresar para convencer al otro de que a pesar de todo, su matrimonio merecía la pena.
En el dormitorio de un hotel en el piso cuarenta y ocho, se sometieron a una terapia sensual intensiva, que fue desde la embriaguez de los palillos de incienso y la música oriental, pasando por masajes balsámicos y el estímulo moderado del Moët Chandon, hasta los rituales eróticos inclusivos de posiciones aventajadas del Kama Sutra y artilugios estimulantes y sofisticados, sin descuidar ejercicios gimnásticos que, para sonrojo de Ismael, no dejaba de incluir lo que ella llamaba no sin cierto sarcasmo el botijo. Los resultados no se hicieron esperar, y concluidas con eficacia las aproximaciones nocturnas durante toda la semana en pleno corazón de la city, el regreso al solar patrio supuso para la pareja la tranquilidad de lo ya conocido, aunque con ello volvieran las disensiones internas debidas a la distinta percepción que cada uno de ellos tenía de su lugar en el mundo, algo que sin embargo superaron paseando algunos atardeceres por el parque del Oeste, donde el horizonte difícilmente podría brindarles las alturas de Manhattan.