domingo, 17 de mayo de 2020

RASCACIELOS

Anduvieron por Nueva York como si se tratara de una ciudad cualquiera. Habían decidido que era absurdo considerarla con unos criterios diferentes, y que la única forma de valorarla en su justa medida, era verla con la misma mirada con la que uno contempla una capital de provincia en Castilla-León, por ejemplo. En ese sentido, estuvieron de inmediato de acuerdo en que su gigantismo les retrotraía a visitas ya perdidas en el tiempo, como cuando se quedaron anonadados contemplando las pirámides de Gizah o las esculturas gigantes de Karnak. A Ismael tal desproporción no le agradaba, y le producía casi de inmediato un fenomenal dolor de cabeza con palpitaciones, como si aquellos gigantescos edificios se le hubieran metido en la cabeza, y desde adentro pugnaran por salir haciendo fuerza sobre el cráneo. Era absurdo, y se cuidaba mucho de darle tales detalles a Ingrid, porque creía que iba a pensar que estaba mal de la cabeza. A ella, sin embargo, que era una mujer imponente de casi dos metros de altura, la situación era la contraria, tenía complejo de gigante, lo que no distaba mucho de la realidad, y verse minúscula entre aquellos enormes armatostes de acero y hormigón, la devolvían a una proporción mas adecuada, lo que la reconfortaba mucho, y hacía que se pasara el rato extasiada y sonriente en su recién adquirido reino interior de Liliput.
Tenían pues aquí un desacuerdo básico, que sin embargo no se comunicaban, por lo que ambos se veían forzados a aceptar el punto de vista del otro con pequeñas matizaciones, lo que llevaba a Ismael a minimizar su dolor de cabeza, y a Ingrid a contener su euforia. Ismael no podía evitar comparar aquellos monstruos con los edificios de su ciudad natal, Valladolid, e incluso con algunas de las torres más altas de Madrid donde ahora vivía. Se decía que era absurdo, pero en relación al Empire State, la torre de la Plaza de España le parecía una construcción familiar, casi íntima, a la que evocaba con nostalgia al pasear por la Quinta Avenida, aunque desde luego no se lo dijera a Ingrid. Para ella, que también era de la noble ciudad castellana, verse literalmente sepultada bajo aquellas inmensidad de acero y cristal, la devolvía a su primera adolescencia, donde aún era una chica dentro de los cánones habituales, y paseaba por el paseo de Zorrilla y el Campo Grande, con el reconfortante convencimiento de ser semejante en todos los aspectos a sus amigas de entonces. Contemplaba a los pavos reales y las grullas del parque, con la satisfacción de compartir el mismo mundo, algo que se truncó poco después, cuando al dar el estirón definitivo hacia los diecisiete años, todas las aves del lugar se convirtieron para ella en gallinas. Suponía para sus adentros que su estatura se la debía a su madre, que siendo la típica mujer española más bien bajita, deseó que su hija no heredada sus reducidas dimensiones, para lo cual le puso de nombre Ingrid, pensando que por una especie de milagro, la estatura de las vikingas se hiciera realidad en el cuerpo de su hija, algo que sucedió con creces cuando ya empezaba a perder la esperanza.
Para más INRI, se enamoró de Ismael, un hombre pequeño, con lo que su sensación de gigantismo se hizo todavía más evidente, algo que sin decírselo le reprochaba, obligándole a
llevar zapatos o botines de doble alzada. Existía pues en la pareja una asimetría evidente, aunque ambos optaran por mantenerla oculta, enmascarándola con buenas maneras, a pesar de provocar en algunas ocasiones cierta hilaridad en los más íntimos, que sin embargo trataban de que no fuera evidente, teniendo en cuenta que su diferencia provocaba algo más que una sonrisa, y no era cuestión de reírse delante de ellos a carcajadas. En Nueva York, debido a los rascacielos y la diferente impresión que causaban en los dos, supieron que se dilucidaba algo definitivo, y que en adelante nada sería igual. Como en otras ocasiones, sabían que tenían que recurrir a algún tipo de estrategia que al menos les reconciliara hasta su vuelta a territorio nacional, y dado que ninguno estaba muy dotado para la oratoria ni las sutilezas semánticas, decidieron recurrir a lo que sus cuerpos quisieran expresar para convencer al otro de que a pesar de todo, su matrimonio merecía la pena.
En el dormitorio de un hotel en el piso cuarenta y ocho, se sometieron a una terapia sensual intensiva, que fue desde la embriaguez de los palillos de incienso y la música oriental, pasando por masajes balsámicos y el estímulo moderado del Moët Chandon, hasta los rituales eróticos inclusivos de posiciones aventajadas del Kama Sutra y artilugios estimulantes y sofisticados, sin descuidar ejercicios gimnásticos que, para sonrojo de Ismael, no dejaba de incluir lo que ella llamaba no sin cierto sarcasmo el botijo. Los resultados no se hicieron esperar, y concluidas con eficacia las aproximaciones nocturnas durante toda la semana en pleno corazón de la city, el regreso al solar patrio supuso para la pareja la tranquilidad de lo ya conocido, aunque con ello volvieran las disensiones internas debidas a la distinta percepción que cada uno de ellos tenía de su lugar en el mundo, algo que sin embargo superaron paseando algunos atardeceres por el parque del Oeste, donde el horizonte difícilmente podría brindarles las alturas de Manhattan.

