lunes, 18 de septiembre de 2017

AEROPUERTOS otro




UNO
 


- Conocí a Adela cuando era una niña de once años, guapísima y muy divertida, pero, al parecer, también frágil y delicada, que cuando nadie la veía todavía jugaba con muñecas, y parecía muy lejos de una pubertad que se le venía encima a pasos agigantados.
- La volví a ver precisamente a los quince años, cuando era evidente que ya tenía poco que ver con aquella niña que había conocido poco antes. Su cuerpo y su mirada apenas recordaban a los de la Adelita que mantenía en mi recuerdo, pues parecía haberse alejado del paraíso de la infancia definitivamente.
- Luego pasaron los años, aunque cuando me encontré casualmente con ella en el aeropuerto apenas debía tener treinta. Y lo que vi apenas podía creérmelo. Se trataba de una mujer joven, que duda cabe, en cuyo rostro aún se apreciaban los rasgos de una belleza antigua pero prematuramente ajada, que me sorprendió. Enseguida me presentó a su marido, un hombre mucho mayor que la acompañaba, y de inmediato, como salidos de la nada, a ocho críos, que la rodearon gritando, y que lógicamente eran sus hijos.
- Estuvimos hablando unos breves momentos en los que me comentó cuanto había cambiado su vida por unos acontecimientos que ya me contaría en cuanto tuviese más tiempo, pues apenas lo tenían para llegar al avión. Al despedirnos casi lloré de emoción, pero al verlos alejarse hacia la sala de espera,  no pude evitar sentir en el pecho una punzada de miedo, casi de pánico.

DOS

-Conocía a José Luis desde que éramos niños e íbamos juntos al colegio de las monjas y poco después al de los curas. Además vivíamos cerca y nos veíamos con frecuencia jugando en el parque, y en algunas ocasiones poco después, cuando nos acercábamos al río cercano para pescar pizcos, unos peces diminutos, pero los únicos que había por aquellos parajes.
-Luego en el instituto ambos nos pusimos pantalones largos al mismo tiempo, y salimos una temporada con unas compañeras, Yoli y Geli, dos chicas de Baracaldo. Lo pasábamos bien con ellas y nos contábamos nuestras relaciones con entusiasmo y cierto detalle.
-Terminamos el bachillerato al mismo tiempo, y nos seguimos saliendo juntos hasta que él se fue a Madrid a estudiar Ingeniería industrial, y yo a Oviedo para hacer Derecho, aunque seguimos viéndonos en vacaciones y nos poníamos al corriente de nuestras vidas. Al poco de terminar la carrera nos casamos con dos chicas del pueblo que, mira por donde, se parecían bastante a las vascas que conocimos en el bachillerato. Él se fue pronto a trabajar a Seattle en Estados Unidos y yo a Salamanca.
- Perdimos el contacto durante varios años, pero ayer nos hemos vuelto a ver casualmente en el aeropuerto y todo ha resultado muy confuso. Tiene un acento americano muy marcado y me ha parecido más rubio, como si se hubiera teñido. En resumidas cuentas, su aspecto físico casi me lo ha hecho irreconocible y si no llega a ser porque ha sido él quien se ha dirigido a mí, yo hubiera pasado posiblemente de largo.
-Hemos charlado de pie un buen rato cerca de la puerta del avión que le llevaba a París, y durante todo ese tiempo he estado tratando de verificar que efectivamente se trataba de José Luis, algo que debe haber percibido porque finalmente nos hemos despedido con ciertas prisas, como si nuestro encuentro se estuviera prolongando más de lo conveniente. Sus últimas palabras aumentaron mi asombro, pues fueron para decirme que “no sabía cuanta suerte tenía de poder vivir en una ciudad tan bonita como Zamora”. Que no está lejos, es cierto, pero que no tiene demasiado que ver con Salamanca. Nos hemos alejado en direcciones contrarias, y creo no equivocarme si afirmo que ambos hemos apretado el paso.

viernes, 8 de septiembre de 2017

AEROPUERTOS



Algunas tardes a última hora me acerco en automóvil al aeropuerto. Se puede hacer por varias carreteras, pero yo lo hago intencionadamente por una pequeña que sobrevive milagrosamente a la invasión de edificaciones de todo tipo que invaden la zona. Alguien me ha dicho que es una antigua carretera nacional que nadie quiere deshacer por asuntos administrativos complicados. A lo largo de ella, que acaba desembocando en la R7, desde donde se accede directamente al aeropuerto, tengo la impresión de sumergirme en el tiempo, cuando de niño paseaba en bicicleta por las inmediaciones de la casa de mis padres, en pleno campo. Ya en esos primeros momentos me invade una honda sensación de melancolía, como si aquellos tiempos que añoro, se filtraran en la realidad trasladándome a un lugar y un momento que nada tienen que ver con los de hoy. Vivo en una ciudad de tipo medio, y por lo tanto el aeropuerto no es muy grande, casi podría decirse que también es de otro tiempo, en el que los acompañantes de los viajeros pueden tranquilamente ver como los aviones aterrizan y despegan de las pistas. Y a eso es a lo que me dedico después de dejar el coche en un aparcamiento que todavía tiene dimensiones humanas. No espero a nadie ni he venido a despedirme de nadie, pero sin embargo, cuando veo a las aeronaves despegando, tengo la sensación que algo mío se va con ellas, aunque en su interior nadie me conozca. Supongo que en esos momentos la melancolía de la que he hablado se apodera de mí, y cuando el avión se aleja, se lleva una parte de mí que siento irrecuperable. Después de todo, me digo, la vida, casi desde el principio es una serie continuada de adioses que nos parecen un tanto incomprensibles. Hace tiempo que no fumo, pero en esos instantes, busco el lugar idóneo para hacerlo, y envolverme en una atmósfera a la que el humo le presta la nostalgia de la niebla que parece envolver mi pasado. Sé que allí mismo hay otros como yo, que solo vienen a formar parte de esta liturgia que al parecer unos cuantos compartimos, como si ello nos hiciera cómplices en esas tardes en las que, poco después, volveremos a casa con el corazón encogido, pero al mismo tiempo con la extraña alegría de habernos puesto en contacto con una parte de nosotros mismos que habitualmente queremos ignorar. Otros días en los que me siento más perezoso, me acerco andando a la estación del ferrocarril donde a esas horas salen los trenes que pronto se perderán en la oscuridad de la meseta, llevando con ellos las lágrimas de una despedida reciente ó la euforia de un destino que se anhela. Paseo por los andenes y suelo acercarme los vagones con menos viajeros. Veo en los gestos y los ademanes de algunos de los que se van cierta resignación, una especie de desamparo, como si fueran conscientes que nada pueden hacer contra el destino, que ahora determina que deben desprenderse de algo que aprecian ó incluso aman. Pasean a lo largo de los vagones ó se arremolinan cerca de la puerta, unos tratando de prolongar el instante, y otros deseando que se produzca ya la despedida. Les miro a los ojos furtivamente, y por un momento me rebelo contra ese desgarro que se produce, ese abandono de si mismo, del que al parecer están hechos tantos instantes de nuestra vida, posiblemente imprescindibles para seguir viviéndola, pero tan crueles cuando se producen. Luego el tren se aleja y se percibe en la mirada de todos, la resignación de lo inevitable, y la tristeza por la pérdida de lo que en el fondo, no se está seguro de recuperar. Luego, paseo un rato por los andenes tratando de empaparme de esa atmósfera especial del lugar, en la que, sin embargo, aquí y allá proliferan voces y miradas que poco tienen que ver con el lugar, como si al tiempo de la evidencia del dolor de la ausencia que se avecina, quisiera imponerse su banalidad. Luego vuelvo de nuevo andando hasta casa, y agradezco que el tiempo haya refrescado, ó incluso que chispee un poco y se haya levantado algo de aire. Mi corazón se siente así más acompañado, como si agradeciera que el tiempo comprendiera mis sentimientos y de alguna forma le acompañara de esa manera.