RUTINAS

Me despierto hacia las ocho. Sensación de estar relajado y haber dormido bien. Recuerdo vagamente un sueño, pero no logro concretarlo. Después de la primera sensación de relajamiento, me invade otra de sopor y cansancio. Hago un esfuerzo y me visto. No tiene sentido volver a la cama. Hacia las diez llamo al psiquiatra, que me responde serio y dando la sensación de sentirse molesto, que en esos momentos no puede atenderme porque está ocupado. Le pregunto si le puedo ver mañana, y me dice que me tome valium y espere a la sesión del día que me toca, el jueves. Siempre me dice lo mismo: no debo dejarme vencer por la angustia. Pero no se como, a no ser, efectivamente, con los tranquilizantes. Salgo al bar de la esquina y me tomo un café y un churro. Soy incapaz de tomar algo más, y el churro ya me ha supuesto un esfuerzo. Vuelvo a subir a casa. Llamo a X y le pido que venga, que me siento mal. Siempre le digo lo mismo y siempre viene. Cinco minutos después le vuelvo a llamar y le digo que me encuentro mejor y que voy a intentar pasar el trago solo. Me dice que no le importa, que ya estaba preparada, le digo que no, y como se pone pesada, le cuelgo. Soy injusto, pero no puedo soportar sentirme como un enfermo o un crío desvalido.
Al rato me llama y le digo que de verdad estoy mejor, y para que se lo crea le cuento un chiste, se ríe, pero me conoce lo suficiente para saber que es mentira y que no estoy bien. De todas maneras se lo agradezco. Paseo por casa, no sé que hacer, echo un vistazo a lomos de los libros de la habitación del fondo, son casi todos de medicina, sobre todo de psiquiatría, donde con frecuencia trato de buscar mis síntomas o las cosas que pienso para ver si tengo remedio. Ya no me dicen nada nuevo, se han convertido en una rutina en los momentos de mayor agobio. El valium y medio que tomé empieza a hacerme efecto, soy casi un drogadicto. No, soy un auténtico drogadicto, no podría vivir sin él. Mientras pienso esto, me peso: 75 kilos, no está mal, casi no he adelgazado y eso me reconforta, es como un baremo que me dice que lo mío no es tan grave, sobre todo teniendo en cuenta que como poco. Además no quiero que los demás se den cuenta de que ando así. Me echo un momento en la cama.
Trato de pensar algo, pero soy incapaz, solo veo el techo encima de mí, me fijo en la estructura de la pintura al gotelé y no recuerdo cuando fue la última vez que pinté la casa. Me gusta el gotelé, me parece el único detalle artístico en mi habitación,
desprovista de cualquier otra cosa que no sean revistas y libros viejos, por cierto bastante desordenados. Tengo que hacer algo, y aunque un tanto somnoliento hago un esfuerzo y me levanto. Voy al salón y miro hacia la calle a través del ventanal, desde dentro se percibe el frío y se nota una ligera brisa que mueve la copa de los árboles cerca de casa. Hay un pino, pero no tengo ni idea del nombre de los demás. Tengo que enterarme, toda la vida ahí y soy incapaz de decir a que especie pertenecen. También hay algunos arbustos y a lo lejos un ciprés, ese es demasiado especial para no conocerlo. Lógicamente casi de inmediato me acuerdo del monasterio Silos y su famoso árbol y de J.M. Gironella, un escritor catalán que rememoró la Segunda República y la guerra civil en tres libros que acabaron teniendo mucho éxito, el primero de ellos “Los cipreses creen en Dios”(*).
Acabo sentándome en el sofá y me quedo un rato mirando hacia adelante por encima del televisor, y poco después sacudo la cabeza tratando de volver a la realidad. Pero no sé qué significa para mí verdaderamente la realidad. La realidad que vivo no me gusta, pero no sé vivir otra. Me siento triste, aunque no exactamente triste, sino algo que debe andar entre la depresión y la tristeza. Más que depresión yo diría que melancolía. Me gusta ese nombre terrible, quizás porque se lee con frecuencia en la literatura romántica. Pienso en Machado y recuerdo en alta voz “melancolía de lluvia tras los cristales”. Oigo mi propia voz resonando y perdiéndose pasillo adelante.
Me decido a poner música. No quiero una música que me saque de este estado. Al contrario, quiero una música que ahonde en él, que lo traiga a la superficie. Una música que me ponga en contacto con lo que rechazo pero que sé que está ahí adentro, siempre a la espera. Por fin pongo la obertura de Las Hébridas de Félix Mendelssohn., La cueva de Fingal. Es profunda, imponente, desgarradora, impetuosa. El mar batiendo sordamente contra los acantilados. Soy yo, me digo.
Por fin puedo llorar.

(*) Pude acordarme de “La sombre del ciprés es alargada” Miguel Delibes pero no se me ocurrió. Debe ser porque detesto la caza.